Trama y Fondo
VI Congreso Internacional de Analisis Textual

 

NARRATIVAS ORALES

     
Miguel Marinas
(UCM)
 
  Exordio  
     

Narrativas hace referencia al verbo latino narro, que tiene que ver con el saber (quienes no lo tienen, son ignari, ignaros, sin argumento)

Fuentes:

 

A, Lucas, 1,1: en la Vulgata:
quoniam quidem multi conati sunt ordinare narrationem quæ in nobis completæ sunt rerum
(Muchos han tratado de relatar ordenadamente los acontecimientos que se cumplieron entre nosotros)
Narración implica relatar ordenadamente, poner orden en la diégesis, en el fluir de los acontecimientos.

B, Salmo 19, 2:
Coeli enarrant gloria Dei
Los cielos narran la gloria de Dios,

El cielo proclama la gloria de Dios
y el firmamento anuncia la obra de sus manos;
19:3 un día transmite al otro este mensaje
y las noches se van dando la noticia.
19:4 Sin hablar, sin pronunciar palabras,
sin que se escuche su voz,
19:5 resuena su eco por toda la tierra
y su lenguaje, hasta los confines del mundo

 
 

Así que narrar también viene de proclamación, de subrayado, de cántico, es la expresividad de un relato con sujeto plural (los cielos) un día y otro, una noche y otra, sin palabras, sin voz, pero con eco, pero con lenguaje que llega lejos.

Porque en narrar y decir hay más que palabras; hay una voluntad de comunicación, de hacer común lo que pugna por decirse, lo que debe decirse aunque no se sepa cómo, aunque no se sepa del todo a quién.
Y, previamente, hay una disposición a escuchar. En mi libro La escucha en la historia oral (Síntesis, 2008), dejo noticia de que es la escucha el comienzo del relato. Uno busca quien le escuche. Uno encuentra escucha a veces donde no pensaba.
Narrar es ordenar experiencias y caminos del saber que en ellas se fundan, pero que no las agotan.
Del mismo modo que el relato cuenta con cuencas, hormas, establecidas, normativas, preceptivas, pero siempre desborda por su voluntad de construir de poner palabra a lo que sabemos, a lo que vamos descubriendo, a lo que no.

 
Orales
 

Relatos que salen de la boca, que van de boca a boca, en los que está en primer plano la garganta, la lengua, los labios, los dientes, la saliva, el aliento. Es el ejercicio de un placer: el placer de rajar hasta por los codos, de no callar ni debajo del agua, de cascar sin parar.
Es como en la ópera. En Parsifal de Wagner, uno ve durante cuatro horas el gozo del aliento, del sabor de las palabras, aunque no sepa alemán, E incluso en la ópera italiana, que parece que es lengua más cercana (las ganas) se percibe el sabor de lo que Barthes llamaba le grain de la voix (que nosotros, los latinoamericanos, decimos los metales de la voz) Grano o metal, es una superficie que se altera, como una tela suave (las cuerdas vocales) y dejan pasar, hacen vibrar el aire, hasta los resonadores, de la nariz, de la frente. La voz humana. Oralidad, que es un momento libidinal en nuestra constitución y que es un lugar de otredad en el presente (la voz y la mirada, ya sabemos, como objetos primarios)
 He comenzado tirando del hilo del recuerdo, de la letra del significante narratio (que conozco por mi longevidad y mi cultura católica de origen: ahora – desmontada la teocracia, o casi, se puede volver más libremente a todo tipo de textos) - Y lo he hecho arrimando textos rituales. Lo que Jean Pierre Vernant llamaba la palabra vertical. La que va dirigida a la divinidad. Pero ahora mismo acabo de bajar la palabra a la tierra, al circuito de la escucha y la verbosidad.
Narraciones orales son ejercicios de darle a la sinhueso, radio bemba, blablablás interminables.

Narraciones orales son los intentos de dar a saber diciendo con la boca. Ese órgano que, otra vez Barthes en su utopía enamorada, llegará un momento que habrá de servir para hablar y besar. Las dos cosas a la vez. Pero aplacemos las utopías (nunca mejor dicho).

