Trama y Fondo
VI Congreso Internacional de Analisis Textual
 

 

Lo Real

 
     
 

Jesús González Requena
Universidad Complutense de Madrid

 
     
 

Palabras Clave: Lo Real, Filosofía, Psicoanálisis, Teoría del texto

Resumen: Revisión del concepto de lo real en Kant, Wittgenstein y Freud. Delimitación de lo real como lo otro de lo imaginario y lo semiótico. Caracterización de la relación de la ciencia con lo Real: la construcción de la realidad desde una epistemología constructivista. Redefinición de los conceptos de Ello y Pulsión.  Lo real del Ser. La construcción de la subjetividad. El relato y el padre simbólico:  la necesidad de que las palabras ciñan lo real.

 
     
1. Kant, Wittgenstein      
 

 

 

Comencemos por Kant:

 

   
 

"Todas nuestras intuiciones son sólo representaciones de fenómenos, [...] no percibimos las cosas como son en sí mismas, ni son sus relaciones tal como se nos presentan, y [...] si suprimiéramos [...] la constitución subjetiva de nuestros sentidos en general, desaparecerían también toda propiedad, toda relación de los objetos en el Espacio y Tiempo, y aún también el Espacio y el Tiempo, porque todo esto, como fenómeno no puede existir en sí, sino solamente en nosotros. Es para nosotros absolutamente desconocido cual pueda ser la naturaleza de las cosas en sí, independientes de toda receptividad de nuestra sensibilidad." (1)

 
 

 

     

Impresionante, ¿No les parece? No por casualidad el libro donde esto está escrito lleva por título "Crítica de la razón pura". Pues se trata precisamente de eso: de la determinación de los límites de la razón.

Y, en ese mismo sentido -lo que, por cierto resulta más que notable viniendo de un ilustrado-, de una advertencia frente al delirio de la razón que, precisamente en los tiempos de la Ilustración, había comenzado a desencadenarse; me refiero al delirio consistente en concebir el mundo como algo en sí mismo razonable, congruente con el orden mismo de la razón.

Pues bien, frente a esa tendencia al delirio, Kant dejo advertido que la cosa en sí, lo real del mundo, en su ser irreductible a la razón, seguía, a pesar de todo, ahí.

Siglo y medio más tarde, Wittgenstein vino a situarse, de manera neta, en la estela kantiana. Y por eso escribió ese célebre enunciado según el cual "Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo." (2) Y así, con una percepción propiamente semiótica, localizaba los aprioris kantianos en la estructura misma del lenguaje. De modo que el mundo de la objetividad quedaba identificado con el mundo del buen entendimiento, es decir, de lo lógica y científicamente decible. 

Pero debe atenderse, en cualquier caso, a la lucidez kantiana con la que Wittgenstein se negó a confundir mi -es decir, su-mundo con el mundo mismo. De lo que debe deducirse que los límites de nuestro mundo -de los fenómenos que configuran el mundo que percibimos- no son los límites del mundo. O en otros términos: que el mundo, es decir, el mundo real, carece de límites. Pues los límites se encuentran precisamente, en el lenguaje a través del cual lo afrontamos.

Y es  por cierto en este ámbito de reflexión donde Wittgenstein introduce la metáfora de la malla. El lenguaje -y cada lenguaje, cada lógica, cada ciencia- construye una malla que recubre lo real dándole forma y, así, volviéndolo inteligible. Se trata, después de todo, de la percepción mayor del estructuralismo, que emerge simultáneamente en Wittgenstein y en Saussure: pues la metáfora de la malla es del todo equivalente a la del ajedrez que utilizara Saussure para explicar la estructura interna de la lengua.

Y bien, la malla recubre lo real, le da forma -la forma de su retícula- y, en esa misma medida, permite pensarlo. Pero permite pensar, de ello, tan sólo lo que las propiedades de esa malla hacen posible aprehender.

Y la primera propiedad de esa malla es su carácter abstracto, del que Wittgenstein, por cierto, tiene plena conciencia, lo que le lleva a decir que "la descripción del mundo por la mecánica es siempre completamente general. No se habla nunca de puntos materiales determinados, sino sólo de algunos puntos cualesquiera." (3)

Existe un concepto que no termina de aparecer en Wittgenstein, pero que, si lo introducimos en el contexto de su pensamiento, lo vuelve todo mucho más comprensible: se trata de lo singular, como el rasgo mayor de lo real.

La mecánica, nos dice Wittgenstein -pero podría decirlo de cualquier otra ciencia- sólo habla de puntos cualesquiera, es decir, de puntos abstractos, conceptuales, pero nunca de puntos materiales determinados, es decir, de puntos reales, singulares.

