Trama y Fondo
VI Congreso Internacional de Analisis Textual

 

HISTORIAS PEQUEÑAS DE GENTES PEQUEÑAS: APUNTES PARA UNA TEORÍA DEL PERSONAJE

EN LA NOVELÍSTICA DE JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO

     
 

Alicia Nila Martínez Díaz
Universidad Complutense de Madrid

 
     
 

A la hora de estudiar los personajes en la obra novelística del escritor José Jiménez Lozano han de tenerse muy presentes una serie de cuestiones nucleares a través de las que se vertebra la poética de este autor. El propósito de esta comunicación es enunciar de una forma breve y concisa cuáles son esas ideas en torno a las cuales pivota la concepción de José Jiménez Lozano acerca de sus personajes dentro de la narración.
En un primer término, hay que considerar la importancia categórica que tienen para este autor los “Pequeños relatos”. En oposición a los “Grandes Relatos” de la Modernidad, Jiménez Lozano ha reivindicado a lo largo de su larga trayectoria literaria la grandeza de las historias pequeñas.

La inclinación de Jiménez Lozano por lo menudo y frágil deviene de su creencia en el inmenso poder reactivo que se contiene en las páginas de un relato pequeño. Según el abulense, “lo específico del relato pequeño y fragmentario, es decir, no falseado y redondeado, no tocado por ningún demiurgo fabricante de mundos, es paralizar la Historia entera que inútilmente los Grandes Relatos han querido eternizar en una relampagueante instantánea; y mientras el Gran Relato es repetitivo, el pequeño o relato verdadero es único e inolvidable; siempre es capaz de hacerse patente y de afectarnos como un hachazo” o como -concluye el escritor más adelante- “como un milagro” (Jiménez: 2003, 87).

Por tanto, además de ser su opción preferencial en el momento de narrar, Jiménez Lozano tiene el convencimiento de que es en los relatos pequeños donde radica la esencia de la vida del hombre. Las miserias, grandezas, temores y anhelos que mueven a los hombres están contenidos en esas historias mínimas que él rescata para sus lectores con la paciencia y el arte de un escriba antiguo.

Esta conciencia subversiva respecto del “Gran Relato”, que refrenda una constante actualización de las pequeños historias, preside, como no podía ser de otra manera, la concepción estética de este autor. Jiménez Lozano es consecuente con su opción ética de narrar las historias silenciadas y olvidadas por los poderosos de la tierra. Por ello, el escritor castellano se postula heredero de una larga tradición de cuentistas que arranca cuando el narrador del libro del Éxodo escoge contar la historia de Siphrah y Puah, dos jóvenes y compasivas parteras que salvaron a muchos de los recién nacidos varones hebreos, en lugar de narrar los esplendores de la corte de faraónica.

Se trata, en definitiva, de “una opción estética de contar lo más hermoso de él, y comporta una opción ética que se constituye en protesta contra la injusticia y en la esperanza de liberación de ésta. O si se quiere, es una ética, en primer lugar, que sólo puede ser expresada en la estética de un pequeño relato, que es el que únicamente puede revelar su belleza.” (Jiménez: 2003, 72). Son caminos de ida y vuelta, como muy bien subraya el propio autor: una opción estética que comporta una determina valoración ética y viceversa.

Incardinados en estos rigurosos presupuestos, los personajes lozanianos son gentes humildes, sencillas y menospreciadas por los señores del mundo. Ellos saben bien que la púrpura y los oropeles no suelen revestir a la grandeza y a los buenos sentimientos, sino que muy por el contrario, arropan las mayores atrocidades. Por este motivo, no vamos a encontrar a los protagonistas de las novelas de Jiménez Lozano en escenarios de poder. En contraste, en la novela Ronda de noche la señora Claudina escarba en el vertedero de la ciudad para subsistir. Tesa trabaja en un consultorio perdido en mitad de la selva de Cienfuegos, como se relata en Carta de Tesa, y César Lagasca, protagonista de Un hombre en la raya, lleva una existencia anónima e intrahistórica en el pueblo fronterizo de Atajo.

La condición de exilio voluntario de todos ellos respecto al mundo y la moral impuestos por un sistema injusto no es en absoluto una casualidad. Estos personajes, así como otros muchos que pueblan las páginas de la novelística de José Jiménez Lozano, son outsiders respecto de las fórmulas vigentes. La circunstancia que los define como parias de la tierra y, por tanto, renegados de la Historia oficial, les otorga su función principal: oposición al sistema y las normas preestablecidas.