 
  Introito  
 

 

 

Quien habla debiera poder contar la historia completa, que comienza con un viaje en tren, de noche, cree el que habla, que no sabe si recuerda o inventa, o a medias. Este viaje le llevó de su ciudad natal (que ya no lo es: ni su casa queda, es un jardín público) a lo que ahora suele decir que es su ciudad natal, supongamos que se nombra a sí mismo como “de tal sitio pero viajado”, porque para llegar hubo un viaje que no puede contar (cuatro años tenía) que sabe que vivió y que se puede volver y no se puede volver a él. Recuerda muy bien de esas misma fechas un tendido de un tren con hilos y palitos que hizo con su padre en un campito cercano a la casa, hicieron un recorrido completo, con espacio para las vías, pero con hilos y palitos para remedar la catenaria, los postes, estaba fascinado y que luego llovió y lo vio casi todo caído y se quedó serio, no dolido ni triste: serio.

Pero el viaje no vuelve. Ya está hecho. Ya colocó al que narra en la condición de migrante. Pero antes de saberlo siquiera. Nómada o desplazado. No tanto por él (cuatro años de edad), sino por la intensa eficacia de un relato sin palabras: no somos de aquí. Somos de otro sitio.

De dónde. Siempre de dónde. Porque cuando llegamos al sitio en que nacieron los padres y ahora lo recuperan, quien habla sabe que no es su sitio. Y luego, cuando emigra de la ciudad de provincias a al capital, total por unos años iba a ser la cosa (hasta hoy), se acrecienta el relato interior que dice no somos de aquí. No soy de aquí. De dónde.

Como cantar en tierra extraña? (los cánticos de Sión), dice otro salmo (qué tarde llevo) Como quieres que yo cante / si estoy en tierras ajenas (esa era la versión de la abuela, iletrada, no tan narradora como el abuelo que era un parlapuñaos. Pero que dio el apunte y el regalo de la condición nómada de quien narra.

Toda persona que narra lo hace desde un tren en marcha. Desde los trenes nocturnos y fatales de Jorge Semprún (El largo viaje, 1953), a los trenes rigurosamente vigilados. Quien narra lo hace en movimiento. Exterior e interior.

Narrar es poner palabra (que dice que sabe) en el tiempo. En un tiempo dividido. Ese es su concepto principal y la fuente de sus metáforas.

 
  a. En el tiempo abierto de la ficción (como un río)
b. En el tiempo de la repetición, en el instante de la escena (como una estancia).
 
 

Detrás están los nombres mayores que explico siempre: tiempo del progreso y el tiempo del consumo, el de la historia o el del instante. Por eso estamos divididos como narradores.

Heráclito nos ofrece una imagen que reúne:

 
  aguas siempre nuevas corren / para quien mete el pie en el mismo río
(fragmento 12)
 
 

Esa es la tensión y el esfuerzo por decir (como el combate de Jacob con el ángel es el combate por el bendecir; acabada la lucha dice: no te dejo ir sin que me digas una palabra que me bendiga, que me ponga a salvo, eso quiere el relato).

Lo tenso del decir que sabe que enhebra las escenas para otros incluido yo, Quien narra es el primer destinatario de lo que dice (ese es el primer hallazgo de las historias de vida).Acaso esa palabra, como oiremos decir, es común al relato, al ensayo y al poema. Es verdad que se distinguen como géneros, y que Gamoneda dice que la poesía – que trae lo imposible a la tierra - no tiene que ver con la literatura. Posiblemente la narración, el saber que se articula en la voz, tampoco (ni siquiera con el grado cero – cuánto Barthes- de la voz, que es cuando la escritura remeda lo hablado. Ni siquiera. Aquí estoy hablando de la voz, de la palabra, que en todas y cada una de sus formas, intenta siempre decir, sabiendo que su andadura es decir de lo imposible algo.

Vamos con ello, que es una escena y un río.

 
  La ambigua repetición  
 

 

 

En el relato hay una experiencia primigenia de la repetición. Casi podemos definir un relato como lo que puede volver a empezar.

La experiencia de contar cuentos a niñas y niños lo prueba. Repetición ritual en la que no debe faltar ningún elemento de la letra. So pena de causar desajustes, angustias, frustraciones.