   
 

Y eso es lo que le lleva a depositar de inmediato dos enunciados real-mente estremecedores:

 
         

"Que el sol amanezca mañana es una hipótesis: y esto significa que no sabemos si amanecerá."
[...]
"No existe la necesidad de que una cosa deba acontecer porque otra haya acontecido; hay sólo una necesidad lógica." (4)

     

Y es cierto; eso es después de todo lo real: que no hay garantía alguna de que mañana amanezca.

Por eso, y a propósito de tal estremecimiento,  allí donde Kant situó lo sublime como un registro de experiencia por el que se accedía a lo incognoscible de la cosa en sí, Wittgenstein habló de lo místico.

De modo que tanto el uno como el otro dijeron con toda nitidez que eso estaba ahí: que, de eso, había: "hay, ciertamente, lo inexpresable, lo que se muestra a sí mismo; esto es lo místico." (5)

De modo que haberlo haylo. No puede ser aprehendido por el entendimiento, es cierto, más no por ello de eso no puede saberse nada -como dan en decir, de manera en extremo ingenua, los lacanianos- en cierto modo, de eso se sabe todo el tiempo, pues eso se muestra a sí mismo.

El límite, por lo que se refiere al abordaje de lo real, tanto en Kant como en Wittgenstein, estriba en su insistencia en situarlo fuera del sujeto, es decir, del otro lado, del lado del más allá de los objetos que constelan nuestro mundo fenoménico. -Y por cierto que en esto les seguirá Lacan, en su errada insistencia en presentar al sujeto como función de desconocimiento.

 

2. Freud        
         
 

Mas no fue esa la posición de Freud. Bien es cierto que él no utilizó el concepto filosófico de sujeto, pero su teoría del aparato psíquico contenía una concepción implícita de éste que transformaba absolutamente la cuestión. El lugar donde esta nueva concepción emergió de manera más contundente y con más intenso calado filosófico fue en Más allá del principio del placer (1920), en ese su capítulo IV que comenzaba con una bien notable expresión: "Lo que sigue es pura especulación..." (6)

En él, Freud define la conciencia como el efecto -la función- del sistema que denomina Percepción-Conciencia que, por acusar percepciones procedentes de estímulos exteriores y sensaciones procedentes del interior, localiza en la frontera entre el interior y el exterior del ser humano.

 
           
 

Para explicar su funcionamiento, recurre al símil de la vesícula:

 
   

 

   
 

"Representémonos [...] el organismo viviente en su máxima simplificación posible, como una vesícula indiferenciada de sustancia excitable. [...] su superficie, vuelta hacia el mundo exterior, quedará diferenciada por su situación misma y servirá de órgano receptor de las excitaciones... [...] por el incesante ataque de las excitaciones exteriores sobre la superficie de la vesícula quedase modificada su sustancia duraderamente hasta cierta profundidad [...] Formaríase así una corteza tan calcinada finalmente por el efecto de las excitaciones, que presentaría las condiciones más favorables para la recepción de las mismas y no sería ya susceptible de nuevas modificaciones.." (7)

"Este trocito de sustancia viva flota en medio de un mundo exterior cargado de las más fuertes energías, y sería destruido por los efectos excitados del mismo si no estuviese provisto de un dispositivo protector contra las excitaciones. Este dispositivo queda constituido por el hecho de que la superficie exterior de la vesícula pierde la estructura propia de lo viviente, se hace hasta cierto punto anorgánica y actúa entonces como una especial envoltura o membrana que detiene las excitaciones, esto es, hace que las energías del mundo exterior no puedan propagarse sino con sólo una mínima parte de su intensidad hasta las vecinas capas que han conservado su vitalidad. Sólo detrás de tal protección pueden dichas capas consagrarse a la recepción de las cantidades de energía restantes. [...] Para el organismo vivo, la defensa contra las excitaciones es una labor casi más importante que la recepción de las mismas. El organismo posee una provisión de energía propia y tiene que tender [...] a preservar las formas especiales de la transformación de energía que en él tiene lugar contra el influjo [...] destructor de las energías excesivamente fuertes que laboran en el exterior. La recepción de excitaciones sirve [...] a la intención de averiguar la dirección y naturaleza de las excitaciones exteriores, y para ello le basta con tomar pequeñas muestras del mundo exterior como prueba." (8)

 
 

 

       
 

Emerge así la teoría freudiana de lo real en relación directa con la aparición de la más sorprendente teoría de la percepción elaborada nunca... al menos desde Platón -pues parece obligado recordar a los esclavos de la caverna encadenados de espaldas al sol para que éste no queme sus ojos y conformándose con las sombras que se reflejan en esa pantalla que es la pared de la cueva.

Ahí está lo real: en esas masas de energía ciega, brutal, que golpean a la conciencia y que amenazan constantemente con aniquilarla. El shock traumático, viene a decirnos Freud, no es después de todo otra cosa que eso: el efecto de las masas de energía excesivas que han atravesado la coraza protectora inundando al aparato psíquico con una excitación insoportable. -Lo que obliga, dicho sea de paso, a poner en cuestión la caracterización lacaniana de lo real. Pues resulta obligado constatar entonces que, en el shock, lo real se hace ver.