Dentro de la narración en que aparecen, se encargan de darle la vuelta al marcador. Ellos son los fiduciarios del mensaje de los acallados y olvidados por el discurso oficial. Las monjas del convento de Port-Royal, cuya historia se narra en la primera novela de este escritor, Historia de un otoño, se niegan a firmar el formulario en el que se retractan de las tesis jansenistas. A pesar de que las autoridades civil y eclesiástica acabarán aplastándolas y destruyendo el convento, ellas continuarán diciendo “no”, oponiéndose a unas leyes despóticas cuya única finalidad es socavar y menospreciar la conciencia y la voluntad del individuo libre y soberano de su propia alma.

En un momento especialmente dramático de esta narración, el cardenal de Noailles explica el sentimiento que alienta la rebeldía de las monjas de Port-Royal: “Estar abofeteado, escupido, azotado, crucificado… y RESISTIR, decir, NO. Resistir ante todas las potencias del mundo y del infierno, desde la cruz y la humillación, antes que renegar de la propia conciencia. ¡Y esas monjas pueden!” (Jiménez: 1971, 73).

Parábolas y circunloquios de Rabí Isaac Ben-Yehuda cuenta la historia de un desconocido rabino que se rebela también contra una sociedad hostil que no sólo no acepta a los judíos, sino que se deleita humillándolos. La audacia de este hombre llegará al extremo de celebrar un juicio contra su propio Dios, por permitir que semejante escenario de odio y destrucción se propague a lo largo y ancho del mundo. Ben-Yehuda increpa así a Yahvé:

 
     
 

“Tengo que acusar al Todopoderoso que deja que su pueblo muera. Tengo que acusar a Adonai de haber seducido a Israel y a cada hombre que viene a este mundo con el cebo de lo resplandeciente y su promesa. Tengo que acusarle de escribir su amor en los libros y de practicar su abandono en la realidad. A Ti te acuso y a Ti clamo.” (Jiménez: 1985, 79).

 
     
 

Doña Teresa Soldati hace naufragar la boda de su sobrina Ángela, en la novela La boda de Ángela. Su propósito es el de desmontar toda la tramoya y fanfarria mundana y superficial que el vizconde y padre de la joven ha organizado en torno a la celebración con el fin de lucrarse a través de la unión de su hija. Por eso, cuando el vizconde abandona desairado la ermita, Doña Teresa exclama, “-Creo que nos hemos arruinado del todo, y con este escándalo de la boda hemos roto todas las amarras con el mundo-” (Jiménez: 1993, 154). Con esta acción, la matriarca de la familia Lizcano se opone en nuestra contemporaneidad al dominio inicuo que los poderosos continúan ejerciendo sobre los más desprotegidos e inocentes.

En Teorema de Pitágoras, las doctoras Marta Estévez y Cristina Dínesen, junto a meré Agnés, combaten con su labor en la clínica de la misión donde trabajan la desolación reinante en un continente africano saqueado por la avaricia, la lujuria y la vileza de los de los todopoderosos de este mundo. Ellas son conscientes de que además de ejercer la medicina y curar los cuerpos enfermos, también ha de cuidarse el espíritu de las gentes oprimidas. Por ello, cuando en los momentos de desaliento Marta pregunta a la monja por el propósito que las ha llevado hasta allí, meré Agnés contesta: “Recomponer cuerpos, remendar calcetines, cultivar flores, cuidar un gatito, hablar de Petrarca a un ignorante, sonreír, la oración. Dormir la siesta. Cenar sopa de tomillo.

 
     
 

-Indagar- decía Cristina” (Jiménez: 1995, 56). 

 
     
 

Con estas actividades humildes y aparentemente intrascendentes, las tres mujeres se enfrentan a los hombres del traje blanco que integran la tertulia del Gran Hotel. Encarnación grotesca en esta novela de la corrupción de los poderosos.

Los ejemplos son muchos, casi tantos como los títulos de la novelística de José Jiménez Lozano, y por falta de tiempo no puedo reseñar más. Sin embargo, creo que a partir de los nombres citados se transparenta con claridad cómo a través de sus discursos y acciones todos estos personajes defienden una forma de ser y de estar en el mundo claramente beligerante con el estatu quo vigente.

