Trama y Fondo
VI Congreso Internacional de Analisis Textual

 

LA NARRACIÓN, LA PALABRA, Y SUS MILAGROS

     
José Jiménez Lozano
 

De hecho lo que representa el humanismo en el plano de la literatura –y precisamente en España, exactamente como en Italia se muestra en las bellas artes- es una colosal revolución que ha sido enfáticamente subrayada por el profesor Ernesto Grassi, discípulo de Heidegger y en disenso con éste, en un importante trabajo al respecto, que le dedica. Y esta revolución que consiste, en nada más y nada menos, en que, frente a la filosofía tradicional y la racionalista, según las cuales la verdad es un ente fijado por la “ratio”, que a su vez sustenta la palabra, entiende que, cuando se trata del hombre y de la existencia humana, es en la palabra donde se revelan el ente y su verdad, porque el ente es así captado en su explicitación histórica, y la retórica o la poesía, la literatura o escritura alegórica reclaman su “status” de medio de conocimiento, porque “lo originario, lo indeducible, lo primigenio, y en ese sentido insondable, escribe Grassi- no es susceptible de ser manifestado directamente. Lo indeducible sólo se puede expresar respetando su pretensión de tal en el ámbito del «aquí y ahora» por medio de metáforas y de la palabra «indicativa» y «no demostrativa», esto es, mediante el lenguaje mítico y no racional. Únicamente así resulta posible descubrirlo y desvelarlo”. Tal es el entendimiento de las cosas en Vico o Vives, por poner sólo dos ejemplos, en un proceso que arranca desde Dante, e incluye de algún modo al propio Erasmo, que se oponen así a la metafísica antigua y a su racionalismo. Y Grassi defiende esta concepción de la potencialidad del conocimiento literario frente a la filosofía moderna desde Descartes a Hegel, el pensamiento formal de la filosofía analítica y la logística, o la concepción exclusivista científica; y también frente a Heidegger, que ve en último término en el humanismo la retórica romana, y no, en absoluto, la primariedad griega del pensar. E, igualmente, Grassi señala que, en España, el Renacimiento es literario y de radical importancia para el pensamiento, porque lo que lleva consigo es el estatuto de conocimiento que reclama la literatura, y quiere decir verdad y pensamiento. O, dicho de otra manera, es un modo más de conocimiento de la realidad

En primer lugar está, desde luego, el conocimiento de la realidad más obvia y material o “res extensa”, como la llamaría Descartes, a través de su mensurabilidad y peso, y de la explicitación de su naturaleza física, química o bioquímica, que es el asunto de la ciencia. Y está luego el conocimiento especulativo y racional, y en otro plano muy distinto de cosas se da un conocimiento de los hombres y de lo humano, y de lo que a los hombre sucede o afecta en su historia con los demás y con sus propios adentros, que solamente puede expresarse en la narración y en la poesía, pero principalmente en la primera.

En realidad hubo en el pasado una cultura que, desde el principio y sin necesidad del proceso del que ha he hablado más arriba y que concluye con la capacidad de la literatura y en concreto de la narración para conocer el mundo y a los hombres, ha privilegiado este modo de conocimiento, y ésta ha sido la cultura judía. No sólo en la Biblia, sino en todo el ámbito cultural judío hay historias –y ciertamente poesía o leyes y normas morales o historia- pero la narración no sólo queda absolutamente privilegiada, sino que su lectura y comentario da lugar a otra narración. En este ámbito cultural, no hay abstractos filosóficos ni mitos, y su lenguaje es eidético o de imágenes, no especulativo o moral.

La judía es ciertamente la única de las grandes culturas que se presenta así, al margen de toda especulación, filosofía o mitología; el interés bíblico, en efecto, no está en el conocimiento del cosmos de un modo especulativo como el que se preconiza entre los griegos - la teoría numérica de los cielos y su armonía según Pitágoras, los elementos primigenios del agua, el aire y el fuego, la geometría teórica y aplicada, y ciertos teoremas –sino que el interés está en la experiencia existencial de la realidad, y contentándose con imágenes poéticas, aunque bien hermosas, el cosmos no suscita, a los hombres de la Biblia, la mínima curiosidad que pudiéramos llamar científica o metafísica: el sol es una lámpara para el día y la luna otra lámpara para la noche, la bóveda del cielo es el techo de una gran tienda del que cuelgan mil candiles. Para el mundo hebreo toda la preocupación se centra en la historia y en la vida diaria y el destino del hombre, y en la justicia en relación con los demás hombres y con el Creador, y estos asuntos se conocen contando historias; y hasta cuando en este mundo aparece la poesía, aparece en una dimensión distinta de la de los griegos.