De lo que se deduce el dato más insólito -y también el más brillante- de esta teoría de la percepción: que, por motivos estrictos de supervivencia, la percepción apunta a saber, de lo real, lo menos posible. Pues un exceso de saber es, como poco, doloroso y, en el límite, aniquilador. No hay duda, entonces, que es el principio de realidad, en tanto vía civilizada y pragmática del principio del placer, el que reclama saber lo menos posible de lo real. 

Resulta obligado, por tanto, reconocer el aspecto radicalmente constructivista de esta teoría de la percepción: en las antípodas del empirismo que concibe la percepción como el efecto producido sobre el ser humano por los estímulos provenientes del exterior, aquí la percepción es concebida, en cambio, como el efecto de los prudentes, incluso temerosos, movimientos, a la vez activos y defensivos, del ser para explorar ese medio ambiente hostil que lo rodea.

Así, Freud llega caracterizar la actuación de los órganos de los sentidos por "El hecho de no elaborar más que escasas cantidades del mundo exterior, no tomando de él sino pequeñas pruebas. Quizá pudieran compararse a tentáculos que palpan el mundo exterior y se retiran después siempre de él." (9)

Pero la cosa no acaba aquí: pues, como ya hemos señalado, la conciencia no sólo recibe excitaciones procedentes del exterior, sino que, igualmente, padece otras procedentes del interior.
 
           
 

Y "la carencia de un dispositivo protector contra las excitaciones procedentes del interior [...] tiene por consecuencia que tales excitaciones entrañen máxima importancia económica y den frecuente ocasión a perturbaciones económicas, equivalentes a las neurosis traumáticas." (10)

De manera que la conciencia se ve igualmente agredida desde el interior del cuerpo por esas excitaciones violentas que son las de la pulsión.

Lo que implica ni más ni menos que esto: que lo real se encuentra no sólo fuera, sino también dentro; que habita al sujeto y que, por eso, desgarra su consciencia desde el interior no menos que desde el exterior.

Lo que, con sólo dar un paso más, nos permite proponer definiciones precisas tanto del Ello como de la pulsión: el Ello es, precisamente, lo real que nos habita -y no deja de ser notable a este propósito que tanto lo uno como lo otro, el Ello y lo Real, en español, rechacen cualquier otro género que no sea el neutro. A su vez, la pulsión es la presión sobre la conciencia de lo real que procede desde el interior del cuerpo.  De ahí que, por más vueltas que le demos a la cosa, jamás lograremos resolver, si no es con la muerte, el desgarro esencial, estructural, que escinde y disocia inevitablemente a la mente del cuerpo que le es dado habitar.

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Pero hay todavía otro aspecto no menos notable en esta manera de presentar el modo de funcionamiento de ese sistema denominado percepción-consciencia. Y es su radical heterogeneidad con respecto al mundo real que lo rodea. Si ello no es dicho explícitamente, resulta en cualquier caso el resultado de una deducción inevitable: pues si no hubiera tal irreductible heterogeneidad, si hubiera algún tipo de homogeneidad o de isomorfismo posible entre la conciencia y lo real que la rodea, entonces la conciencia no se defendería de lo real, sino que se abriría a ello. De modo que ese mecanismo defensivo esencial que se manifiesta en esa tendencia a percibir lo menos posible presupone una irreductibilidad absoluta del mundo. Y si la consciencia es el órgano de la razón, de ello se deduce, entonces, una irracionalidad esencial del mundo.

 
           
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Esa irracionalidad radical, ese sinsentido abrupto y brutal del mundo que habitamos, es el dato mayor de lo real, tal y como lo percibieron simultáneamente, por más que por dos vías notablemente diferentes, Freud y Nietzsche.

 
 
 
 
 
3. Real, Semiótico, Imaginario      
           
 

Ahora bien, ¿cómo es eso posible?

No, por supuesto, que el mundo sea irracional, pues, ¿por qué no habría de serlo? La cuestión es, por el contrario, esta otra: cómo es posible la emergencia de eso, de ese sistema percepción-consciencia tan heterogéneo a todo lo que le rodea? O dicho en otros términos, ¿de dónde procede nuestro anhelo de orden y de razón?

Desde luego, eso no está en el origen del ser. Basta con oír los aullidos de la cría humana para constatarlo: no hay duda de que en ese origen lo que se encuentra es la angustia, la vivencia del caos.

Podríamos figurarlo así.

 
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Pero sólo si imaginamos esas manchas desordenadas en un movimiento incesante, el de una transformación permanente que excluye toda repetición. Y si, a la vez, aceptamos que cada una de esas manchas es en sí misma punzante, hiriendo los órganos de nuestra percepción.

