Trama y Fondo
VI Congreso Internacional de Analisis Textual

 

 ANÁLISIS NARRATOLÓGICO DEL RELATO “LA NOCHE BOCA ARRIBA”, DE JULIO CORTÁZAR

     
 

José Eduardo Morales Moreno
Universidad de Murcia

María Isabel González Arenas
Universidad de Murcia

 
     
 

En la presente comunicación llevamos a cabo un análisis textual del relato “La noche boca arriba” de Julio Cortázar (1), utilizando los principios y los métodos de análisis propuestos por los estudios narratológicos (Todorov, Genette, Tomachevski, Bremond, Rimmon-Kenan, Pozuelo Yvancos, etc.). Para ello nos ocupamos de la estructuración textual en dos planos, real y onírico, los cuales se encuentran en una relación de dependencia narrativa semántica, así como de la configuración de los elementos que vertebran el relato, que permite explicar la solución ofrecida en principio por el texto, pero también que esa solución aparente —y que, strictu sensu, nos la da uno de los personajes— no es la única válida.

En primer lugar hemos de ocuparnos del título y del paratexto, pues son muy significativos. En cuanto al título, “La noche boca arriba”, hay que señalar que noche es un cronotopo (Bajtin: 1989, 237), es a la vez espacio y tiempo, elementos que adquieren en el relato una importancia axial, y el sintagma “boca arriba” ya nos habla de una inversión del orden, de un orden que ha sido trastrocado; se ha producido, por tanto, una modificación del espacio y del tiempo ordinarios. Por su parte, el paratexto (“Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos: le llamaban la guerra florida”) (2) nos sitúa en un episodio de la historia de México: una guerra pactada entre los distintos pueblos durante la que los aztecas salían a la caza de enemigos para inmolarlos a los dioses y ofrecerles su sangre, con el propósito de obtener su favor, y esta referencia histórica sirve a la motivación realista en los términos referidos por Tomachevski (1982, 196-200).

Este paratexto se vincula con lo que, en principio, es el sueño del protagonista, aparentemente un hombre moderno que, tras un accidente en moto, sueña que es un moteca perseguido por los aztecas. Sin embargo, a lo largo del texto hay una serie de indicios que nos van descubriendo que el verdadero sueño era el otro: el hombre herido que descansa plácidamente en la cama de un hospital. A través de este sueño el moteca intenta evadirse de su ineludible final: ser sacrificado a los dioses aztecas. En este sentido, el cuento plantea la dificultad de deslindar ciertos límites: historia/literatura, ficción/realidad y realidad/sueño, siendo esta última dicotomía la que articula todo el texto y la que plantea uno de los dogmas del surrealismo: la existencia de una realidad dual en la que no se puede separar tajantemente la vigilia del sueño (Breton: 1969, 28-29).

La dificultad de deslindar en el texto sueño y realidad viene dada por la perspectiva que adopta el narrador, un narrador omnisciente con focalización externa pancrónica (Genette: 1972, 207; Pozuelo: 1994b, 246), selectivo y lúdico, que pretende y consigue que el lector crea, al igual que lo cree el personaje, que el sueño es la realidad y viceversa. Para ello el narrador nomina y automatiza lo que en el auténtico sueño es algo raro y extraño para el indígena; así, lo que para el lector aparece inicialmente como una motocicleta, para el moteca (y finalmente para el lector) es un “enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas” (p. 234). Sin embargo, forman parte del juego del narrador los indicios diseminados por el texto, que permiten advertir la inversión de los órdenes, unos indicios que en unas ocasiones aparecen formalizados a través del discurso indirecto libre y, en otras, a través de la focalización; v. gr., cuando el narrador dice: “Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa” (p. 229), es claro que el aparato es un tensiómetro, pero con el sintagma “aparato de metal y cuero” nos situamos en la focalización del personaje, que aparece como una perspectiva extrañada (3), ya que el protagonista no puede conocer, lógicamente, el nombre del instrumento, al igual que ocurre con el “líquido opalino” (p. 229) y el “ojo protector” (p. 231), que son respectivamente una bolsa de suero y una lámpara.

