Trama y Fondo
VI Congreso Internacional de Analisis Textual

 

A VUELTAS CON LOS SANTOS INOCENTES: EL ENFOQUE CINEGÉTICO
Y SUS REPERCUSIONES EN EL RELATO

     
 

Felipe Aparicio Nevado
Université de Haute-alsace

 
     
 

Basta leer con la atención requerida las novelas y los relatos cortos de Miguel Delibes para percatarse de la importancia y de la omnipresencia del motivo cinegético en buena parte de su obra de ficción. La pasión de muchos de sus personajes por la caza aparece por primera vez en el ámbito ficcional en un pasaje central de El camino, novela de 1950 en la que Daniel “El Mochuelo”, en el capítulo XII, realiza el sueño de acompañar a su padre en la caza iniciática del milano que tiene lugar en el monte Rando. Desde entonces, durante más de medio siglo, la isotopía cinegética se ha infiltrado en numerosas páginas de algunas de sus novelas más señeras, ocupando un lugar destacado, tanto en el plano de las estructuras literarias como en el referencial o en el simbólico, hasta en su último texto de ficción: El hereje (1998), obra en la que vuelven a aparecer con gran fuerza narrativa algunos de los motivos obsesivos en el orbe novelesco compacto del maestro vallisoletano. No obstante, la presencia constante del elemento cinegético se produce no a la manera de un aditamento o de una extravagancia o manía de autor, sino como resorte y eje capaz de actuar al mismo tiempo en todos los niveles del relato y de configurar un conjunto coherente a caballo de múltiples relatos.  A modo de pasarela tendida entre todos y cada uno de los textos que componen el mosaico del ya mítico « morral   literario », expresión consagrada que Delibes utiliza para referirse a « aquellos trabajos ─ novelas o no ─ que se relacionan con la caza o, mejor, donde la caza se erige como tema y el cazador como protagonista » (Delibes: 1966, 9). Este fenómeno de redundancia en la variedad explica que sea tan interesante analizar los modos de inserción, los lazos y la articulación de las escenas de caza con respecto al relato-marco de pasajes tan numerosos, tan estratégicamente situados y tan polisémicos en la trama de novelas y cuentos. Pasajes que jalonan la mayor parte de la producción del novelista vallisoletano en cualquiera de sus etapas: Diario de un cazador, Diario de un emigrante, Las ratas, Viejas historias de Castilla la Vieja, “La perra”, “El amor propio de Juanito Osuna”, “Las visiones”, Los santos inocentes y El hereje, son algunos de los títulos en los que la temática se recrea en un sistema de círculos concéntricos. Dichas recurrencias contribuyen a la singular cohesión de la obra delibeana y, aunque sólo sea para desbrozar el terreno, dado que el motivo penetra hasta la médula tantos textos emblemáticos, incitan al investigador a interesarse por las conexiones intertextuales y por los fenómenos de redundancia calidoscópica que cada episodio de caza genera en el trenzado de las diferentes tramas de la obra toda entre sí.

Cabría, por supuesto, aunque sólo tengamos espacio para esquematizar, resaltar la coincidencia entre la concepción delibeana de la novela (« una novela ─ dice Delibes ─ requiere un hombre (un protagonista), un paisaje (un ambiente) y una pasión (un móvil). Estos elementos, engranados en un tiempo, nos dan una historia […] ») (Delibes: 2004, 162) y los ingredientes de su pasión venatoria personal, sintetizables en un tríptico similar: « hombre libre, sobre tierra libre, tras un animal libre » (Delibes: 1986, 128). Así como el hecho de que lo que mejor define la poética del novelista sea, en palabras de Alfonso Rey, uno de los más sagaces críticos del vallisoletano,   « la novelización del punto de vista, la recreación, desde dentro, del sistema de creencias y valores de los personajes » (Rey, 259).

Si me he permitido estas anotaciones panorámicas, a modo de preámbulo, antes de empezar a atar cabos y de centrarnos en Los santos inocentes, es porque me parecía necesario recordar que las ramificaciones de esta temática obsesiva funcionan a la vez de manera centrífuga, sustentando la coherencia de cada obra singular, y de forma centrípeta, estableciendo múltiples correspondencias y componiendo una especie de puzle en el que todas las piezas encajan a distancia a lo largo de medio siglo de creación.