El relato contiene, pero no de manera monolítica, contiene el camino de la identificación con el tiempo que en él se ofrece. Dice Benjamin: quien escucha un relato de experiencia, puede replicar con su propia historia, se pliega al relato que escucha, para poder elaborar su propia experiencia. Sin ser juzgado, sin ser condenado, como ocurre – dice Barthes en los Fragmentos del discurso enamorado – en los discursos arrogantes: la ciencia, la política, la opinión.

El relato inaugura un tiempo que suspende la linealidad del curso del tiempo cívico, la historia, como se dice vulgarmente. De lo que va antes y luego sigue y luego concluye. El relato contiene como un ritornello, como un refrán.

Como en la canción popular italiana

 
 

Era una volta un re
Sedujo sul sofa
Che disse a la sua serva
Raccontami una storia
E la serva incomincio:
Era una volta un re
Sedujo sul sofa
Che disse a la sua serva…

Una vez había un rey
Sentado en su sofá
Que le dijo a su esclava
Relátame una historia
Y la esclava comenzó:
Una vez había un rey
Sentado en su sofá

 
 

En el que se recopila y se resume nada menos que el relato y la saga de las mil y una noches. Y no se sabe quien habla si el rey o Sherezade, o el que cuenta la relación entre ambos o cualquiera de nosotros cuando lo escucha.

El juego, la ambivalencia radical del relato. Como en los cuentos mallorquines que llamaron la atención de Roman Jakobson:

 
 

Aixó era i no era

Eso era y no era
Era y no era, érase que se era

 
 

Qué curiosa la ambigüedad, la imprecisión del comienzo. Parece que se pide licencia a quien escucha para llevarlo a otro lugar, pero no tan distinto, nuevo, pero quizá un poco conocido. El relato inaugura lo verosímil. Como condición de la verdad. La ficción como condición para narrar incluso el horror (Esther Cohen, Los narradores de Auschwitz), incluso alguno de los testigos (Kertesz, creo ) lo corroboran. Hace falta entrar en ese tiempo, en esa ficción para acostumbrarse a su verdad, que no es la verdad trillada, banal de la descripción positiva de los llamados hechos.

En la logotesis, en la invención de mundos con el relato (Sade, Fourier, Loyola), en la construcción de textos para vivir en ellos, se comienza con una puerta, con un umbral, que separa y que inaugura.

Por eso existen todas las fórmulas encantatorias para comenzar a hablar. Para comenzar a narrar, que es una operación que inaugura un tiempo propio. Es como en el comienzo de la entrevista, del relato de vida, o en el grupo de discusión. Siempre aparece una fórmula ( “bueno, pues…• “bueno, parece que me toca a mi romper el hielo”, “parece que me toca a mi abrir el fuego”, “bueno, pues antes de hablar yo quisiera decir algo …” ) para autorizarse a entamar el tiempo del relato.

El tiempo verbal del relato es el pretérito imperfecto. “Este era un rey que tenía/ un palacio de brillantes…” Es el “ahora iba yo y era el pirata, ahora ibas tú y eras la princesa”, de nuestras ficciones infantiles, ritualizadas. Constituidas como tiempos propios, clausurados, que vuelven a comenzar a voluntad.

Imperfecto que a veces es sustituido por el presente, con valor de presente continuo en ese tiempo propio del relato.

 
  “Al subir desde Santa Cruz, a la Brotava (Orotava) hay unas calles, estrechas, cerca de una imprenta, allí estoy yo, allí nazco yo
(Luisito Robles Relato de un migrante canario).
 
 

Once upon a time, así nos enseña a contar la lengua inglesa. Escandiendo un momento en medio de la llanura del tiempo.

 
 

y si el sueño finge muros
en la llanura del tiempo
el tiempo le hace creer
que brota en el aquel momento.

 
 

Dice Lorca en la Leyenda del tiempo, relato menor, en apariencia que se esconde en un prologuito recitado por Arlequín, de esta obra de teatro: Así que pasen cinco años.