Una de las características de este narrador omnisciente —y nos movemos ahora en el plano psicológico (4)— es su énfasis en la descripción de sensaciones y percepciones. Así, en la larga huida del moteca a través de la jungla, salvo algún pensamiento aislado (v. gr., “me salí de la calzada” [p. 230], en estilo directo; “quizá los guerreros no le siguieran el rastro” [p. 230], en estilo indirecto libre) predomina la descripción fisiológica de las sensaciones de miedo, desorientación, olor y sed del protagonista. Vemos de esta manera cómo el narrador no sólo abarca el mundo exterior del personaje, espacial o temporal, sino que, en estas ocasiones, se limita a mostrar lo que siente el moteca, se centra en el soma, pues el indígena no es más que un animal asustado perseguido por los cazadores. En estos casos sigue el VIII mandamiento de Horacio Quiroga: “Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver” (2004, 420).

En este mismo sentido, pero desde otra tesitura,  podemos decir con Uspensky que el narrador se sitúa “on an individual consciousness (or perception)”, lo que él denomina “the psychological point of view” (Uspensky: 1983, 81-82), que en este caso, como es interno, da lugar a una descripción subjetiva de los hechos o procesos que no permite que sepamos más de lo que el personaje percibe. Este punto de vista psicológico interno se muestra a través de los llamados verba sentiendi, verbos “which express an internal condition fuction in the text as formal signs of description from an internal point of view” (Uspensky: 1983, 85), por ejemplo: “lo que más lo torturaba era el olor” (p. 228), “Tener miedo no era extraño” (p. 228), “comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad” (p.230), “sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo” (p.230), “oyó los gritos” (p. 230), “y de golpe vio la piedra roja” (p. 234), “pero olía la muerte” (p. 234), etc.

Asimismo, esta actitud del personaje-presa y las distintas circunstancias que acerca de él nos muestra el narrador (v. gr., el amuleto y la superstición, las plegarias elementales a los dioses, lo sagrado, su creencia en un destino inevitable, etc.), así como el episodio histórico de la guerra florida, nos remiten a una concepción de mundo manifestada tanto a través del personaje como a través de la referencia de este hecho histórico: una sociedad religiosa estratificada en la que los sacerdotes inmolan a seres humanos para aplacar el hambre de los dioses, pero ante este sistema social la actitud del personaje es la resignación, pues se trata de una suerte de fatum.

La focalización del narrador es inseparable de la voz narrativa, tanto más cuanto su interrelación define la situación narrativa: estamos ante un relato heterodiegético (Genette: 1972, 252) en el que, mediante una peculiar estructura armónica, musical (4/4), se van conformando los dos niveles narrativos del texto: el diegético o intradiegético (Genette: 1972, 238), cuya instancia narrativa es extradiegética (Genette: 1972, 238; Pozuelo: 1994b, 249) y que está formado por la historia del moteca perseguido por los aztecas y por el paratexto (pues, según Darío Villanueva, el paratexto forma parte del discurso) (5), y el hipodiegético o metadiegético (6), formado por el sueño del moteca para evadirse de su realidad y que está en relación de dependencia narrativa con la diégesis, en la medida en que el sueño del protagonista está determinado por la situación en que se encuentra: el moteca se ha convertido en la presa de los cazadores y su única salida posible radica en el otro lado, ya que en su lado su destino trágico es inevitable:

 
     
 

«[…] y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala» (p. 234; la cursiva es nuestra).

 
     
 

Esta hipodiégesis cumple las tres funciones que con respecto a la diégesis establece Rimmon-Kenan (1983, 92-93): anticipatoria, explicativa y temática. La función anticipatoria la cumple porque muchas de las situaciones que se dan en el sueño anuncian lo que sucederá en el plano “real”, v. gr., los cuatro o cinco hombres que levantan del suelo al motero tendrán su correlato en los cuatro acólitos que lo levantan y lo llevan por el pasadizo; v. gr., el dolor en el brazo derecho del motero provocado por el accidente y la posterior sujeción del brazo enyesado mediante cuerdas y poleas anticipa la situación en la que el moteca está aprisionado con sogas e intenta liberarse, soportando un dolor intolerable; v. gr., el hombre de blanco que se acerca al motero accidentado con un objeto brillante en la mano anticipa al sacrificador con el cuchillo de piedra en la mano; v. gr., la lámpara violeta que se va apagando y que al motero le parece un ojo protector preludia el despojamiento del amuleto protector del moteca. En cuanto a la función explicativa, en la hipodiégesis hay diseminada una serie de indicios que nos advierte del juego del narrador y nos hace ver que lo que parece sueño es realidad; estos indicios, como ya señalamos, vienen dados bien por el discurso indirecto libre, bien a través de la focalización del personaje, con sintagmas como “ojo protector” (p. 231), “líquido opalino” (p. 229), “aparato de metal y cuero” (p. 229), “algo que brillaba en la mano” (el bisturí; p. 228), etc.; e incluso nos permite entender todo el relato en clave neofantástica, al hablarnos de esos huecos, de esos intersticios a través de los cuales el lado de allá se filtra en el lado de acá (7), cuestión ésta a la que luego nos referiremos. Por último, en cuanto a la función temática, nos ocuparemos más adelante de las analogías y contrastes entre los dos niveles textuales, pero podemos anticipar algunas analogías y dicotomías: luz/oscuridad, calma/miedo, la calzada de la ciudad frente a la calzada de la jungla; olores asépticos, casi neutros, frente a olores elementales y desbordantes, etc.