Todo lo apuntado hasta aquí me servirá también para recordar y sopesar la incongruencia de algún que otro crítico. Uno de los cuales, al poco de publicarse una novela tan espléndida como Los santos inocentes, dictaminaba lo siguiente:« Los santos inocentes es, a mi juicio, una de las mejores novelas de Delibes, aunque tenga algún defecto (los relatos de caza son excesivamente largos y desajustados con el resto del relato, algunos personajes ─ el Quirce, la Nieves─ están poco desarrollados, solamente apuntados, y algunos episodios ─el de don Pedro el Périto y doña Purita─ no encajan bien en la estructura global).» (Segura, 143).

Si aplicamos tamaño juicio, que nos vale de contrapunto, a una obra tan calibrada y depurada, de una densidad tan lograda como invisible, a la capacidad sobrada de Miguel Delibes, que destaca Jesús Ferrero, para « configurar historias perfectamente estructuradas y de geometría compleja sin que esa complejidad se note ni se note su estructura » (1), a ese mecanismo de relojería que parece guiar la escritura de Los santos inocentes, a uno le cuesta, francamente, salir de la perplejidad. Dado el propósito de esta comunicación, me focalizaré solamente en el primero de los « defectos », el que atañe a la pretendida sobreabundancia de episodios de caza en la novela. Y para establecer la (im)pertinencia del supuesto desbarajuste narrativo nada mejor que esbozar algunos de los efectos o repercusiones del personaje cazador y de su imaginario en el relato.

De entrada, parece pertinente traer a colación que el enfoque cinegético resulta ante todo de una mirada. De una forma de mirar el mundo que va a configurar el selectivismo narrativo. De la manera en que la pluma del « cazador que escribe » que «apenas podría cazar si no escribiera ni podría escribir si no cazara» (Delibes: 1966, 419) filtra el universo que le rodea a través de su retina. Su biógrafo, Ramón García Domínguez, no va descaminado cuando abunda en la particular aprehensión y acotamiento verbal de su territorio mítico: « ¿la mirada delibeana, la mirada del cazador, del hombre primitivo que se asombra a cada paso y nombra las cosas por primera vez? Algo así, por eso Delibes es creador de lenguaje» (2). Resumiendo al máximo, en el caso de Los santos inocentes, cabe afirmar que la materia cinegética se perfila ante todo como un lazo fundamental entre personajes fundamentales. A la manera de una serie de nudos que enlazan los diferentes episodios y nos encamina gradualmente, a través de un vericueto de costuras transparentes en la trama, hacia el desenlace. Y, por descontado, tan abundante y sabiamente distribuida materia venatoria actúa, en un segundo nivel de lectura, como espoleta intertextual e intratextual, ya que los aguardos o esperas de esta novela remiten a los de El camino o a los de Viejas historias de Castilla la vieja, al mismo tiempo que anuncian los de El hereje en tanto que eslabón intermediario de una cadena de interconexiones y nuevos reflejos de un motivo con múltiples caras. Ilustrando todo ello ese gusto tan delibeano por la reiteración y conformando una especie de antología fabulada del universo venatorio de la literatura factual del escritor. Por lo demás, sería necesario preguntarse si, dejando de lado la presencia masiva de la atmósfera que aportan los personajes cazadores o auxiliares de caza, Delibes hubiera conseguido restituir con tanta fuerza las estructuras sociales y mentales que, según un sociólogo ilustre, revela una obra literaria en un contexto dado. Esquemas mentales que «façonné [e]s par ces structures sociales, sont le principe générateur de l’œuvre dans laquelle ces structures se révèlent» (Bourdieu, 59-60). En este caso un islote de feudalismo en la España postconciliar que obliga al escritor a situar la historia─ basada en un suceso real que Delibes conoció de primera mano (3) ─en un latifundio extremeño, por la zona de la Raya, en un contexto socioeconómico marcado por el estancamiento secular y la sangría migratoria del período histórico que sirve de telón de fondo a una historia ciertamente tremenda y, a la par, tan poco tremendista (Goñi, 60).