La visión del hombre y el cosmos es en Grecia especulativa, razonante. El hombre forma parte del cosmos y, en el plano de la inteligencia y la sensibilidad, se hace a sí mismo, mediante la “paideia”. La visión del tiempo y de la historia es cíclica, el tiempo no tiene principio ni fin, y el vivir humano tanto personal como colectivo no tiene una finalidad fuera de la obtención de la riqueza y el poder, y la gloría del héroe vencedor en una batalla difícil, pero el héroe porta la gloria de la ciudad y de la estirpe, nunca se trata de un individuo en sí mismo. Y el hombre es un compuesto, según la filosofía platónica, de materia y espíritu.

Todo es diferente en el mundo bíblico, y cuando se realiza la versión llamada “Versión de los Setenta” -es decir, la traducción del hebreo al griego, hecha en Egipto, en el reinado de Tolomeo II Filadelfo, en el siglo III a.C.- los judíos dijeron que lloraron los ángeles porque ya el soplo divino sobre la tierra roja que hizo de ella un hombre se tradujo por “psique” ofreciendo y dando lugar a mil equívocos, porque, en el inevitable platonismo al menos formal en que habría de verterse el cristianismo, el alma del hombre tendría que asegurarse como inmortal, pero, por ejemplo un fervoroso cristiano converso del judaísmo difícilmente podía asegurar esa inmortalidad del alma porque inmortal sólo es Dios y sería blasfemar que el hombre lo pretendiese. Los equívocos que esto llevó consigo están, desde luego, en el proceso inquisitorial hecho a los hebraístas salmantinos y de la Universidad de Osuna, y en otros muchos procesos; y desde luego en el caso de sinceros cristianos iletrados, conversos del judaísmo, que eran acusados de averroísmo y materialismo.

Pero esto es simplemente un ejemplo, y podemos considerar igualmente el aspecto de la pérdida de valor ontológico y poético que suponía la traducción de la palabra hebrea “hevel” que equivale a humo, neblina o vapor de agua”. Porque, en los versos que en “Qohélet” dicen “humo de humos y todo humo” traducidos necesariamente por “mathaiotes” o “vanidad” y el verso entero por “vanidad de vanidades y todo vanidad”, se da esa pérdida ciertamente, porque “humo” es un nombre que señala la esencia de los seres de este mundo y del mundo mismo; y “vanidad” es una noción moral, y la Biblia hebrea nombra lo que es, y poéticamente, y no utiliza abstractos morales.

A través de la poesía en Grecia se cuentan las relaciones entre los dioses y los hombres, y los hombres pueden convertirse en héroes o semidioses, especialmente llegando a ser héroes guerreros, y de ellos habrá memoria, pero no de los hombres que no han obtenido esa condición semi-divina de héroe. Y en cualquier caso es el “logos” o discurso, una especulación y construcción intelectual o poética la que juzga todo y nos instruye en todo. Pero el conocimiento de la vida e historias de los hombres sólo son objeto de información o curiosidad, especialmente del pasado, que se fija documentalmente como tal pasado y se lee luego como tal pasado.

Esto no ocurre en el universo judaico y, en el plano bíblico lo ocurrido que se cuenta, torna a ocurrir cuando se lee o se escucha. Para subrayar algo así, Enmanuel Lévinas diferencia lo que él llama una historia o narración bíblicos de un documento de época que nos informa simplemente de algo que pasó, y señala en consecuencia que por esto mismo la Biblia sería un libro y no un documento. La diferencia consiste en que las significaciones de un documento ya quedan agotadas en él y, sin embargo, el libro invade o desposa la vida del lector, y su destino. Es siempre susceptible de ser reinterpretado y, por tanto, tornado contemporáneo, y el mismo libro rejuvenece al lector porque le dice siempre algo nuevo. Y el relato de una injusticia, por ejemplo, tiene la virtud de situar a la víctima, al menos en el acto de la escritura, y luego en el acto de la lectura, en el centro del mundo, haciendo desaparecer incluso a ese mundo, o señalando a la víctima como centro de él y haciendo comulgar a los demás con su sufrimiento, que es lo que hacía decir a Simone Weil que solamente unas cuantas obras y unos cuantos escritores de la literatura universal habían sido capaces de contar la desgracia humana. Y también debe ser recordado el poder de la narración para paralizar la violencia en el mundo.