Independiente del tiempo y lugar en que se sitúe la narración, bien sea la contemporaneidad, bien la Edad Media o incluso, en pleno siglo de las Luces, Jiménez Lozano nos traslada historias de gentes pequeñas. Historias de gentes que no ocupan cargos importantes, pero cuyo poder va mucho más allá de las escrituras oficiales. Porque “cuando el pequeño relato les da la palabra, esos seres de desgracia y espera encuentran ciertamente la forma más bella y adecuada, de tal modo, que un narrador no puede hacer otra cosa que escuchar y aprender (…) Mientras se escucha o se lee el relato, lo que se narra en él y sus personajes están, verdaderamente, en el ombligo del universo” (Jiménez: 2003, 87)

Todos ellos tienen la capacidad de cuestionar lo establecido y de “deconstruir” con sus propias manos los Grandes Relatos de la Modernidad. Con su humilde presencia, estos personajes apuntan directamente a la línea de flotación del discurso heredado de la Modernidad. Así, los personajes de Jiménez Lozano se constituyen, en cierta medida, como la encarnación literaria de la postura ética y estética sobre la que se asienta toda la obra de este escritor y de la misma manera que Siprah y Puah, aquellas dos comadronas egipcias, se constituyen en serios oponentes de un mundo injusto en el que se castiga a los débiles y se premia a los poderosos.  

Ahora bien, podría parecer que la consecución de tales personajes, redondos, rotundos y fuertes, cuyas espaldas parecen capaces de soportar el peso del universo entero, exige de grandes y oscuras artes quirománticas. Sin embargo, no es así. Con toda la honestidad intelectual que le caracteriza, José Jiménez Lozano no tiene pudor en confesar que él no “crea” a sus personajes, como si fuera un demiurgo. Su método consiste en escuchar atentamente las voces que inopinadamente le sorprenden con sus historias.

 
     
 

“Por mi parte al menos, no podría decir de donde viene la vieja de ‘El grano de maíz rojo’, por la que me han preguntado, y sí sé de dónde viene el Luisillo de ‘El acompañante’, pero es como si viese las cosas en neblina o las escuchara en susurro, entre otras razones quizás porque procuro no introducir para nada mi “yo” en esos relatos y no cuento nunca mi memoria, sino la memoria de los otros, que es la única importante” (Jiménez: 1990, 13).

 
     
 

Por lo tanto, cabe decir que la poética de Jiménez Lozano, en lo que a sus personajes se refiere, se basa en el encuentro y no en la creación teledirigida y predeterminada por unos objetivos a cumplir en la narración. Entre otras muchas cuestiones, este autor tiene muy claro que sus personajes son algo más que “caras verdes y cuerpos de madera” (Jiménez: 2008, 25), como dice citando a su amigo y crítico Enrique Andrés Ruiz.
Plenamente consciente de la muerte de los “Grandes Relatos” y del estrepitoso fracaso del proyecto ilustrado de la Modernidad, Jiménez Lozano escribe desde la lateralidad historias pequeñas de gentes pequeñas. Historias con rostro humano, propugnando así una concepción del personaje literario en la que quede fuera todo psicologismo y demiurgia. Un pensamiento que reniega del actual modus operandi literario en el que “todo es psicología personal y social, accidentalidad, rostro y alma lisos, el hombre feliz y redondo del que habla Nietzsche y del que no puede contarse nada, porque no le pasa nada y el mundo también es puramente accidental” (Jiménez: 2008, 27).

Además de la función de oposición que los personajes protagonistas desempeñan dentro de la sintaxis narrativa, existen otros medios a través de los que Jiménez Lozano construye y privilegia el elemento del personaje frente a otras categorías de la narración. Enuncio de forma breve algunas de las más sobresalientes y recurrentes en la narrativa del autor.

Una de ellas es mantener al personaje principal en estado de latencia. Es decir, que el personaje no aparece durante la mayor parte de la narración. Esto sucede en dos de los títulos que aquí he señalado, La boda de Ángela y Carta de Tesa. En la primera, Tesa, destinataria de la carta que le escribe su hermano en forma de novela, no llega a aparecer en la celebración de la boda frustrada de su sobrina. Y en el segundo título, Tesa está también ausente en América, recuperándose de la violación sufrida, y no vuelve a España hasta el final de la historia.