No hay todavía Yo. Tampoco hay, todavía, mundo ordenado por el lenguaje. Sólo hay, por tanto, vivencia inmediata de lo real.

Pero hay que añadir, de inmediato, la cría humana, al menos en nuestras sociedades desarrolladas, está hiperprotegida: cuidamos su entorno y reducimos al máximo las excitaciones procedentes del exterior. La recubrimos, por decirlo así, de celofán, protegiéndola lo más posible de todo contacto con lo real.

Pero lo real sigue ahí pues, como veíamos hace sólo un momento, ella misma es real.

¿Cómo nace entonces la conciencia?

Para que pueda haber conciencia, percepción discriminada del mundo, debe haber constancia y debe haber forma que constituyan el marco sobre el que esa discriminación pueda resultar posible.

Es aquí donde la teoría del espejo de Lacan resulta de extrema utilidad -por más que debamos recordar que debe ser atribuida tanto a Wallon como al propio Lacan-: el yo conciencia, dice Lacan, nace por identificación en la imago que el otro le brinda (11).

Hace años que vengo trabajando en un modelo visual de descripción analítica del proceso de emergencia y configuración de la subjetividad que podría comenzar así:

 
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Y debe observarse que en este modelo desempeña un papel de la mayor importancia un dato aportado por René Sptiz: el descubrimiento del hecho de que el bebé, desde muy pronto, fija su mirada en el rostro de la madre mientras mama (12). Su imagen, suscitadora de todas las sinestesias y bálsamo para todas las excitaciones, queda constituida para siempre en el paradigma mismo del placer.

Esto será ya para siempre lo que el principio del placer reclama: el retorno de la imago primordial, fundamento de toda constancia y de todo reconocimiento. Pero no debemos entender este proceso como una identificación con la madre, en tanto ser real y separado, sino como una identificación con la imago que ella suscita y a la que, por la índole de su función, conviene el nombre de Imago Primordial, pues ella hace posible la primera experiencia de reconocimiento y por tanto, también, el primer reconocimiento de sí.

No deberíamos, por tanto, hablar de identificación con, sino de identificación en ella, en esa Imago primordial que, al introducir la primera forma reconocible, permite que el yo se vea, a sí mismo, en ella, sin todavía ser capaz de concebirse de ella diferenciado.

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Con ella llega, entonces, no sólo la forma, sino también la cadencia, base temporal de la constancia.

Y así, en el momento en que la conciencia humana comienza a emerger, lo hace realizando una primera discriminación, tan radical como extrema: o bien presencia confortante y placentera de la Imago Primordial, de la Buena Forma a la que todo placer, todo cese de la excitación y de la angustia está asociado, o bien su ausencia y, con ella, el retorno de la angustia y el caos, que ahora cobra la forma informe del Fondo: ese fondo oscuro que emerge devastador cuando la Figura, y su resplandor, han desaparecido.

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Así, el Fondo se nos descubre como otro de los nombres posibles de lo real -su densidad, inapelable y potencialmente devastadora, es conocida por cualquiera que haya perdido a un ser amado.

De modo que, antes de que el lenguaje haya aparecido para la cría humana, los registros de lo imaginario y lo real se instalan como dos estados mutuamente excluyentes.

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Una de las utilidades inmediatas de este modelo visual que les propongo estriba en su capacidad de visualizar el poder de la Imago primordial para ocultar el fondo de lo real con su deslumbrante brillo. Pero no debe olvidarse que ese ocultamiento no lo es tan sólo del fondo, es decir, de lo real exterior, sino, simultáneamente, de lo real interior -del Ello, en suma.

Conviene, por eso, que nos detengamos siquiera un momento en localizar el fundamento de ese halo de invulnerabilidad y omnipotencia que inviste a la Imago Primordial y que constituye el sustrato mismo del narcisismo originario.

Y es que, por más que la madre padezca la agresiva violencia de las embestidas de la pulsión del niño, su voluntad de devorarla y así incorporarla, la Imago Primordial se manifiesta capaz de absorber toda esa violencia -momento oportuno éste, digámoslo de paso, para anotar que violencia es el nombre que lo real encuentra en la obra de Georges Bataille (13)- y a la vez de permanecer incólume ante ella. -Tal es, por cierto, el fundamento imaginario del sentimiento oceánico, del Nirvana y de todas las otras fantasías de armonía universal. ¿Qué quieren que les diga? Nada tiene que ver eso con lo real.

Y sólo después, cuando esa cadencia se ha instalado de modo que el niño ha aprendido a contar con la subsistencia de la Imago primordial en otro lugar y con su retorno -de modo que algo de su halo permanece en su ausencia, siquiera prendido en los objetos que ha bañado con su presencia y, así, el Fondo queda desdibujado tras ellos-, llega el lenguaje.

Pues la madre habla y el sonido de su voz es señal y parte del placer que a ella se halla asociado. Además su habla pone nombre a los objetos que de ella emanan.