En la historia de Isaac se nos dice que Abraham estaba dispuesto a sacrificar la vida de su hijo a Yavéh como se hacía en la religiones del tiempo, pero que Yahvé envía un ángel para impedir tal horror y violencia sagrados, y es lo que revive con la historia o “ritornello” que se canta en la celebración de la Pascua de Pan Cenceño o del “Pessah”, según el cual el “kabretiko” o cabritillo que se compra para la celebración de esa Pascua en familia es comido por el perro, y entonces se pone en marcha todo el mecanismo de la violencia y se pide al palo que castigue al perro, y luego al fuego que queme al palo, y al agua que apague al fuego, y al buey que beba el agua, y al “sholet” o carnicero ritual que mate al buey y, cuando el Ángel de la Muerte va a matar al ”sholet”, interviene Yahvé para romper el proceso sin fin o circular de la violencia en la historia.

Pero, si esto sucede, es porque sólo de un cierto modo pueden contarse los relatos que no son simple documento de un pasado, y en ellos la palabra debe nombrar la realidad, que es poner nombre al mundo y a cada ser del mundo, como el mundo brota con una sola palabra de Yahvé, y Adam –nombre que quiere decir “tierra roja” y representa a todos los hombres- es luego el encargado por Yahvé de dar nombre a los animales, -y se supone que a las plantas igualmente- a cada cual según lo que es y no de otro modo. Pongamos por caso el nombre de “madrugador” que recibe el almendro en las lenguas orientales primigenias, por ser el primero que surge tras el invierno. Y con esas palabras deben contarse luego las historias.

Porque contar una historia desde este punto de vista es nombrar la realidad pero, a la vez, levantar vida con palabras; y en las propias páginas bíblicas está la historia que nos narra que, al año siguiente de morir Eliseo, entraron varias guerrillas moabitas en el país. “Y sucedió que al tiempo que llevaban a enterrar a un hombre, divisaron una guerrilla y arrojaron al hombre en la sepultura de Eliseo, y se marcharon. En cuanto aquel hombre tocó los huesos de Eliseo, resucitó y se levantó en pie” (2 Rey, 13,21). Y es curiosamente Juan de la Cruz, quien trae a colación esta historia a propósito de cómo deben ser de vivas y verdaderas las palabras del orador sagrado, pero también para toda palabra no meramente comunicativa, instrumental o “ahí-a–la-mano”.
Enmanuel Lévinas advierte en los años treinta a las democracias liberales que en un asunto como el del anti-racismo –o la tolerancia- no se puede instruir a nadie, sino que eso es cuestión de un “ethos” cultural o religioso. Sencillamente porque, en la instrucción sólo pueden ofrecerse datos e información y vocabulario; es decir “vocablos pero no “palabras”, porque “la palabra en su esencia original es un compromiso ante un tercero en nombre de nuestro prójimo…La función original de la palabra no consiste en designar un objeto para comunicar con otro, ni en un juego sin consecuencias, sino que alguien asume una responsabilidad ante alguien. Hablar es comprometer los intereses de los hombres” Y la educación de un alma, que es donde se averiguan estas cosas, es asunto de siglos, y corresponde a otras instancias que quedan al margen de toda acción política, social o pedagógica, incluida naturalmente la pedagogía literaria, si es que existe.

La naturaleza de la narración en la tradición judaica –y es la tradición del narrar ejemplarmente- queda consumadamente expresada en la historia contada por Martín Buber, según la cual a un rabino, cuyo abuelo había sido discípulo de Baal Shem Tov y era paralítico, le pidieron que contara una historia de su maestro y entonces el discípulo de éste contó que el santo Baal Shem Tov solía cantar y bailar mientras rezaba, y, mientras él lo contaba lo hacía también cantando y bailando, para concluir finalmente diciendo que “así es como deben contarse las historias”.