 
  Los relatos ejemplares  
 

 

 

José Jiménez Lozano, narrador natural de Castilla tuvo el gesto, altanero y bien humorado, de llamar a un libro suyo Los grandes relatos. Trata de las historias más pequeñas y minuciosas, de ambiente más acotado, casi recogido, que imaginarse pudiera. Los personajes son seres de pueblo, en tiempos de modernización ciudadana, El libro mismo lleva – no sé si involuntariamente la contraria al diagnóstico de Jean-François Lyotard – recuerden, en el que caracterizaba esta época nuestra, la llamada posmoderna, como de la crisis de los grandes relatos. Efectivamente, en La condition posmoderne, dice que se acabaron aquellas narraciones generales, que amparaban nuestros decires, y que nos permitían tener la sensación de mundo en su sitio. A partir de un momento cuyo comienzo no sabemos del todo cifrar (los setenta en sus efectos, los treinta en sus causas) se produce ese andar desguavinado, como dicen en Cuba, de narraciones sin clavillo, como los abanicos que se descomponen.

Los relatos arrogantes – otra vez Barthes – siguen su aparente singladura, imperturbables, trapaceros, robadores de todo discursos ajeno. Pero en los llamados mundos de la vida cotidiana, cada cual produce narraciones a pequeña escala, provisionales, desvencijadas. Casi vergonzosas. Y entonces, en medio de la desazón, de la ausencia de narraciones legitimatorias con valor general y estable, cada cual experimenta la necesidad de contar su vida.

Comienza lo que hemos llamado Santamarina y yo el síntoma biográfico.

A falta de un lugar en los discursos públicos, generales, cada cual tiene necesidad de decir lo suyo. Aunque nada más sea por ponerle un poco de orden y sentido.

Así comienzan algunas historias de vida: “Y dice uno: cómo es posible que haya hecho uno esas cosas”, “Y piensa una: cómo se me ocurrió decir tal cosa, ¿estará una loca?”.

Es la extrañeza del propio narrador. La objetivación de la propia voz. Es necesario, se impone que yo comience a narrar lo mío, pero en cuanto mi voz sale, como decía Homero, nuestro patrono ciego, “del cerco de los dientes”, la nota como extraña, como un tanto ajena. Se impone que haga sentido allí donde no lo hay, pero el sentido me atrapa, me encierra. La clausura del relato es mi cárcel. Necesito sus paredes para no estar a la intemperie pero no puedo salir de ellas. Es la distancia entre el decir y lo dicho que se apodera de ello

Es la distancia entre el decir, mis cuerdas vocales tensándose, la resonancia de la voz subiendo por mi garganta, y retumbando en el cielo de la boca, por un lado. Y, por otro lado, lo dicho: las palabras que se van alineando en el tiempo del relato. Que es tiempo otro, como ya hemos dicho.

Sólo quien ha sufrido experimenta la necesidad de narrarse, dice Simone de Beauvoir en La mujer rota. Porque la persona feliz, como el hombre feliz del cuento, no necesita camisa, digo relato. Con vivir basta.

Así disponemos nuestras historias de vida. Así vamos escuchando nuestras vidas ejemplares.

En mi último libro en solitario La escucha en la historia oral, alineé cuatro laboratorios, cuatro talleres vivientes, que había venido trabajando, para pensar qué había estado haciendo todos estos años. Ya no era un relato de ellos, de los que había escuchado. Era un relato de mí, convenientemente disfrazado, como corresponde a la parsimonia académica, pero poco disfrazado en realidad, como les pasó a los hermanos Marx con sus barbas en Sopa de Ganso. En cuanto comenzamos a beber se nos ponen las barbas a remojar…¿Comprenden?

Así revisé una de las primeras experiencias de escucha: Palabra de Pastor, historia oral de la trashumancia, trabajo realizado con mi colega Joaquín Bandera. Donde las historias de los pastores, no eran como en Garcilaso:

 
 

El dulce lamentar de dos pastores
Salicio juntamente y Nemoroso,

 

 

Sino las vidas sufridas y baqueteadas de Jesús Fernández y Ángel Rodríguez, que en paz descansen, que iban a Extremadura y a Andalucía, respectivamente, en los años cuarenta y cincuenta. Así suenan sus voces.