Ahora bien, del mismo modo que para Delibes cada historia requiere un tono y estilo únicos, que se van imponiendo a él desde la génesis misma de los temas y la búsqueda de los cauces expresivos más acordes con su configuración artística o alumbramiento, la pasión venatoria adopta múltiples modulaciones en función de la tonalidad del relato en el que se inserta y cobra vida. En la mayoría de sus obras de ficción abunda la representación de lo que ya Jenofonte, allá por el siglo IV antes de Jesucristo, calificaba de « modesta caza pedestre » (Xénophon, 14). Actividad natural y ancestral que procura a los personajes momentos de exaltación, de plenitud, de placer atávico vital, de extra-vagancia, de ingravidez en el sentido etimológico (salir de nuestros propios límites espaciales y espirituales, de la pesadumbre inherente a la existencia) que le otorga Ortega y Gasset en uno de sus ensayos de referencia sobre la cuestión:

 
     
 

Es la distracción más radical porque en ella descansa todo el hombre de la vida trabajosa en que suele estar […] al salir de caza ese sentimiento de evasión, de liberación, es a la vez un desaparecer la pesadumbre, un perder peso nuestra existencia y como si, en vez de sostenerla nosotros a pulso, fuese ella quien nos lleva en volandas. Nos sentimos ingrávidos, ligeros. A la pesadumbre sucede la alegría, y alegría ─ de alacer, en latín ─ significa originariamente el andar rápido, la ligereza, y ligero ─ de levarius ─ quiere decir sin peso (Ortega y Gasset: 1983, 454-55).

 
     
 

De entrada, llama poderosamente la atención que en Los santos inocentes el «ojo cinegético» (expresión calcada sobre « el ojo venatorio, el ojo alerta » orteguiano) (Ortega y Gasset: 2002, 58) se centre casi exclusivamente en modalidades de caza estática, poltrona, alevosa, reducida a simple tiro de escopetero por la ironía recurrente de la voz narrativa. En las antípodas de la caza en mano, leal con la pieza, practicada por Lorenzo ─protagonista de los tres diarios: Diario de un cazador (1955), Diario de un emigrante (1958) y Diario de un jubilado (1955) ─ o por Juan Gualberto « El Barbas », en ese texto híbrido y suculento que es La caza de la perdiz roja. Relato polisémico y multiforme que flota en la indefinición genérica (a la vez reportaje de caza, diario novelado, manual de caza o tratado cinegético de divulgación) y se presenta al lector como la síntesis de la mayoría de los géneros que Delibes ha cultivado o cultivará más tarde en el tratamiento del tema de la caza. 

Sin embargo, hace falta afinar más, ya que no cumplen el mismo papel los aguardos de, por ejemplo, Viejas historias de Castilla la Vieja o de El hereje, lugares de iniciación y de revelación de misterios tan absorbentes como la caza y sus rituales, que las esperas u ojeos a través de los cuales avanza la acción de Los santos inocentes, verdadera cámara oscura en la que Delibes revela los mecanismos de dominación de una casta para la que el ocio cinegético, al igual que en la Edad Media, representa el «ritual de dominación social por  excelencia» (Guerreau, 26).

Desde el punto de vista de la génesis de la novela, puede afirmarse que los mundos antagónicos de Los santos inocentes resultan de la superposición del microcosmos de dos relatos publicados en el año 1963: los cuentos «La milana» y «El amor propio de Juanito Osuna», que contienen y anuncian las grandes líneas semióticas de la novela editada veinte años más tarde. En el sentido en que de ahí, del acoplamiento de dos textos cortos, van a surgir esa trama y ese contexto ─cito a Delibes en substancia─ en el que se insertan y entrecruzan historias y personajes. En el plano de la composición, de la arquitectura narrativa, no parece temerario sostener que las escenas de caza que menudean en Los santos inocentes funcionan a la manera de una espina dorsal sobre la que se encarna el relato, y que dichos episodios se complementan y se imbrican a distancia en la temporalidad y en el espacio textual. En cuanto a la forma de atacar verbal y estilísticamente la cohabitación de dos universos radicalmente opuestos, no cabe duda de que el entorno del aguardo o del ojeo (otra modalidad cinegética señorial y estática), va a apoyarse en la generación de un foco de polisemia y, si me apuran, hasta de ambigüedad, dado que la recreación de ambos modos de caza pone de realce tanto la distancia infranqueable como la proximidad ancestral entre señoritos y criados. El mismo Delibes se lo hace notar a Javier Goñi cuando insiste en que ni Iván tiene conciencia de ser un explotador ni Paco el Bajo de ser explotado:

