Trama y Fondo
VI Congreso Internacional de Analisis Textual

 

 

RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO: DERECHO NARRATIVO Y VOLUNTAD DE SENTIDO

     
 

Juan Manuel Fabre Segura

 
     
 

“... el relato más puro y originario, el de la voz que da sentido a
un modo de vida y presenta una propuesta de habitabilidad
capaz de iluminar el caos inmediato en que nos agitamos”.

Félix de Azúa, Lecturas compulsivas.

 
     
 

Comenzaré con una muy breve presentación de Rafael Sánchez Ferlosio, y no porque no sea un escritor lo suficientemente conocido, sino porque en muchos casos se le conoce solamente como el autor de la novela El Jarama, que le consagró en las letras españolas, o de la obra Industrias y andanzas de Alfanhuí.

Sin embargo la mayor parte de la obra de Ferlosio no es de carácter literario, sino ensayístico. De hecho, tras escribir El Jarama -entre octubre de 1954 y marzo de 1955– abandonó la escritura de ficción para, como él mismo nos cuenta, “sumergirse en la gramática y en la anfetamina” y retirarse de la circulación para consagrarse a altos (o bajos) estudios gramaticales durante 15 años. Para ello le bastó la “irresistible sugestión teórica y expositiva” del psicólogo y lingüista Karl Bühler, y quizá “algo de horror o repugnancia por el grotesco papelón del literato que, tras el éxito de El Jarama, se cernía como un cuervo sobre mi cabeza”. (Sánchez Ferlosio: 1997, 75).

En su escrito autobiográfico La forja de un plumífero, publicado en el monográfico que la revista Archipiélago le dedicó en su número 31 de 1997, escribe: “Nunca me lo he pasado mejor que aquellos 15 años -del 57 al 72- de gramática, casi en exclusiva, y de mayor furor grafomaníaco”. (Sánchez Ferlosio: 1997, 76).

Cuento esto porque de este periodo es de dónde surge el texto del que aquí me voy a ocupar y que, escrito en 1968, se publicó por vez primera en 1974 por la editorial Nostromo. El libro lleva como título Las semanas del jardín. Se compone de dos partes: la semana primera y la semana segunda, publicadas por separado en su primera edición y que en las reediciones de 1981 en Alianza (la que yo voy a utilizar) y en la de 2003 en Destino aparecen conjuntamente (según Ferlosio había una 3ª semana empezada pero que ya debe de estar seca o podrida en no sabe qué cajón). Mi ponencia se va a centrar exclusivamente en la 1ª semana.

En el teatro, cuando un actor olvida la frase que le toca decir e improvisa otra cualquiera para que la obra continúe, lo que en el teatro se llama “meter una morcilla”, su partenaire buscará una respuesta congruente con dicha frase y ambos intentarán encontrar lo antes posible un camino de retorno al texto verdadero, de tal manera que “se trenzará al costado del texto, como un frondoso remanso marginal, un diálogo moroso, ocioso, inocuo y acaso un tanto estupefacto, casi como entre dulces planteles de flores y delicados arriates de boj y de aligustre. A esto se le llama en el lenguaje de los cómicos «meterse en un jardín»”. (Sánchez Ferlosio: 1997, 13).

Pues un jardín de este estilo es precisamente la escritura de Ferlosio, para placer de unos y disgusto de otros. Una escritura vagabunda, hipotáctica y compleja, al tiempo que acrisolada, hermosa y cuidadosamente calibrada, que se dispersa de un asunto a otro por entre las cuestiones que van surgiendo al hilo de las reflexiones sobre cualquier asunto, como los meandros y afluentes de un río por el que navegáramos.

Como muy bien dice Tomás Pollán en su texto La pasión del conocimiento, leer a Ferlosio es como convertirse en compañero de viaje de sus largas expediciones hacia las cosas, viaje cuyos avatares exige, para contarse, un léxico preciso y variado y una sintaxis complejamente articulada.  (Pollán: 2004).