El discurso aparece ordenado en una estructura paralela mediante secuencias complejas(Bremond: 2006, 99-101) que se alternan y finalmente se funden conformando la característica esencial del texto: la unión de los dos planos, realidad y sueño. La estructura del texto podemos definirla como estructura enlazada, en la medida en que van alternando fragmentos pertenecientes al sueño y fragmentos pertenecientes a la realidad a través de una serie de nexos:

 
     
   
     
 

Así, la primera secuencia (S1: desde el comienzo hasta “hizo una seña a alguien parado atrás” [pp. 226-228]) se vincula con la siguiente (S1’: desde “Como sueño era curioso” hasta “saltó desesperado hacia delante” [pp. 228-229]) mediante el recurso de la anestesia: el protagonista paciente cree comenzar a soñar cuando, en la sala de operaciones, le ponen la anestesia, aunque es en ese instante cuando deja de soñar y se encuentra, de nuevo, inmerso en su primaria realidad; y decimos de nuevo porque hay que suponer una elipsis implícita (Genette: 1972, 140) que abarcaría hasta el momento, anterior en el tiempo, de la declaración por los sacerdotes aztecas de la guerra florida. La tercera secuencia (S2: desde “Se va a caer de la cama” hasta “y suspiró de felicidad, abandonándose” [pp. 229-230]) enlaza con la anterior S1’ a través del salto, y con la siguiente S2’ a través de la sensación de abandono, embotamiento y confusión. Esta secuencia S2’ enlaza con la siguiente (S3: desde “Es la fiebre” hasta “se iba apagando poco a poco” [pp. 231-232]) mediante el movimiento brusco que le produce la soga, similar al que le produce la fiebre. La secuencia S3 se enlaza con S3’ (desde “Como dormía de espaldas” hasta “el centro de la vida” [pp. 232-233]) mediante la posición en que duerme: boca arriba, y también por el amuleto: la luz violeta de la lámpara (que en el discurso indirecto libre aparece como un “ojo protector”) se iba apagando en el plano “onírico” porque, en el plano “real”, sus enemigos le han arrancado el amuleto y, con él, toda luz, toda esperanza de salvación. Entre las secuencias S2’ y S3’ se produce una elipsis, ahora explícita (Genette: 1972, 139), que, precisamente, es el hueco, el intersticio que la hipodiégesis explica: al igual que en el accidente el motero sabe que hay un vacío entre el choque y el momento en que lo levantan del suelo, el moteca tampoco recuerda nada entre el momento en que los aztecas lo atrapan en la jungla y el momento en que se despierta boca arriba en el suelo de la mazmorra; al igual que al motero lo levantan dos veces (del lugar del accidente al hospital y de la camilla al quirófano), al moteca también lo levantan dos veces (del lugar en que es apresado a la mazmorra y de la mazmorra al altar del sacrificio). El paralelismo entre ambos planos es perfecto.

Esta secuencia S3’ enlaza con S4 (que abarca desde “Salió de un brinco” hasta “no llegó a tomarla” [pp. 233-234]) mediante la evasión: en el discurso indirecto libre que hay al final de S3’ (“y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida” [p. 233]) se nos informa del deseo del personaje de salir de la situación en que se encuentra, pero la única salida, una vez que no tiene su amuleto, consiste en refugiarse en el sueño, y por ello S4 comienza así: “Salió de un brinco a la noche del hospital” (p. 233), i. e., consiguió dormirse, si bien apenas consigue mantenerse dormido unos instantes, en los que sueña que estira la mano para coger una botella de agua (una botella que ya tiene “algo de burbuja, de imagen traslúcida” [p. 233] y, por tanto, aparece con tintes oníricos), pero en ese momento se produce la fusión completa entre los dos planos y sus dedos se cierran, no ya sobre la botella, sino en el vacío del pasadizo por el que lo conducen al sacrificio.