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Son los primeros objetos. Y están, desde su origen, asociados a los significantes que los nombran, localizan y estabilizan. Con ellos comienza el niño a aprender el código de la lengua. Es decir, esa red de significantes que traza la cuadrícula donde cristalizan los significados, del todo asociados con los objetos que recortan. (**)

 
           
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Signos, objetos, significados, que son el efecto del recorte que la malla de la lengua introduce en lo real:

 
           
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La red de significantes, como puro sistema formal, recubre lo real y lo ordena, lo clasifica y lo conforma, dando por resultado la realidad en tanto tejido ordenado de signos y objetos.

Es evidente lo que se pierde en este proceso: la singularidad radical de cada fragmento de lo real. -Obsérvese que no hablamos, a propósito de lo real, ni de signo ni, ni siquiera, de cosa, pues tales verbalizaciones tienden a introducir la noción de unidad diferenciada que, como tal, no existe nunca en lo real.

Ello es así porque los signos sólo nombran categorías genéricas, abstractas, que recubren infinidad de individuos, de existentes singulares en sí mismos siempre irrepetibles.

Ahora bien, es necesaria cierta argamasa capaz de permitir que dos magnitudes tan disímiles, tan refractarias entre sí, puedan conectarse y cuajar devolviéndonos el mundo ordenado de nuestra realidad: tal es la función mayor de lo imaginario.

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Pues los primeros significantes que recibimos tienen la placentera cadencia sonora, propiamente musical, de la voz de la imago primordial. Y los primeros signos y objetos que percibimos los recibimos asociados a ella, cargados con el brillo intenso de su resplandor.

 
 
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Son, en suma, destellos de esa identificación primordial cuya estructura especular queda ya para siempre impresa en el lenguaje en forma de esas dos piezas netamente reversibles, y por eso especulares, que son el yo y el tú.

Les daré, de ello, una prueba a negativo: la ausencia de esa argamasa impide el alumbramiento de la realidad, y encierra al individuo en la oscura cárcel del autismo.

Y puedo darles, todavía, otra. Un científico alemán, Marius Von Senden, publicó en 1932 un estudio sobre casos de los ciegos de nacimiento que, en su edad adulta, tras una operación de cataratas, habían obtenido la visión por primera vez (14). No es posible desdeñar el texto por su antigüedad: desde que estas operaciones se extendieron ha sido en extremo difícil dar con casos equivalentes. Por ello el informe de von Senden ha sido y sigue siendo una referencia básica en psicología de la percepción, de modo que ésta se remite a él siempre que trata de explicar la complejidad del aprendizaje necesario para poder ver, es decir, para interpretar oportunamente, y así reconocer, el mundo visual que nos rodea.

El límite de la psicología cognitiva cuando aborda esta problemática estriba en que pone todo el énfasis en la cuestión del aprendizaje, desentendiéndose de lo que estos informes aportan sobre el ser mismo de lo real. Pero todo cambia cuando decidimos escuchar desde este punto de vista los datos que nos ofrecen. Así, la extraordinaria angustia que asaltaba a los pacientes durante el largo proceso de ese aprendizaje: su consciencia se veía invadida e inundada por una masa caótica de estímulos informes y en constante movimiento en la que les resultaba imposible reconocer objeto alguno.
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Meses y años tardaron, los más hábiles en aprender a ver, por más que al parecer ninguno lo logró del todo. Muchos renunciaron y proclamaron su deseo de volver a la calma de la ceguera. Pues habían perdido la mucha o poca serenidad que poseían antes de la operación.

Resulta especialmente expresivo el caso de un joven ciego de quince años que estaba enamorado de una chica que vivía en su mismo asilo de ciegos. En un momento dado, gritó: "No puedo soportarlo más, quiero volver al asilo. Si esto no cambia voy a arrancarme los ojos."  No es difícil intuir el horror que sintió cuando vio el cuerpo de su amada por primera vez. El motivo resulta del todo evidente: la voz y el tacto de la muchacha habían podido suscitar en él reminiscencias de la Imago Primordial que conformara su yo en el origen. Mas la imagen visual que ahora obtenía de ella no podría engranarse en nada con aquella, pues su Imago Primordial nunca llegó a constituirse en el plano de lo visual. De modo que, por más que tuviera para ella un significante -mujer- con el que encuadrarla, carecía en absoluto de una gestalt con la que dotar, a ese significante y a ese cuerpo, de un significado en el campo del deseo.

 
           
4. Ciencia y Realidad        
           
 

Pero retornemos a ocuparnos de esa realidad que logra cuajar en el tejido simultáneamente imaginario y semiótico que hemos descrito.

Todo, en nuestra sociedad contemporánea, apunta a reforzarla. Y, en primer lugar, la extremada meticulosidad en la fabricación de hijos únicos que parece haberse convertido en la pauta dominante del Occidente más desarrollado. Pero también, desde luego, la toma por la ciencia del puesto de mando. Pues, ¿qué busca la ciencia sino la constancia? Eso que los científicos llaman ley no es otra cosa que la condición de una repetición.