Así pues, de mi expedición por el frondoso jardín de la semana primera, voy a intentar extraer y resumir algunos de los rasgos definitorios de lo narrativo y de la voluntad de sentido que le acompaña, según el pensamiento de Rafael Sánchez Ferlosio.

Todo empieza con la rememoración de una película: Revuelta en Haití (filme estadounidense de 1952 cuyo título original fue Lydia Bailey), que vio Ferlosio en los tiempos en los que aún iba al cine, y que le hizo caer en la cuenta de un preciso valor significante derivado del mero orden de sucesión narrativo o expositivo. Este, a su vez, como veremos, se asocia a otra convención, la de concebir la narración como un todo completo y unitario.

La película, como su propio título sugiere, trata de la revolución en Haití, que culminará con su plena independencia. Los acontecimientos están contados desde “la anécdota del consabido anglosajón que, llevado al lugar por la invisible mano del destino, se ve de pronto arrebatado en el torbellino de la situación y acaba jugando en ella un papel activo y relevante”. (Sánchez Ferlosio: 1981, 22).

Nuestro héroe recorre la selva de la isla y en ella se producen dos encuentros claves, uno al principio de la película y otro al final. El primero es con un “mulato abyecto y sanguinario que mandaba a una cuadrilla de forajidos”. El segundo es con “un venerable negro de barba y pelo blancos, (...) iluminado, virtuoso y paternal”. (Sánchez Ferlosio: 1981, 26). El director nos los caracteriza de tal modo que no haya equívoco posible sobre lo que se debe pensar y sentir sobre ellos desde el instante mismo en que aparecen.

El punto que le interesa aquí a Ferlosio es el siguiente: la secuencia antes referida hace que la “verdadera revolución” sea, automáticamente, tanto para el protagonista como para el espectador, la representada por el segundo personaje, y esto únicamente por haberse manifestado en segundo lugar, es decir, que el valor intencional de la película depende exclusivamente de un factor de sucesión (o de montaje, en el caso del cine). Dicho factor se manejará a efectos de determinar el sentido de la historia.

Claramente nos encontramos aquí ante una convención tácitamente implicada en la lectura de dicha sucesión, ante un esquema formal automáticamente proyectado por la actividad interpretativa de los espectadores, es decir, ante una clave hermenéutica preestablecida.

Intentemos formalizar lo que nos dice u “ordena” esa precisa convención:
A) entiende lo primero en el orden como la superficie y lo segundo como el fondo.
B) entiende la superficie como la apariencia y el fondo como la verdad.
C) entiende lo primero en el orden como la apariencia y lo segundo como la verdad.
D) y si encuentras contradicción entre lo primero y lo segundo, deberás atenerte a lo segundo. (Sánchez Ferlosio: 1981, 28).

Descubrimos aquí una manera típica y universal de concebir la narración. Esta se concibe como una suerte de penetración en las entrañas de algo organizado en forma de cebolla:  la cebolla que el cuchillo corta toca primero las capas más externas y luego las más internas. (El modelo contrario, señala Ferlosio, sería el que nos da el marido de la cebolla: el ajo, en el que todos los dientes son equidistantes del centro y la superficie).

Al hablar de fondo y superficie está claro que tenemos que estar hablando de una sola cosa, de algo que forma una unidad ¿Y qué es? Pues no es otra cosa que la unidad de sentido y de verdad que se atribuye a la narración.

La narración se nos presenta por lo tanto como un todo completo y unitario. Se produce una totalización del texto.