La alternancia de estos dos niveles narrativos se lleva a cabo a través tanto de paralelismos y contrastes semánticamente expresados, como de acciones “reales” que tienen su correlato en el plano “onírico”. En su intento por evadirse de una realidad inevitable, el protagonista sueña, en un principio, encontrarse inmerso en un clima relajado y feliz. Para ello, el texto nos ofrece numerosas marcas textuales que inciden en ese contraste semántico del que hablamos. En cuanto a las sensaciones, dependientes de su mundo interior, pueden ser alteradas con un esfuerzo volitivo, y, por ello, el personaje cambia la oscuridad de su realidad por la luz en su sueño, el clima asfixiante de la jungla por un viento fresco y, de la misma manera, la multiplicidad de olores, tan fuertes y elementales en la realidad, se reduce en el sueño a un olor a hospital y a sopa. Pero las acciones y sus consecuencias no son tan fáciles de subvertir, por lo que, junto con ciertas acciones que sólo se dan en el sueño, aparecen otras que dependen de las acciones que se desarrollan en la realidad, si bien sutilmente modificadas por el contexto onírico, resaltándose de este modo el paralelismo entre los dos niveles. Así, el desvío a la izquierda del moteca o del motero (obsérvese la similitud morfológica entre ambos vocablos) representa la fatalidad en ambos casos, o la posición del personaje en los dos lados: tendido boca arriba en la oscuridad de la noche, verdadero leit motiv que el narrador acentúa como pista sutil para que el lector se dé cuenta de que el sueño es la realidad y viceversa. De esta manera, el personaje repite o revoca en el sueño aquellos aspectos de la realidad que lo empujan al límite.

 
     
   
     
 

Creemos importante hacer hincapié en el uso que el narrador hace de un elemento, real y simbólico a la vez: la luz, que se vincula también con el tiempo y con el espacio del relato. El texto está atravesado por una gradación semántica descendente en el plano “onírico”, hasta alcanzar la tiniebla absoluta que rige el plano “real”. En el plano “onírico” son varios los sintagmas diseminados en cada secuencia los que nos muestran esta degradación de la luz: desde el inicial sol que “se filtraba entre los altos edificios del centro” (p. 226), pasando por “el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala” (p. 229), por “caía la noche” (p. 229), por “los ventanales de enfrente que viraron a manchas de un azul oscuro” (p. 230), por “la penumbra tibia de la sala” (p. 231), por “la luz violeta de la lámpara en lo alto” que “se iba apagando poco a poco” (p. 232), hasta “la noche del hospital […] la sombra blanda que lo rodeaba” (p. 233). Como vemos, la semántica de este plano “onírico” nos conduce inexorablemente hacia la oscuridad constante del plano “real”: la oscuridad progresiva del plano “onírico” converge finalmente con la oscuridad del plano “real” (una convergencia de la iluminación que determina el paso definitivo e irreversible de aquel plano a éste), y va acentuándose cada vez más a medida que se reduce el espacio vital del moteca, simbolizando la caída de la noche la hora de su muerte, así como la presencia de la luz, simbolizada por el amuleto y la lámpara violeta en cada uno de los planos, es metáfora de la vida.