Ahora bien, ¿hay leyes? Aparentemente las hay. Pero, añadirá cualquier científico serio, sólo hasta cierto punto. Y es que hay un punto a partir del cual cesa toda ley, por más que el mundo moderno ya sólo quiera creer en la más ingenua de las creencias: que habría leyes para todo, que todo sería algún día explicable, que el mundo sería, en sí mismo, necesariamente razonable.

Wittgenstein era plenamente consciente de esa ingenuidad:

"Así, los modernos confían en las leyes naturales como en algo inviolable, lo mismo que los antiguos en Dios y en el destino."
"Y ambos tiene razón y no la tienen; pero los antiguos eran aún más claros, en cuanto reconocían un límite preciso, mientras que el sistema moderno quiere aparentar que todo está explicado." (15)

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Y es que, va siendo hora de decirlo, lo real no es el descubrimiento brillante de un intelectual contemporáneo -por más que haya alguno que lo haya pretendido con el más alto sentido publicitario. Bien por el contrario: lo real ha estado siempre ahí, desde el comienzo mismo de la reflexión humana, como el dato mayor. ¿O es que hemos olvidado que ya el texto mayor de nuestra mitología, a la vez que establecía que en el principio era el verbo, advertía que en el instante inmediatamente anterior, por no decir que en todos los innumerables instantes anteriores, el caos ya estaba ahí? 
     
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Debemos pues repetir esta que es la idea mayor para la caracterización de lo real: que lo real es caos, mutación incesante y sin sentido, en la que todo cambia constantemente y nada se repite jamás.

¿Piensan que me equivoco? ¿Que hay algo que se repite? Claro está, lo piensan. Pero recuerden que les he llamado la atención sobre el mecanismo perceptivo que les permite ver la repetición allí donde no la hay: sencillamente, que de lo real ustedes quieren saber lo menos posible.

Y, así, se empeñan en ver siempre lo mismo allí donde todo está cambiando constantemente. Recuerden, a este propósito, esa notable constatación que constituye el fundamento de la teoría de la gestalt: que el ser humano tiende a ver mejores formas, más completas y regulares que las que realmente encuentra en su entorno (16).

Así, ustedes querrán ver su ciudad, su casa y su amado o amada siempre idénticos a sí mismos, por más que el tiempo y la erosión -otros dos nombres de lo real- no cesen de introducir en ellos su huella. Y por cierto que a los científicos les sucede lo mismo. ¿Acaso no preparan la escena de sus experimentos con el mismo amoroso cuidado con el que ustedes preparan la que disponen para recibir a sus enamorados? Y, así, procuran eliminar todas las variables incómodas que puedan disturbar la tan ansiada feliz repetición.

Tal es el ensueño del científico: que el segundo experimento confirme al primero para que así una constancia -él la llamará ley- pueda quedar establecida. Lo mismo que ustedes, después de todo, cuando oscurecen el escenario del amor para que así, más pueda parecerse a ese que en algún lugar de su memoria quedó asociado con el placer originario. La demanda es después de todo la misma: que haya placer, que lo real, por un momento, deje de herirnos con su roce gratuito y algo retorne, siquiera por breves instantes, con la constancia de lo necesario.

Pero no piensen que me burlo del trabajo de la ciencia. Mucho menos que desprecie la objetividad científica: pocas cosas nos ayudan tanto a vivir como ella. Pero eso no debe llevarnos a enmascarar lo esencial: que lo idéntico no existe, que nada jamás se repite, que si la medición nos devuelve una medida idéntica a la realizada en el experimento anterior eso sólo quiere decir que nuestra unidad de medida es demasiado grosera para anotar la transformación que, inexorablemente, ha tenido lugar.

Que, en suma, lo que la ciencia llama hechos objetivos no es otra cosa que aproximaciones y, lo que llama objetos, abstracciones a las que los fragmentos de lo real realmente existentes sólo responden aproximadamente.

Y así sucede que, cuando nos internamos por esta senda de reflexión, terminamos por darnos cuenta de que lo real es la otra cara del infinito. Pues, de hecho, de lo que estábamos hablando hace un momento no era, después de todo, de otra cosa que del cálculo infinitesimal: desde que éste existe, el abismo de lo real se abre ya para siempre entre dos unidades de una misma medida, por muy próximas que se encuentren entre sí.

Ahora bien, el que las constancias que existen sean tan sólo parciales, relativas, no disminuye en nada su valor, sino todo lo contrario: pues en ellas vivimos, no podríamos hacerlo en ningún otro lugar. De ahí el valor inaudito de la aventura de la ciencia: ni más ni menos que encontrar la constancia allí donde... no la hay.