Este es Ángel, que falleció siendo maestro nacional en León:

 
 


Ya está la cabaña en marcha y en jornadas sucesivas
Paso a paso van salvando las llanuras de Castilla
El Consejo de la Mesta de raigambre nacional
Ha señalado el camino, llamado Cañada Real
Que conocen los pastores desde tiempo inmemorial
Y que a veces les resulta muy difícil de guardar
Pues los pueblos no han querido lo ordenado respetar
Cuando surge alguna pega o u incidente casual
Frecuente en algunos pagos con el guarda del lugar,
La marcha no se detiene. Interviene el Rabadán
Dando al guarda la contenta por si se puede arreglar.
Pero me está pareciendo que es hora de decir ya
quiénes forman el equipo por orden de antigüedad;
Por lo general son seis los que en un rebaño van,
A las órdenes directas del llamado Rabadán.
Si surge algún imprevisto o este se siente indispuesto
Al instante se hace cargo del ganado el Compañero.
El llamado Ayudador hace el número tercero,
El mismo que en los caminos tiene el cargo de yegüero.
Y nos quedan otros tres, más jóvenes por supuesto:
son la Persona, el Sobrao y el Zagal o recadero,
se les llama Arreadores pues son los que dan el pecho.

   
 

Y esta es la voz de Jesús, que vive todavía y habla como los ángeles.

 
 

De nueve años fui Motril [más pequeño que zagal] solamente por el verano. Pero estuve en San Isidro de nuevo años, el año antes de la guerra. El treintaycinco ya estuve yo en los Fornos. Por cierto que estaba la cosa entonces mala. Porque el año anterior había sido aquella revolución de octubre. Sí, la del treinta y cuatro en Asturias: hubo ahí unos revoltiñes, mataron guardias y…Pues estaba entonces es aquella zona de Aller, que está cerca de San Isidro, y venían por allí unos asturianos, ya así uno poco desafiantes, envalentonaos. Y un día pues estaba yo con el pastor que era de Prioro. Se llamaba Genaro. Tenía que ir a relevalo uno que se llamaba Fonso y pasaba así por las cañadas arriba uno y dice:
-Aquel es Fonso. Sí, sí, Aquél es Fonso
Y empezó:
- Fonsoooo, Fonsoooo…
Y Fonso no contestaba y ya se quedó parao él. Baja pallá el tío, con una mirada más mala, y dice:
- ¿A quién llamas tú?
Y ya él se dio cuenta que no era Fonso y dice:
- Hombre, perdone, estoy esperando el relevo y de que le vi con esa gabardina y creía que era él…
Y echó allí unos cagamentos, unos juramentos y dice:
- No me molestes más porque saco la pistola y te pego dos tiros.
¡Se quedó el pobre hombre, Genaro, se quedó cortao! Por eso digo que era el treintaycinco que que estaba revolucionao aquello. Andaban fugitivos ya, lanzaos, levantaos.

 
 

De las demás investigaciones (sobre migraciones, Historia del comercio, sobre las transformaciones en los establecimientos comerciales; La guerra de mi padre, sobre la guerra civil española) destaco este fragmento de El día en que llegué a Madrid. Por su condensación y su frescura.

 
 

Bueno, yo vine a Madrid en el año 1950, de un pueblo muy pequeño de la provincia de León. Vine en tren con un primo de mi madre. Llegamos a la estación del Norte, por la  noche. Entonces me llamó muchísimo la atención la estación en sí, que era enorme; tenía muchísima luz, muchísima gente (hay que tener en cuenta que yo venía de un pueblo que no había luz en aquella época, la pusieron precisamente ese año).
Salimos, cogimos un taxi, me imagino que debimos pasar por la Cuesta de San Vicente, Plaza de España, Gran Vía porque íbamos a la calle Serrano. Saludó mi primo al sereno y me llamó mucho la atención, porque no sabía yo quién era ese señor. Luego también me llamó mucho la atención que mis tíos tenían una tienda y no tenía entrada por el portal. Entonces había que entrar por la entrada de la tienda, y el cierre metálico me impresionó muchísimo. Luego entramos y me llamó mucho la atención el teléfono, que yo creía que era un reloj. Pregunté que qué era , y me dijeron que era el teléfono. Llamamos a otro tío para que yo viera cómo funcionaba aquello, y entonces me llamó muchísimo la atención la casa, los techos altísimos, también el cuarto de baño -era aseo- porque en mi pueblo no lo había. Y, bueno, al día siguiente me sacaron para que viera un poco por ahí. Me llevaron al cine, y había una película de submarinos, que no me acuerdo qué película era, claro. A mí aquello no me gustaba. Entonces me puse en pie en la butaca. Empecé a chillar. Mis primos me dijeron que me callara. Y , bueno, pues son los primeros recuerdos que tengo de mi llegada a Madrid