Hemos dicho que la luz se vincula con el tiempo y con el espacio, y ello porque a menos luz en el plano “onírico” corresponden menos tiempo y menos espacio vital del protagonista en el plano “real”. Es curioso cómo el relato comienza dándonos unas coordenadas espacio-temporales precisas (en el hotel, a las nueve de la mañana) que progresivamente se van difuminando y quedan, finalmente, reducidas a un cronotopo: la noche, en un hospital / en un templo. En ciertas palabras del sueño del moteca encontramos algo esencial para entender la fusión de tiempos y espacios que ofrece el relato, así como el punto de inflexión, el intersticio por donde entramos en el territorio de la neofantasía. El personaje intenta acordarse de cómo se produjo el accidente, pero hay algo que se lo impide: “un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar [...] un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada” (p. 231). Estas palabras encuentran su correlato en el momento inicial, en el que nos instalamos en el otro lado al comienzo del texto: “Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión.Fue como dormirse de golpe” (pp. 226-227). Sin embargo, y en contra de lo que pueda parecer en una primera lectura, el personaje no atraviesa tiempos, sino espacios, lo que nos lleva necesariamente a establecer una conexión, incluso una identidad, entre pasado y presente en ese otro lado donde coexisten los tiempos pero tratados como espacios: un tiempo espacializado. Así lo reflejan los pensamientos del personaje: “Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas” (pp. 231-232). La sensación de que ese hueco hubiese durado una eternidad y, lo que es más, de que en ese hueco hubiese recorrido distancias inmensas, nos lleva directamente al concepto bergsoniano de durée (Bergson: 1925, 90-92; 2004, 93; Pozuelo: 1989, 172-173; Bobes: 1985, 153 y 191-195), a cómo los personajes viven los hechos, al llamado “tiempo vivido”, pues se trata de una vivencia subjetiva del tiempo (un momento como una eternidad) en la que tiene lugar la materialización espacial del tiempo como dimensión (un momento como distancias inmensas), lo cual es perfectamente allegable a la consideración de Todorov acerca del tiempo pluridimensional de la historia frente al tiempo lineal del discurso: “En la historia varios acontecimientos pueden desarrollarse al mismo tiempo; pero el discurso debe obligatoriamente ponerlos uno tras otro” (Todorov: 2006, 180).

Hemos hablado de un tiempo espacializado, pero también está presente la concepción de la vida del ser humano como tiempo: la vida del moteca está en peligro durante el tiempo que dura la guerra florida, y la duración de ese tiempo depende exclusivamente del decreto de los sacerdotes aztecas.

Siguiendo con el tratamiento del tiempo, hay que decir, en cuanto a la frecuencia, que estamos ante un relato singulativo (Genette: 1972, 145-146), en el que “se cuenta una vez lo que ha pasado una vez” (Pozuelo: 1994b, 264), con la excepción de un fragmento en el que asistimos a un relato repetitivo (Genette: 1972, 147), en el que se cuenta dos veces lo que ha pasado una vez, con la particularidad de que la segunda vez que se cuenta el accidente asistimos a un cambio de modalidad, y pasamos del estilo indirecto al estilo indirecto libre: cuando el motero trata de recordar el tiempo que transcurrió entre el choque y el momento en que lo levantaron del suelo cuatro o cinco hombres. Este momento “onírico” tiene su correlato en el plano “real” cuando el moteca “se sintió alzado siempre boca arriba tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo” (p. 233), poniendo así de manifiesto, una vez más, el paralelismo entre ambos planos.

Si el tiempo aparece espacializado, el espacio tiene, en consecuencia, un papel fundamental, de modo que la descripción de objetos en el plano “onírico” cumple una serie de funciones que nos ayudan a comprender la historia (8): una función demarcativa, que presagia un desarrollo, como ocurre, entre otros ejemplos, con “la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra” (p. 228), una radiografía que anticipa “el olor a humedad y a piedra rezumante de filtraciones” (p. 232) de la mazmorra y el altar, “la piedra roja” (p. 234), donde será inmolado el moteca; una función dilatoria, v. gr. la descripción de la avenida por la que circula el motero; y una función simbólica o explicativa, v. gr. el párrafo inicial, donde la información que se proporciona no sólo crea un ambiente sino que establece un contraste en relación con el otro nivel narrativo en la descripción de elementos como el sol y el viento fresco, frente a la oscuridad y el agobio de la jungla.

Además, y como ya hemos anticipado, el espacio vital del personaje se va reduciendo progresivamente al compás que aumenta la oscuridad, pasando en ambos planos de un espacio más extenso y menos intenso a otro menos extenso y más intenso. Así, de una situación inicial, en el plano “onírico”, de luz radiante y libertad, se pasa a un hospital una vez que el sol ya está bajo, con un brazo enyesado y la lámpara apagándose; paralelamente, en el plano “real”, el moteca se aparta de la calzada en la noche sin estrellas y, una vez atrapado por los aztecas, es despojado de su amuleto, queda recluido en una mazmorra y es llevado al altar, donde será inmolado.