 
     
 

Si te fijas, y esto lo ha mantenido Mario [Camus] con acierto, en la relación del señorito con Paco el Bajo no hay conciencia por parte de aquél de que le está maltratando, ni en éste de ser vejado. Es el espectador o el lector, que está fuera de la relación amo y criado, el que advierte y se rebela contra esta injusta situación. (Goñi, 61)

 
     
 

Es el lector el que va desgranando la injusticia o, en palabras de Umbral, la «justicia    poética» final (4).

Parece claro, si se me permite la perogrullada, que esta novela emblemática de Miguel Delibes no admite una lectura unidimensional. El calado de los personajes se nos antoja mucho más complejo y ambiguo de lo que frecuentemente se ha apuntado. Ya en el libro primero, Azarías, secretario en el tollo, pela pájaros y perrero aparece inmerso en un entorno donde lo cinegético empapa hasta la toponimia. No es que le apasione la caza en sí misma, pero todo lo que gira a su alrededor ─los pájaros y los perros, esencialmente─ le atrae, apunta Delibes, como « una fuerza magnética » (Delibes: 2002, 129).  La doble focalización, la geometría narrativa compleja utilizada por el escritor para narrar los aguardos en los que participa Azarías hace posible una captación emotiva con respecto al inocente y, en paralelo, una representación sarcástica de los señoritos. En el caso de Paco el Bajo y del señorito Iván, Delibes hila todavía más fino. A través del latifundista aparece claramente el tipo de cazador hipertrofiado, enajenado y poseído por lo que Anne-Marie Vanderlynden califica de «pasión-pulsión de caza, formulada como una pulsión sexual» (Vanderlynden, 43). Tipo que aúna, además, los abusos señoriales que volverán a tratarse literalmente en El hereje («el privilegio de la caza, o el derecho de pernada») (Delibes: 2001, 28). El hijo de la marquesa va a ser perfilado por Delibes como un personaje totalmente captado bajo el prisma de su adicción a la caza. Con una escopeta en las manos desvela su personalidad profunda y el poder casi absoluto que ejerce contra los que le sirven. Sin embargo, Paco el Bajo, condicionado por las circunstancias tanto como por sus facultades sensoriales fuera de lo común, sus dotes perrunas excepcionales y su afición desmesurada, no escapa al entusiasmo y, por momentos, a la locura, de la pasión cinegética, entendida esta vez desde la ambigüedad de una pasión en sentido etimológico y crístico, en la que goza y sufre al mismo tiempo, pasando alternativamente de la gloria al infierno. Paco e Iván se configuran a partir de su relación cinegética, no exenta de una admiración mutua que sin duda parecerá paradójica a primera vista, y capaz de transformarles en víctima y verdugo. De cara a la galería, con una teatralidad cultivada, ambos se convierten en la caja de resonancia de las hazañas del otro. Todo el arte del novelista reside y gira en torno a esa capacidad para denunciar los abusos sufridos por Paco al tiempo que nos introduce en la exaltación cinegética descabellada que le hace olvidar su condición servil, su vía crucis. La perspectiva narrativa bifocal presenta de forma simultánea los mecanismos de la explotación entremezclados con la fascinación cazadora que experimentan, al unísono, el señorito y el criado. Recordemos que en una sola página Paco, durante un ojeo al que acuden la « flor y nata de las escopetas », los aficionados al «pim-pam pim-pam» de más fuste del país ─prohombres del régimen franquista, diplomáticos extranjeros, terratenientes, tiradores conspicuos consagrados por la prensa en el escalafón de las batidas de campanillas─ «se envanece, se jacta, provoca la envidia, se vanagloria y se ufana». La atracción de Paco por la caza roza lo irracional, resiste al trato vejatorio y a la crueldad mezclada de sadismo de la que hace gala Iván. Todos tenemos en mente la escena en la que en cuanto huele «el sebo de las botas y el tomillo y el espliego de los bajos de los pantalones del señorito» (Delibes: 2002, 97 y 93), se olvida de la pierna quebrada y parece dispuesto a regresar al territorio de su infortunio con la flor en el fusil y la afición intacta.