Y en este todo, en esta unidad, el orden toma fuerza de argumento.  Este orden es hasta obligatorio en las fábulas en las que se realice un certamen o competición: el vencedor debe aparecer siempre en último lugar  En el texto La forja de un plumífero, Ferlosio nos propone dos conocidas fábulas como ejemplo: la del desafío entre Ricardo Corazón de León y Saladino, y la del desafío entre el sol y el viento a ver quién era capaz de quitarle la capa al hombre. Cito la primera de ellas a modo de ilustración: “«El príncipe Ricardo puso en pie un tocho de tronco de roble y usando a guisa de hacha su mandoble lo partió en dos de un solo formidable golpe; Saladino echó al aire un chal de seda y cruzándolo al vuelo con su cimitarra lo hizo llegar al suelo cortado en dos mitades». Es evidente que si invirtiésemos el orden de actuación de los dos campeones, no tendríamos fábula, porque iríamos de más a menos, y el sentido exige ir de menos a más: la fuerza primaria, directa, bruta no es más que pura fuerza a secas, y no tiene otra sorpresa que dar más que la de la mera magnitud; es la fuerza secundaria, indirecta, sutil, la que sí, en cambio, puede darle una sorpresa a la primera. La convención del orden de sucesión de las acciones o actuaciones es aquí idónea, necesaria para el sentido mismo de la fábula y para su intención”. (Sánchez Ferlosio: 1997, 83).
Pero volvamos a nuestra película. Esa verdad final, ese hecho postrero, tiene la peculiar característica de desustantivar y convertir en apariencia todo hecho contradictorio que le haya podido preceder.  El primer encuentro en la selva, aún dándose en el mismo lugar y en el mismo contexto, aparece como no válido, como carente de entidad y realidad, en definitiva, como ilusorio, frente al último encuentro final que entraña la verdad.

La desustantivación implica la conversión de los hechos a meros datos.

Es decir, que ya no son cosas, seres o acontecimientos autosuficientes sino meros datos acerca de otra cosa y que se anulan los unos a los otros, en una especie de contabilidad argumental. Se produce una desfactificación: la facticidad se convierte en una ilusión. Junto al factor de sucesión debemos resaltar otro factor que Ferlosio llama los índices escatológicos, en los que se plasma la univocidad ontológica de la persona, que no puede tener o ser más que una verdad. Esto podemos apreciarlo muy claramente, por ejemplo, con los personajes novelescos y sus comportamientos. “Hay una concepción estrictamente novelesca de los comportamientos, en el sentido de que no se les concede a las personas otra dimensión ni otra figura que la que adquieran en la trama en cuestión (…) Se diría que toda su vida y pensamientos, sus sueños y vigilias, no trazan otro signo, no pintan otra figura ni se llenan de otro contenido que aquellos que les presta su unívoca inscripción en tal contexto narrativo. Arrebatados de sus existencias por el violento viento del sentido, quedan subordinados funcionalmente al todo, objetivados en puros valores funcionales en las entrañas de ese todo integrador; toda la ambigüedad circunstancial de intenciones y designios, toda la multivocidad de lo real viene sacrificada en holocausto del sentido, que logra perfilarse únicamente a través de semejante hechizo reductor”. (Sánchez Ferlosio: 1981, 89).

Nos hallamos ante resortes automáticos para encauzar y fijar ya de antemano, en un único sentido obligatorio, la acción interpretativa de los espectadores.

Lo que estamos viendo es que en el lector, espectador, o contemplador genérico, se da siempre una determinada disposición receptiva. Debemos recalcar que esta no reside en las obras mismas, sino en la disposición con la que sus destinatarios las reciben. Porque cuando nos enfrentamos a algún artefacto cultural no lo hacemos nunca “desde cero”, sino que, por el contrario, este recibirá ya un sentido desde una determinada convención.

Esa convención, ese esquema, que hemos dicho que reside en el lector o espectador, se da “como latente presupuesto que franquea y lubrifica, u obstruye y desorienta, las vías del comprender”. (Sánchez Ferlosio: 1981, 62).

A este modelo de comprensión lo llama Ferlosio esquema primario en las disposiciones del lector, el cual funciona a modo de prejuicios. La existencia de otros modelos diferentes que funcionan con diferentes presupuestos no desvirtúa en absoluto la vigencia de ese esquema primario, pues sería precisamente lo suspensión o infracción de dicho esquema el que los posibilitaría. Por eso Ferlosio hablará de derecho literario o derecho narrativo, y lo localizará en las convenciones previas del lector.