 
 
  Lecciones de la escucha  
         
 

Sin escucha no hay relato, así parece ser en todos los casos. Aun en aquellos de soliloquio, de ir rumiando, como Ángel, sus versos romanceados sobre los trashumantes.

La narración establece el nexo entre los hablantes. Es su medio de contacto. La ausencia de esa función fática. La carencia de alguien que te nombre, te coloca fuera de la condición humana. Como al niño salvaje de l’Aveyron.

Esa es la gran condición del albergue que tiene la narración, es ese narrar como un trobar clos: la redundancia y la clausura del discurso, que tanto repetimos como requisitos estructurales. Y que ahora podemos intentar nombrar como el poder que el relato tiene para guardarnos.

La narración es como un manto, es como una piel, como un tatuaje. Acoge las maneras del cuerpo que están sin nombrar. Las formas de la danza, los andares, los modos de abrazar, respirar, suspirar, gemir, reír con dientes de conejo o a mandíbula batiente.

Ese es el límite que se percibe en la escucha. El cuerpo está pugnando por encontrar palabra. No es que el narrar sea acotado, que ofrezca o imponga un tiempo propio, como señalábamos. Es que entre las maneras del cuerpo, entre la energía, el calor, el frío, la tibieza de las manos o lo gélido de los pies, el sudor de la frente o la hornalla del cuerpo, entre esos puntos cardinales lucha la palabra narrativa por asentarse, por pillar cacho, por decir sentido.

Esta dificultad estructural (lo semiológico no se funde con lo energético ) tiene hoy un remedo más de circunstancias. Me refiero al, entonces si es difícil nombrar, narrar, relatar, quedémonos en lo inefable.

Así dice una tramposa forma de dominación que consiste en el robo del discurso y en el silenciamiento de la palabra. De esto no se puede hablar, no porque yo no te deje, sino porque ello mismo es inefable, es un misterio, qué le vamos a hacer. De esto sólo hablamos los clérigos, los teólogos, los especialistas, los que mandamos.

Habla, pueblo, habla (¿recuerdan el eslogan de la transición?).

Por eso el relato que escuchamos, si lo hacemos sin filtros, es un riesgo. Corremos el severo peligro de que nos digan lo que no queremos oír.

Pero el escenario carente de relatos que expliquen las cosas cambiantes, la vida caotizada, los deseos sin nombre, parece necesitar de una palabra pública que no consagre el silencio y el autoritarismo teocrático o tecnocrático.

La escucha parte de un radical malentendido: de la dificultad de entender exactamente lo que nos quiere decir el otro.

Parte de pedir y dar explicaciones: así definía Jesús el Pastor su conversación con nosotros. Qué es la historia oral: pedir explicaciones y darlas.

Parte de delimitar de quién a quién va el relato. Qué supone entregarlo y qué supone recibirlo. No es información: es un don. Es un vínculo político. De la polis.

A ese don al que, como Marcel Mauss nos enseñó, nos obliga un triple mandamiento moral:

 
     
    a) hay que estar abiertos a recibirlo (no el silencio aturdido de “no me cuente su vida”): esto es la transmisión.
b) hay que estar dispuestos a corresponder (la escucha es la recepción de un testimonio que se guarda y se trata de entender): esto es la herencia.
c) hay que estar dispuestos a superar lo recibido (por eso las narraciones orales llevan a hacer cosas, no somos conservacionistas: hay que contarlo, mover tierras de los ejidos, poner nombre propio a los eriales, levantar los apellidos de los difuntos prohibidos, aclarar qué fue lo que estuvo en juego): esto es la eficacia política, democratizante, de las narraciones orales.
   
     
 

La ficción del relato, su parte de tiempo acotado, su simulación desemboca en la prosecución de la verdad imposible, prohibida.