Es ciertamente de la Biblia de donde nace el relato o narración, que vuelven a revivir ante el que los lee o escucha contarlos, y éste es el instante en que se realiza el milagro de revivir lo muerto y hacer bailar a un cojo; es decir, hacer la historia “res nostra”, mientras que en las demás culturas lo que se cuenta es un hecho pasado que se documenta, o una ficción moralizante, que incluso puede afectar al lector como norma o ejemplo; pero se trata, por esto mismo, de una “res acta”, pasada y concluida, que no se repite ni puede repetirse al leerse o escucharse, y no realiza ningún milagro como la historia del abuelo cojo o paralítico del rabino discípulo de Baal Shem Tov.

En el mismo orden de cosas podríamos recordar sobre la eficacia en el contar lo que nos refiere Julien Green en su “Suite inglesa” acerca de este asunto y a propósito de la amistad entre Herman Melville y Nathaniel Hawthorne. Este pasaba muchas veladas en casa de aquél, y una vez contó una feroz batalla que el sólo había mantenido contra varios indios del Pacífico y con un solo hacha por toda defensa. De manera que escucharle había sido impresionante, sencillamente porque se había asistido a la lucha, y entonces. al despedirse Melville, la mujer de Hawthorne le dijo a aquél: ¡Señor Melville se olvida usted del hacha!”, y se puso a buscarla por todos los rincones, porque mientras éste relataba ella la había visto y experimentado que había acontecido algo.

Y sin duda el contar, que no es lo mismo que fabricar o fingir una historia, es un don, y podríamos recordar a este respecto un episodio criminal de años pasados en nuestro país, que casi tuvo las dimensiones de una tragedia griega. Se trataba de un horrible crimen. Al final de la vista oral, el magistrado pregunta al acusado, tal y como la ley prescribe, si todavía tiene algo que alegar, y entonces éste, que ha vengado con la muerte de seis personas la de su madre quemada viva en un incendio provocado por aquellos a quien él ha asesinado, explica al tribunal que lo que ha sucedido es que allá dentro en su corazón su madre ha estado quemándose seis años mientras se retorcía de dolor como un sarmiento encendido, y él la ha vengado. Y, desde luego, que ni los informes psiquiátricos ni el discurso jurídico sobre la culpa y su grado pudieron decir ni la mitad de la verdad del acontecimiento que, sin embargo, en la retórica casi griega o shakespeariana de un hombre iletrado, ofrece la explicación de lo real en un habla carnal y verdadera.

En la historia y el relato judíos todo gira en torno a un acontecer, que le acontece al mismo narrador y también al lector u oidor del relato. No hay más que este acontecimiento y su resplandor o conmoción, y se aniquila en su entorno toda amplificación o retórica y épica inseparables de los grandes relatos. Tiene toda la razón del mundo la Prof. Guadalupe Arbona cuando escribe que lo que define el relato es el acontecimiento. Lo demás, utilizando una expresión de la novelista norteamericana Willa Cahter, diríamos que es mobiliario; y, cuando nos ha ocurrido algo serio y fundante, el mobiliario sobra, aunque sea el de un imperio entero.

Y esto ocurre, en la Biblia, por ejemplo, con la historia, a la que me he referido con alguna frecuencia, que nos cuenta el narrador del libro del Éxodo acerca de dos mujeres o jóvenes muchachas, Siprah y Puah, que son simplemente dos parteras, sin ninguna significatividad social. Pero el narrador que nos cuenta su historia sólo tiene ojos para ellas, en medio del soberbio esplendor del Imperio egipcio. Lo único que cuenta para él es la pequeña, mínima, clandestina historia de esas jóvenes mujeres que desobedecen la orden faraónica de matar a cada niño de sexo masculino que nazca entre los hebreos; y, cuando leemos tal relato, sentimos cómo irrumpe de golpe en todo aquel universo de poder y esplendor del Gran Relato faraónico, y lo subvierte y destruye con la memoria de aquel sufrimiento y aquella esperanza de liberación de la injusticia, enfrentándose a nuestra propia situación, y haciéndonos contemporáneos de esa historia, y, a Siphrah y Puah, contemporáneas nuestras». Esas dos mujeres son más importantes que el Faraón para la historia que se quiere contar, que es la liberación de los hebreos de la esclavitud en Egipto. Y es una historia que se recordará y se recontará después, reviviéndose, porque siempre resurge como una historia propia; y no me estoy refiriendo exclusivamente a la recordación cultual judía o del “Pesah”, sino al poder que tiene para levantar viva toda la historia que allí se cuenta y sucede ahora mismo.