Es en dicho derecho, constituido en una especie de receptáculo, donde toma el hecho sentido.
¿Cuál es el origen de ese derecho narrativo? ¿Cómo se produce? Dicha cuestión, a decir de Ferlosio, es una “selva oscura” en la que prefiere no adentrarse aunque apunte varias hipótesis:
a) que tenga fundamentos extra-literarios, como las estructuras mismas de la vida.
b) que se encuentre insinuado en la mera organización del medio lingüístico.

c) que desde el punto de vista ontogenético puede ir asociado acaso a las lecturas infantiles.
d) o que probablemente se origine en la confluencia de todos estos factores y algunos más. (Sánchez Ferlosio: 1981, 65).

El narrar no es patrimonio exclusivo de los literatos pues pertenece a los dispositivos funcionales de la lengua común: cualquier hablante puede ponerse en la actitud de narrador. Esa actitud lingüística del contar, del narrar, es bien distinta del mero notificar, informar o poner al corriente. Su esencia consiste en la reconstitución de una experiencia singular. Ferlosio postula pues la narración como:
a) una forma primaria e irreductible del lenguaje común.

b) una actitud lingüística precisa disponible para todo hablante.

c) una organización especifica del medio lingüístico, que dispone de recursos gramaticales habilitados y polarizados ex profeso para ello. (Sánchez Ferlosio: 1981, 66-68).
En la organización de la trama, por ejemplo, se da la condición de que todos los personajes y elementos se refieren a un personaje central que otorga unidad de sentido al relato, una polaridad que hace de instancia unificadora del sistema y produce una centralización referencial.
Una forma sencilla de poner a prueba la “cláusula” del derecho narrativo que exige la centralización de la narración es a través del llamado “cuento de la buena pipa”. Este es el ejemplo urdido por el  propio Ferlosio: “Había una vez un hombre que tenía un primo de nombre Sempronio, que vivía en una casa construida por un albañil casado con la hija de un labrador dueño de un campo en el que cierta tarde un cazador, cuya escopeta había sido arreglada en una armería donde los martes por la tarde, etc.” (Sánchez Ferlosio: 1981, 76).

En este “cuento”, por así llamarlo, tenemos un relato que en absoluto podemos calificar de inconexo ni de gramaticalmente incorrecto y cuyo efecto lúdico y de sorpresa surge precisamente de que defrauda las expectativas que el auditor del cuento había creado, faltando cualquier atisbo de centralización y encontrándonos por ello ante un texto absolutamente descentrado.
El texto se nos aparece como aberrante sólo desde la idea previa de narración en general, o lo que es lo mismo, desde esa convención de la narratividad que aquí estamos mostrando.
La predisposición, a partir de ciertas señas, de que estamos ante una narración, conlleva una postura típica del receptor, que este encuentra ya preparada y configurada entre los protocolos del lenguaje.
En el cuento de la buena pipa se da una pura contextualidad gramatical vacía, no apoyada por sentido alguno, porque dicho sentido se encuentra, precisamente, en la unidad misma, en esa especie de campo gravitatorio en el que el texto gira y se organiza desde una polaridad privilegiada que remite a una voluntad de sentido común al narrador y al receptor. Son corrientes circulares en las que el autor participa y parte de los aprioris del lector.

Por otro lado, el ejemplo más alejado del cuento de la buena pipa lo encontramos en esos relatos en los que se da, de un modo extremo, la centralización, en los que todo está atado y subordinado al centro de un modo poderosamente necesario.

En estos relatos encontramos:
a) una radical centralización
b) una aplastante coherencia del relato
c) una absolutización del centro de coordenadas
d) y una total autosuficiencia del sentido. (Sánchez Ferlosio: 1981, 88).

 
 

 

 
 

“Cuando no queda ningún dato gratuito, ninguna ramificación que no revierta al texto motivante y motivado, ninguna circunstancia que no ejerza su estricta determinación causal, aparece invertida la relación entre facticidad y sentido, con el efecto de que la primera, que había de ser justamente lo explicado, queda desnaturalizada y convertida en ilusoria, como un mero soporte sensorial para su propia explicación: el qué no es ya más que el fantasma o el ruido del por qué”. (Sánchez Ferlosio: 1981, 89-90).