Es precisamente al ser llevado al altar cuando el moteca comprende su confusión entre sueño y realidad, y es en este despertar del moteca cuando el lector toma plenamente conciencia de la actitud del narrador: un narrador objetivo y distanciado que no se implica ni emite juicios de valor, y cuya actitud permitiría incluso otra lectura del texto, i. e., que no sólo sea el motero el sueño del moteca, sino que también sea el moteca el sueño del motero, y ello porque la revelación final del cuento, que produce el conocido efecto de knock-out (Cortázar: 2002, 14), pertenece a la perspectiva del moteca, pues se narra en estilo indirecto libre:

 
     
 

«Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras» (p.234; la cursiva es nuestra).

 
     
 

Esta doble lectura que ahora se plantea estaría reforzada, por un lado, por el paralelismo entre ambos niveles narrativos, un paralelismo que consiste prácticamente en un trasvase de motivos adaptados a las correspondientes coordenadas espacio-temporales y, por otro lado, por la presencia, en ambos niveles, de ese hueco o intersticio durante el cual el motero y el moteca no recuerdan nada pero saben algo, si bien el motero, hombre moderno del siglo XX, sabe más que el moteca: el motero se interroga acerca de ese lapso de tiempo y llega a la conclusión de que, más que tiempo, fue espacio lo que recorrió durante ese intervalo; el moteca, hombre primitivo, sin embargo, no se interroga acerca del tiempo que ha pasado entre su caída a manos de los aztecas y su despertar en la mazmorra, y no se interroga precisamente por el carácter elemental de sus procesos mentales: se limita a comprender que ha sido capturado.

Otro argumento que podemos alegar para la defensa de esta doble lectura es el de las formas verbales: en ambos niveles hay un predominio del pretérito perfecto simple para referirse a las acciones que llevan a cabo tanto el motero como el moteca, frente al predominio del pretérito imperfecto para referirse a situaciones u objetos que rodean a los protagonistas. Como sabemos, el pretérito perfecto simple y el pretérito imperfecto están en una correlación aspectual terminativa, i. e., el perfecto simple “indica el proceso con su término” mientras que el imperfecto “indica el proceso sin su término” (Alarcos: 1987, 63). El empleo de estas formas verbales acentúa el paralelismo entre ambos niveles narrativos; además, el paralelismo se refuerza todavía más cuando advertimos lo siguiente: al final de cada una de las secuencias se produce un paso del pretérito perfecto simple al pretérito imperfecto (con la salvedad de que en el paso del que hemos llamado plano “onírico” al plano “real” el narrador se ve obligado a retomar el perfecto simple porque viene exigido por la estructura de su discurso), y en ese tránsito de una a otra forma verbal se interpone el deíctico ahora:

—Plano “onírico”: «Salió [...] Pensó [...] Jadeó [...]gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía[...]» (p. 233; la cursiva es nuestra).
—Plano “real”: «[...] vio [...] apretó [...] creyó [...] y cuando abrió los ojos vio la figura[...] Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto [...]» (p. 234; la cursiva es nuestra).

Pero, y lo que es más, el cuento de Cortázar, puesto que sólo puede resolverse en clave neofantástica, nos deja en esa suspensión propia de lo fantástico, porque si la solución se nos presentase clara y razonable, lo fantástico se esfumaría (Todorov: 2005, 23-35): “Lo fantástico ocupa el tiempo de esta incertidumbre […] es la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales, frente a un acontecimiento en apariencia sobrenatural” (Todorov: 2001, 48). La verosimilitud del relato queda garantizada, en cualquier caso, por dos estrategias discursivas: la posición del narrador y el expediente del sueño.