Otro medio del que se sirve Jiménez Lozano para hacer de los personajes el elemento central de sus narraciones es la diseminación de sus rasgos principales. Jiménez Lozano no habitúa a hacer retratos uniformes de los personajes, en donde tanto el carácter como la apariencia física y la función del mismo dentro del relato queden claramente establecidos. En algunas ocasiones, sí que el lector tiene acceso a cierta información, como cuando describe a Juan de Yepes en El mudejarillo. Pero en la mayoría de las historias son más los datos que narrador y personajes escamotean que aquellos que desvelan.

Esta omisión enlaza con otra de las formas a través de las que Jiménez Lozano construye a sus personajes: el silencio. Por una parte, está el silencio que mantienen los propios personajes, con lo cual una de las principales fuentes de información, su interacción con otros personajes del relato, queda anulada, y por otra, está el silencio que el narrador mantiene hacia el personaje. Con ello, se promueve la participación activa del lector para completar los “huecos” que hay dentro de la “etiqueta semántica” (Bobes: 1993, 60) que es cada personaje, además de incrementar el horizonte de expectativas del lector, aguijoneándole con el aura de misterio que envuelve al protagonista.

Estas son algunas de las estrategias mediante las que Jiménez Lozano presenta a sus personajes y los configura como los centros neurálgicos de la historia. Quizá ello se deba a que él tiene muy claro que “nada hay más importante en el mundo para el que la narra, y nada debe haber tampoco para quien la lee o escucha que los personajes de ella, que deben ser tan grandes como Aquiles, Eneas, Beatriz o Edipo, y debe mostrarnos, como Virgilio a Dante, el cielo, el infierno, y el purgatorio del mundo, y también del trasmundo donde la esperanza humana parece a veces tener su exilio, o su reino”. (Jiménez: 2003, 159).

Para concluir, quiero hacer un último apunte referido a una de las nociones fundantes para cualquier escritor y que, a su vez, está en relación con la cuestión de la que aquí me estoy ocupando. Ésta es la de por qué se escribe. En el caso de Jiménez Lozano, contamos con varios testimonios del propio autor, que ha reflexionado larga y detenidamente acerca de su labor de escritor.
Tanto sus cuentos como sus novelas, se ocupan tenazmente de contar las vidas de unos personajes aparentemente insignificantes, con el objetivo de dar testimonio de sus sufrimientos, pero también de sus esperanzas. La cuestión, como decía, es ¿por qué elige José Jiménez Lozano dar voz a los que no la tienen ni la han tenido? Pues sencillamente.

 
     
 

“Porque es memoria de hombre que murió bajo el látigo o en la esperanza y su vida está inconclusa, exigiendo la compensación ética de su narración. Porque los que no tuvieron voz y nunca fueron, o como si no hubiesen sido, deben ser traídos mediante el narrar al ombligo de la historia para que sean escuchados. Porque ellos solos pueden decir algo nuevo y desmontar nuestra realidad de ahora mismo, poniéndola en cuestión, sacándonos de ella y llevándonos a algún castillo de cristal en el aire, que debe ser realidad y lo es, cuando logramos asentarlo en lo real con palabras verdaderas (…). Por eso se narra, y para eso se narra. Y eso es lo que se narra” (Jiménez: 2003, 27).

 
     
 

Con estas palabras, Jiménez Lozano nos traslada su fe y su fascinación por el pequeño relato y por las pequeñas gentes que los habitan, así como la razón última y primera que orienta toda su escritura: contar, sencillamente, lo que él llama “historias de hombres”, sabedor de que mientras haya hombres habrá necesidad de relatos.

 
     
  BIBLIOGRAFÍA  
     
 

Bobes Naves, M.C. (1993): <<El personaje novelesco: cómo es, cómo se construye>>, El personaje novelesco. Mayoral, M. (coord.), Cátedra, Madrid.

Jiménez Lozano, J. (2003): El narrador y sus historias. Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, Madrid. 

  • (1971): Historia de un otoño. Destino, Barcelona.
  • (1985): Parábolas y circunloquios de Rabí Isaac Ben Jehuda (1325-1402). Anthropos, Barcelona.
  • (1990) <<La reconstrucción del recuerdo>>, La balsa de la Medusa, 14, Madrid.
  • (1993): La boda de Ángela. Seix Barral, Barcelona.
  • (1995): Teorema de Pitágoras. Seix Barral, Barcelona.
  • (2008): Personajes creados y personajes encontrados. CEU Ediciones, Madrid.
 
     
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