Cualquiera de nosotros podemos, ahora, contraponer una de estas eficacísimas formulaciones literarias bíblicas, a la inmensa mayor parte de las narraciones literarias que han tratado de evocarlas o reiterarlas, exactamente como John Ruskin hace con unos versos de Homero acerca del tema de la aparición de Elpenor, el compañero de Ulyses a quien se creía que estaba perdido pero había muerto, comparados con otros versos de Alexander Pope.

Dice Homero: “¿Elpenor? ¿Cómo es que has emergido de las lóbregas sombras? / ¿Acaso has llegado más rápido sobre tus pies que yo sobre mi negro buque?”

Dice Alexander Pope:”Oh, dime, Elpenor, ¿qué iracunda fuerza te hizo /deslizarte hacia las sombras y deambular con los muertos? / ¿Cómo pudo tu alma a través de reinos u océanos apartados /rebasar la ágil embarcación y abandonar el moroso viento?”

“Sinceramente –comenta Ruskin- espero que el lector no encuentre motivos de placer ni en la agilidad de la embarcación, ni en la indolencia del viento” Desde luego que no, sino que este lector ve claro que en Pope todo es falso, y Ruskin denomina a esa amplificación de Pope “falacia patética”. Y lo es.

Pero en el aspecto de la comparación entre formulaciones bíblicas y las formulaciones literarias de esas mismas historias en otros ámbitos, las cosas son mucho más desoladoras todavía, y pondré un solo ejemplo paradigmático: el de la historia de José. Son once páginas en la traducción del Génesis, de Cantera, una historia un poco más larga y llena de una belleza impresionante pero que no evita que se evapore el acontecimiento de la historia en sí misma, en los textos aljamiados en castellano de la literatura islámica - la “Historia de Yusuf”-, y mil ochocientas páginas en “José y sus hermanos” de Thomas Man, sin que nos conmueva o nos haga re-vivir la historia ni una sola de ellas. La historia en esta novela de Thomas Mann es todo un magnifica ejercicio intelectual de ampliación informativa y reflexiva, pero toda esta magnificencia no nos hace la historia bíblica asunto nuestro.

Y no hay, por cierto, en nuestras letras, nada que no sea lo más alejado del modo de narrar del que vengo hablando. En este aspecto muy concreto, por cierto, el del contar, que se revela específicamente en los cuentos, los escritores españoles irán a buscar sus modelos a las fábulas moralizantes, que entre nosotros tienen como prototipo los cuentos del Infante don Juan Manuel, cuyo precedente es oriental, pero no bíblico; o el “Libro de los gatos”, que es un divertimento también didáctico y moralizante.

Así que, literariamente hablando, no sólo consiste la pérdida de la ausencia de complicidades con la narración bíblica y judía en general, por parte de la literatura española, o quizás en la incapacidad de ésta para la radicalidad y la detección del grosor de las cuestiones, y el desasosiego por la existencia y su justicia, la celebración de todo lo cual siempre constituyó la grandeza y profundidad del arte, sino que esa pérdida de la herencia bíblica está también en la renuncia que con esa pérdida se hace del modo de contar para que acontezca lo contado y para que las palabras levanten vida. Es decir, el lenguaje carnal y verdadero, que no es el lenguaje académico ni el retórico –ambos meros lenguajes de comunicación o “ahí-a-la-mano” que dice Heidegger-, sino aquél que, como subraya Jacob Burchardt, arrastra la lengua de los dioses, y la de los hombres antiguos, palabras moduladas como una turquesa por los tiempos y que contienen mil rastros de vida, y significan profundamente. Mientras la palabrería acompaña a la destrucción y a la muerte; y la palabrería es, en buena parte, el pregón y la sustancia de nuestro tiempo. Teniendo en cuenta además que el escritor, al igual que el artista, de esta tercera modernidad se ha convertido en un demiurgo, pero es dudoso que nos hiera y nos queme, o nos llene el corazón de la alegría del oír contar.

No es que carezcamos de historias memorables como escribía Walter Benjamin; otro asunto es que despreciemos o no sepamos contarlas.

 

GRACIAS.

    José JIMÉNEZ LOZANO
Segovia 17 de abril de 20l0
         
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