La doble lectura que se puede inferir del texto alcanza tintes de límites inabarcables en la frase final, que abre la interpretación hacia la multiplicación, hacia el símbolo del espejo que multiplica a los hombres con el fin de confundirlos, como decía Borges (2002, 14; 2005, 117-118), porque, en realidad, ¿cuál es el ser real; cuál, el soñado? Y, todavía más importante: si un hombre sueña a otro hombre pero no está seguro de quién es él, si el soñado o el real, ¿podemos establecer con seguridad un límite tajante entre realidad y fantasía? Esa es, precisamente, la idea, la concepción de mundo que Cortázar nos quiere transmitir: ¿cómo podemos saber que no estamos soñando si no despertamos? o, como muy bien expresa Borges en su cuento “Las ruinas circulares” (Borges: 2002, 56-65), ¿cómo podemos saber que no somos el sueño de otro hombre? El cuento nos deja en una incertidumbre e imprime con este final una “vuelta de tuerca” más a la interpretación inicial de que es el moteca el que sueña, el que está en el plano “real”, y ello porque no merece suficiente credibilidad. Distinto sería que fuera el narrador el que nos dijera al final que era un sueño del moteca, pero no olvidemos que el narrador nada confirma y nada desmiente, y que sólo tenemos las palabras y la certeza del moteca de que él es el ser real y el otro es el soñado. Pero ¿podemos estar seguros de ello? Creemos que no: ya la propia indecisión del moteca durante todo el relato, su confusión en lo más esencial —la percepción del yo— nos hace dudar de la veracidad de sus palabras, y más si interpretamos las hogueras como lo que son: los fuegos que arden en lo alto de la pirámide. Ahora bien, si seguimos el camino que el texto nos ha trazado, podemos decir que las hogueras son las luces del quirófano del hospital del plano “onírico”, pero ¿no se cruzan una vez más las percepciones de estos dos seres? El sintagma “mentira infinita” (p. 234)ya nos está llevando a una ausencia de conclusión: ¿morirá el moteca? Porque, si la mentira es infinita, no existe una verdad y quizá nuestros personajes estén soñándose mutua y circularmente hasta la noche de los tiempos...

En cualquier caso, no debe olvidarse que este relato, como todo texto literario, tiene un estatuto ficcional (Pozuelo: 1993, 11-14), aunque la literatura, a veces, arroje luz sobre qué es y qué no es la realidad.

 
     
  NOTAS  
     
 

(1) Citamos por la edición de 2001: “La noche boca arriba”, en Los relatos, 1: Ritos, Alianza Editorial, Madrid, pp. 226-234.

(2) La guerra florida, también llamada de “los enemigos en casa” se instauró en el año 1454, un año especialmente duro para los pueblos aztecas (Orozco, 1978: 249-250). La falta de alimentos, el hambre y la peste diezmaban a la población y los reyes aliados de México, Texcoco y Tlacoplan pactaron con sus enemigos —Tlaxcalan, Cholollan, Huexotzinco, Atlixco, Tliluhquitepec y Tecoac— “que desde aquel tiempo en adelante se estableciese que hubiesen guerras contra la señoría de Tlaxcalan y la de Tetzcuco con sus acompañados y que se señalase un campo donde de ordinario se hiciesen estas batallas y que los que fuesen presos y cautivos en ellas se sacrificasen a sus dioses, que sería muy acepto a ellos pues como manjar suyo sería caliente y reciente, sacándolos de este campo”, ya que las víctimas normales para el sacrificio, los cautivos de las guerras, llegaban “muy a espacio y debilitados” (Ixtlilxochitl, 2000: 169), además de que “á nuestro dios no le son gratas las carnes desas gentes bárbaras” (Durán, 1867: 238).

(3) Con esa perspectiva consigue la desautomatización postulada por los formalistas rusos. Vid. Sklovski, 1970: 55-70.

(4) Es decir, relativo al comportamiento humano en cuya descripción “we find revealed the internal processes (thoughts, feelings, sensory perceptions, emotions) which are not normally accesible to an external observer” (Uspensky, 1983: 83).

(5) “PARATEXTO. El conjunto de elementos verbales —títulos de la obra, de sus capítulos, notas, marginalia, etc.— o incluso gráficos —retratos, dibujos, croquis, ilustraciones en general— que acompañan al texto novelístico propiamente dicho y que por lo tanto forman parte del discurso” (Villanueva, 1989: 195).

(6) A la diferencia terminológica se refiere Pozuelo (1994a: 233). Genette llama a este relato subordinado metadiegético (1972: 238-239), mientras que Rimmon-Kenan lo denomina hipodiegético (1983: 91 y ss.).

(7) Sobre la concepción cortazariana de lo fantástico, vid. Córtazar, 1982.

(8) A las funciones de la descripción se refiere Pozuelo (1994b: 259-260), y este cuento de Cortázar es otro ejemplo de que “nunca o casi nunca se dan estas funciones aisladas. A menudo convergen todas” (Pozuelo, 1994b: 260).

 
     
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