 
     
 

La narración se nos aparece entonces como un artefacto que nos permite hacer frente a los hechos, a la facticidad que nos rebasa y nos devora, cargándonos de razón frente a ella e imponiéndole un sentido del que en sí misma carece. El relato, como un barco bien carenado, nos permite salvar el “alma del naufragio en el mar del sinsentido”. (Sánchez Ferlosio: 1981, 90).

Dar sentido consiste fundamentalmente en “despejar la opacidad de lo que se padece por el recurso a (...) una mitologización de la facticidad”.  (Sánchez Ferlosio: 1981, 91). (El subrayado es mío).

El medio narrativo sería el instrumento para llevar dicha  mitologización a cabo: porque sólo refractado en el prisma del lenguaje el acontecer despliega el espejismo del sentido.  (Sánchez Ferlosio: 1981, 91).

La narratividad se nos presenta pues como uno de los expedientes más comunes de la racionalización, en el sentido psicoanalítico de la palabra (que es, a decir de Ferlosio, poco proclive al psicoanálisis, y según señala en una nota en la página 91 “el único hallazgo afortunado, o, al menos mínimamente creíble, de toda la bizantina fantasmagoría psicoanalítica”).

¿Y qué “gana” el sujeto con ese proceso racionalizador, qué es lo obtiene? Pues la idea de sentido, frente a una realidad que se le enfrenta y ante la que no cabe más recurso que una regresión a la mitología. En esto, la subjetividad no hace sino reproducir la racionalizada sinrazón de lo objetivo, su mitologizada irracionalidad. “Se construye con los propios elementos de un conflicto un edificio capaz de autosustentarse, en el que el alma encontraría una imagen más o menos satisfactoria de aquello que la oprime (…) Tan humilde es, por tanto, la respuesta a la sinrazón  que se padece, que desautorizar tales racionalizaciones con el recurso al arbitraje de la objetividad sería pedir al sujeto una capitulación sin condiciones frente a ella, desposeerlo de la última ventaja que a su vez se concede en la propia transacción: la de hacer funcionar esas ideas en sentido partisano” (Sánchez Ferlosio: 1981, 92) La objetividad misma es pues origen, y a la vez sustento, mediante los mecanismos del lenguaje, de esa racionalización por el sentido que Ferlosio considera como una clara mitologización de la realidad, pero al mismo tiempo necesario “refugio” o “salvavidas” para el sujeto. “¿Quién sino la objetividad habría preparado para sus propias víctimas ese precario «modus vivendi» que consiste en apacentarse de viento, para que sobrevivan bajo su satrapía? La subjetividad viene a reproducir, con su primitivismo, justamente la racionalidad de lo objetivo, esto es, su racionalizada sinrazón, su mitologizada irracionalidad, con lo que al cabo se convierte ella misma en reflejo y agente, en cómplice y propagador de la propia ferocidad que la hostiga y obnubila, eslabón de esa racionalidad que se asegura así de que el circuito no quede interrumpido en punto alguno”. (Sánchez Ferlosio: 1981, 92). Tras las razones se encubre la sinrazón. La racionalización narrativa se ha fraguado para sobrevivir en la realidad, o, dicho inversamente, la realidad se ha transfigurado en mitología para poderse sobrellevar por la conciencia.

 
     
  BIBLIOGRAFÍA  
     
 

SÁNCHEZ FERLOSIO, R. (1981): Las semanas del jardín, Alianza Editorial, Madrid.

SÁNCHEZ FERLOSIO, R. (1997): «La forja de un plumífero», Archipiélago, 31, Madrid, 71-89.

POLLÁN, T. (2005): «La pasión del conocimiento», Rafael Sánchez Ferlosio, escritor. Premio Cervantes 2004, Universidad de Alcalá, Alcalá de Henares, 46-51.

 
     
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