En el caso de su hijo Quirce la percepción se hace aún más sutil. Se trata de un personaje problemático, misterioso como la pitorra, el pájaro con el que le identifica el narrador: su hermetismo, su lejanía, sus silencios son los atisbos de rebelión sorda (no olvidemos que uno de los sinónimos de pitorra es precisamente “la sorda”) de un cazador virtuoso pero forzado. Mañoso como el que más pero en absoluto dispuesto a pasar por el aro de circo que le tiende el señorito Iván. De hecho, el lector no sabrá realmente si le gusta la caza o no, si su indiferencia es fingida o real.

Por lo demás, el lugar asignado a cada personaje por la práctica cinegética subvierte una jerarquía “natural” supuestamente inamovible. Las escenas de caza que el novelista encaja a distancia en el espacio textual remiten a las capas de significación más profundas del texto. Dado que la materia cinegética se presenta al lector de manera directa, como avatar literario de situaciones auténticas, pero también de forma sesgada, oblicua, simbólica, porque no hay ritual de dominación sin símbolos ni símbolos sin ritual. De este modo, al enriquecer la paleta del personaje cazador, al hacer cohabitar a los cazadores-esclavos y a los escopeteros aristocráticos roídos por el prurito cinegético y el qué dirán trasladado a la reputación en un mundillo infantilizado, el novelista explora, mediante una especie de corte a la vez vertical ─ la pirámide jerárquica de una sociedad monolítica y anquilosada ─y horizontal─ el espacio de confidencialidad del puesto de caza, el único en el que se mezclan la casta de los poderosos y la de los parias─, los resortes y la (im)postura de todo poder dictatorial, así como el mantillo de una contestación balbuciente. Pudiendo concluir desde estos parámetros que se comprende mejor el modo en que, por mediación de los códigos de un relato de caza depurado, en correspondencia contrastiva con los de su obra anterior, Delibes disecciona y conduce al lector, con escalpelo narrativo estilizado, a la entraña de un anacronismo feudal, de una situación lacerante, en la España de la segunda mitad del siglo XX y, en un plano más universal, en palabras de Esther Bartolomé, al «eterno contraste dialéctico entre oprimidos y opresores, víctima y verdugo» (Bartolomé, 41).

 
     
  NOTAS  
     
 

1 Página de Jesús Ferrero en Facebook. Consultada el 17 de marzo de 2010, cinco días después del fallecimiento de Miguel Delibes.

2 Revista El Urogallo (junio 1992), Especial Miguel Delibes, n° 73, 47.

3 He aquí la confidencia de Miguel Delibes a su biógrafo autorizado: «[…] el meollo de la historia era un personaje, un suceso y unas circunstancias reales que yo conocía de primera mano. Y que quizá por eso mismo tampoco me atrevía a dar a la luz, a causa de sus protagonistas» (García Domínguez, 457).

4 Francisco Umbral, conferencia pronunciada en la Fundación Juan March de Madrid en mayo de 1992: «Porque es de resaltar que la justicia, o la rebelión contra los atropellos de la oligarquía no parte de un colectivo, del pueblo, como en no pocas obras literarias, sino de la mano de un "inocente", de un idiota, de Azarías, que ahorca al señorito Iván porque ha matado de un tiro a su milana. Sin duda el tirano está pagando por todos los abusos cometidos, pero la sutileza de Delibes está en concentrarlo en la muerte banal y gratuita del pájaro y dejar la venganza a la iniciativa del tonto Azarías. A esto es a lo que yo llamo justicia poética, porque en Delibes no se vengan los pobres, sino los tontos y los ángeles».

 
     
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