Afirmación, esta última, que puede parecer paradójica, pero no lo es realmente. Pues es, sencillamente, la deducción inevitable del enunciado mayor de la teoría del relato que pretendo formularles en el punto de llegada de esta conferencia.

Pero para poder hacerlo, permítanme que avance un par de pasos más en la caracterización de lo real. De lo real podemos decir que no tiene tres dimensiones, sino muchas más. Lo demuestra el hecho de que no cesemos de inventar máquinas que nos permiten detectar, y así descubrir, aspectos hasta entonces desconocidos de lo real. ¿Cuántas dimensiones, entonces? Creo que infinitas es la respuesta más aproximada. Pues si lo real es caos, en ello, en lo real, todo es posible. Incluso lo más peregrino.

Y si esto es así, ¿por qué no podría darse en unas pocas de entre ellas unas más o menos inciertas regularidades en las que nosotros pudiéramos vivir?

Cuando hablamos del trabajo de la ciencia hablamos de descubrimientos, pero creo que sería más apropiado hacerlo de invenciones. Pues, de hecho, si descubrimos, es porque inventamos. Toda nueva teoría científica es una invención, la creación de un conjunto de conceptos, una construcción textual. Y esa construcción textual existe no sólo en el papel, dado que en seguida se materializa en forma de máquinas que nos permiten explorar y gestionar nuevos y hasta entonces desconocidos aspectos de lo real en los que quizás, más o menos precariamente, podremos llegar a vivir.

Todos conocemos la importancia de la proposición de Heisenberg, de acuerdo con la cual en todo experimento científico el punto de observación modifica lo observado. Pero solemos presuponer, con respecto a ella, que lo observable existiría previamente al experimento como algo constante y diferenciado mientras no lo observamos. Debemos ser más precisos: no es que el punto de vista altere la realidad estudiada. Es más sensato afirmar que el punto de vista, en tanto se construye y se sostiene, conforma y, así, fija cierta realidad que, en cuanto tal, deviene observable.

O en otros términos: que lo observado nace de la voluntad, la decisión y la pericia del que lo observa.

Existe realidad objetiva, desde luego, pero sólo en tanto que la construimos. Y es más, sólo la hay en tanto que la reconstruimos todos los días, pues lo real pugna siempre por deteriorarla -dado que lo real se manifiesta en los objetos como su tendencia inexorable al deterioro.

Y la construimos, ¿con qué? ¿Con qué sino con la palabras? Ya lo hemos señalado: en el principio fue el verbo, pero antes del principio el caos de lo real estaba ya allí. De modo que hubo principio porque llegaron las palabras y comenzaron a tallar la realidad en el desasosegante mundo de lo real. Por eso, no hay mejor metáfora de nuestra aventura, la humana, que la del Arca de Noé: la cultura, la civilización, la realidad en suma, en tanto tejida por las palabras, es el arca con la que surcamos el proceloso océano de lo real.

           
5. El ser es real        
           
 

De modo que lo real sigue ahí fuera. Pero sobre todo, atendamos ahora a la otra cara de la cuestión, lo real sigue ahí dentro, como eso real que el sujeto mismo, en tanto individuo, es. Y por tanto, en la pulsión violenta que lo habita.

Y por cierto: tanto más la ciencia y la técnica logran acolchar la realidad que lo rodea, tanto más difícil le resulta al individuo localizarse en ella.

Pues, ¿dónde podría hacerlo? ¿En el signo hombre, en el signo mujer? Eso ayuda, desde luego, pero es demasiado abstracto, demasiado imaginario como para que el ser real que uno es pueda, sin más, reconocerse ahí.

Y es que ésta es, recuérdenlo, la cuestión: que el ser es real, en su radical, abismática singularidad.

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Y sin embargo, nada de eso puede escribirse en ese régimen de la identidad que es el de lo imaginario: ¿Cómo evitar delirar ahí, si nada ancla al ser en ese juego de espejos en el que sólo cabe alucinar la omnipotencia?

¿Y cómo contener su violencia cuando su envergadura crece y por tanto la madre ya no puede absorberla? No es ella, sin embargo, la que entonces está en peligro, pues el halo de la Imago Primordial la protege. Quien está en peligro es el yo del individuo, que se ve abocado a la desintegración según se aproxima al cuerpo real que, a partir de cierto grado de proximidad, la Imago Primordial ya no puede enmascarar más -la esquizofrenia será entonces el sino del estallido en mil pedazos del yo.

 
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Así, la realidad se hace añicos para el psicótico, de modo que queda instalado, de modo inmediato y brutal, en lo real. Frente a lo cual, el delirio no es otra cosa que el intento desesperado de construir un sucedáneo dialectal de realidad.

O, en el caso opuesto de la psicopatía, en el que el yo se identifica de modo absoluto con la Imago Primordial, son todos los demás los que quedan en peligro -en primer lugar todas las otras mujeres, desde luego, pero también, por qué no, todos los otros hombres- pues sobre ellos tenderá el yo a volcar su pulsión para confirmar en ellos su omnipotencia.