La ficción, reconstruir la escena, ayuda a romper la forma, la condensación repetitiva, para que el verso estalle, se abra como un grano, con una pujanza que viene de su interior y que alumbra una palabra no dicha aún.

 
     
  Río, estancia, sueño y espejo del relato  
     
 

Así que estamos con la palabra en el tiempo (diégesis) en los tiempos públicos e íntimos, como momentos conectados, inseparables, de nuestras narraciones.
Cuatro tiempos, que digo en concepto y en imagen:

El tiempo de la historia: toda narración es como un río.
El tiempo del instante: toda narración es como una estancia.
El tiempo de lo inconsciente: toda narración es como un sueño.
El tiempo de lo biográfico: toda narración es como un espejo.

Esas cuatro dimensiones constituyen nuestro narrar y a las cuatro hay que atender para tomarles el pulso, para analizarlas, para sacarles fruto.

La narración del río de la historia, la retahíla histórica nos ha enseñado que es también reversible, regresiva, que puede caer lo siniestro. La historia de la Shoah, de los crímenes de Stalin, de las matanzas africanas que ya ni salen en la prensa. El tiempo sin relato, o con relatos tramposos (la guerra de ficción, mediática, que Baudrillard vio en la madre de todas las batallas). Ese ocultamiento con tachaduras y correcciones groseras, al que nos empeñamos en llamar la historia contemporánea.

La narración que acota su espacio, como una estancia que nos acoge, nos enseña que tenemos siempre un punto de sosiego en el que intentar nombrarnos (verbo que es a la vez transitivo, recíproco, reflexivo). Experimento la necesidad de ser dicho, nombrado, que me hagan lugar de llegada de los sentidos, que me den cuartelillo, que me digan. Experimento la necesidad de que hablemos, que nos contemos lo que ocurre, tratando de nombrar y de escuchar sin filtros, sin temores). Experimento la necesidad de decirme quien voy siendo, qué voy deseando, qué temo, y esto lo hago porque me han dicho y porque yo he dicho a otro. Por eso la narración es reflexiva: el destinatario primero y sorprendido soy yo mismo.

La narración es como el sueño y nos mete en un decir que no gobernamos del todo, que nos dice. Como Lorca expresó mejor que nadie:

 
     
   

El tiempo va sobre el sueño
Hundido hasta los cabellos
Ayer y mañana comen
Oscuras flores de duelo

   
     
 

Ese tiempo suspendido, que camina al revés, que pone lo de arriba abajo y viceversa. Ese tiempo lógico o tiempo de lo inconsciente, está presente en toda narración. Como nos enseñó el finísimo oído de Ronald Frasier, cuando entrevistó a los supervivientes de la guerra civil española ( Recuérdalo tú y recuérdalo a otros). Por allí anda lo que los analistas llaman lo inconsciente, yo como historiador oral no me puedo hacer cargo de ello, pero no puedo disimular y negar que existe. Eso dice Frasier, inteligentemente.

La narración como un espejo nos sitúa ante las variadas formas de la condición humana que nos reflejan por doquier. Ante ellas vamos aprendiendo a escuchar (verbo prohibido, difícil) , a poner lo escuchado en nuestro lenguaje, a señalar lo intraducible ( de momento o para largo) . Es el ejercicio de convivir entre modos de vida diferentes, con distintos relatos fundantes, con distintas creencias. El ejercicio al que Habermas llama actualmente de traducción. Intentar descifrar de qué habla el otro cuando apunta a sus creencias, a sus rutinas de fe, a sus modos de basar lo que vive.
Esto no es multiculturalismo estetizante, consumista, de los mundos de Yuppi. Es un ejercicio arduo, que exige pulso moral y constancia. Paciencia. Buen humor. Capacidad de seguir contando historias. Pare ver si diciéndolo de otro modo entramos (y ventilamos) en el círculo del silencio ominoso. De la dominación teocrática.
Así que como llevo rajando que parece que no callo ni debajo del agua, concluiré -pues todo el que habla se prepara para callar – con un haiku, relato medido y japonés que le escuché un día al poeta José Ángel Valente:

 
     
   

Y quedaron en silencio
el huésped, el viajero
y el crisantemo blanco

   
     
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