 
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6. El relato y el padre simbólico        
           
 

Lo real ¿no puede decirse?

En cualquier caso hay que decirlo, la palabra debe localizarlo y afrontarlo porque, en caso contrario, es la psicosis.

Desde luego, el signo no puede aprehender lo real. Pero la palabra puede localizarlo, ceñirlo y desafiarlo. Tal es lo que da su sentido y su valor a la tarea del padre simbólico.

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Pero este sólo existe en tanto que la madre lo introduce con su mirada.

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Cuando eso sucede, el yo queda desamparado, deslocalizado de su fundamento imaginario.

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La angustia, entonces, lo invade todo.

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Pero esa angustia se contiene y simboliza en forma de interrogación.

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Irrumpe entonces la primera palabra simbólica: No. Obsérvese que no hay en ella nada de metafórico.

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Es la palabra que, con el filo del cuchillo más afilado, el del significante, corta la identificación primaria.

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E introduce la desigualdad.

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La imago primordial, en tanto que desea a ese tercero al que mira, es herida -castrada, diría Freud- y queda entonces convertida en mujer.

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En mujer prohibida.

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Y por eso mismo deseable.

Pero este relato que les estoy contando sucede en el espacio.

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O bien, el espacio nace tallado por este relato.

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Pues la prohibición es también la separación física en el espacio.

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Y entonces, el lugar del que el sujeto ha sido excluido, arde.

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Arde en llamas que, porque arrasan la Imago Primordial, amenazan con desintegrar el mundo del yo.

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El sujeto corre hacia allí.

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Pero el padre se interpone en la puerta de ese espacio ya para siempre prohibido manifestándose como la encarnación misma de la palabra simbólica.

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Una palabra, la suya, simbólica, porque es, a la vez, necesariamente, real.

Es real porque es violenta: porque dice no, porque mutila la imago primordial y porque está bañada por las llamas del goce.

 
         
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Esa palabra, entonces, se hace relato.

       
           
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Y el relato permite simbolizar las llamas de lo real.

       
           
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Y así introyectar el escenario ardiente de la escena primordial en el inconsciente que por esa misma vía nace, modelado por ese espacio ya para siempre prohibido que es el dormitorio de la madre.

 
         
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  NOTAS        
     
 

(1) Kant, Inmmanuel (1781): Crítica de la razón pura. Estética trascendental y analítica trascendental, traducción: José del Perojo. Revisión: Ansgar Klein, Losada, Buenos Aires, 1973, p. 192.

(2) Wittgenstein, L. (1921-1922): Tractatus logico-philosophicus, Enrique Tierno Galván, 1957, Tractatus logico-philosophicus, Madrid:  Alianza Universidad, 1973, p. 163.

(3) Wittgenstein, L. (1921-1922): op. cit. p. 191

(4) Wittgenstein, L. (1921-1922): op. cit. p. 195

(5) Wittgenstein, L (1921-1922): op. cit. p. 201.

(6) Freud, Sigmund (1920): Más allá del Principio del Placer, en Obras Completas, tomo VII, Biblioteca Nueva, Madrid, 1974., p. 2517.

(7) Freud, Sigmund (1920): Más allá del Principio del Placer, op. cit. p. 2518.

(8) Freud, Sigmund (1920): Más allá del Principio del Placer, op. cit. p. 2519.

(9) Freud, Sigmund (1920): Más allá del Principio del Placer, op. cit. p. 2520

(10) Freud, Sigmund (1920): Más allá del Principio del Placer, op. cit. p. 2523

(*) Imágenes procedentes de Blue Velvet, David Lynch, 1986.

(**) La casi totalidad de los iconos utilizados para la confección de este gráfico proceden de Reflection Icons by Webdesigner Depot.com (http://www.webdesignerdepot.com/2010/07/200-exclusive-free-icons-reflection/)

(11) Lacan, Jacques (1953-54): El Seminario 1: Los escritos técnicos de Freud, Paidós, Barcelona, 1983; (1954-55) El Seminario 2: El Yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, Paidós, Barcelona, 1983; (1955-1956) El Seminario III: Las Psicosis, Paidós, Barcelona, 1984.

(12) Spitz, René (1965): El primer año de vida del niño, FCE, Madrid, 1984, p60.

(13) Bataille, Georges (1957): El erotismo, Tusquets, Barcelona, 1979.

(14) Wittgenstein, L. (1921-1922), op. cit. p. 193.

(15)  von Senden, Marius (1932): Space and sight: the perception of space and shape in the congenitally blind before and after operation, traducción: Peter Heath, Methuen, London , 1960.
                    
(16) Koffka, K. (1035): Principios de la Psicología de la forma, Buenos Aires 1958.

 
 
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