Trama y Fondo
VI Congreso Internacional de Analisis Textual

 

Metaliteratura: teoría y crítica en la literatura mexicana

     
 

Norma Angélica Cuevas Velasco
Universidad Veracruzana

 
     
  Escenario literario y perspectiva teórica  
     
 

En la tradición moderna, la autoconciencia se plantea como una forma derivada de la capacidad que un objeto/sujeto tiene para referirse a sí mismo. Este movimiento de la obra hacia la obra pone de relieve su identidad y podría decirse, desde la hermenéutica, que enfatiza el automovimiento del juego que la sostiene como obra de ficción, tal y como sucede con el arte moderno en general. La teoría literaria se ha encargado de estudiar este fenómeno desde distintas perspectivas y si bien las divergencias entre ellas son numerosas,  no puede negarse que hay un acuerdo tácito en llamar metatextualidad  a este fenómeno, propio de la tradición moderna, de inserción de un texto en otro texto con la intención de evidenciar que en los productos culturales, artísticos o no, el lenguaje es capaz de hacer un quiebre en lo que tenemos por “real” y dar paso así a otra realidad ya sea para confundirlas, para oponerlas o para complementarlas como si una fuera la extensión de la otra.
           
Frente a esta tradición literaria ocupada abiertamente en señalar que el ser de la literatura y sus posibilidades de existencia están en un espacio separado y distante de la abrumadora realidad como lo son el sueño, el deseo, la fantasía o la locura, se instala otra tradición, no menos recurrente ni con menores efectos de fascinación. Esta otra tradición ha mantenido vivo su interés por consagrar lo real, la realidad del acontecer cotidiano, como la única dimensión capaz de dar origen, casi por casualidad, a la escritura literaria. Se trata de una simple y leve vuelta de tuerca que transforma la certeza del aquí y el ahora en un universo misterioso dentro de esa inmediatez de lo real. En ambas tradiciones, sin embargo, se vislumbra una perspectiva similar, aquélla que se ocupa de confrontar la relación metafórica entre el mundo real y el mundo de ficción.

Tanto en su vertiente lírica como en su vertiente narrativa es posible reconocer, en el amplio flujo de la literatura latinoamericana, obras con esta doble intención: la de ser textos con absoluta autonomía ficcional (mundos posibles) al tiempo que dan origen a la exposición de un pensamiento literario, es decir, este tipo de (meta)literatura da cabida a la reflexión teórica sobre el quehacer literario en  tanto poiesis. Quizá no sea aventurar demasiado si partimos de la idea de que este tipo de escrituras, si bien se apropia de una serie de fenómenos culturales identificables como experiencia por parte del lector –sea como tema de sus narraciones, sea como la actividad intelectual más importante en se ocupan sus personajes–, la escritura de estas obras (narrativas sobre todo) tiene cabida, dentro de la propia ficción, como un arrebato, como un salto en la realidad entre las demás actividades que demanda la cotidianidad.

Para observar la permanencia de este fenómeno literario, propongo detenernos aunque sea un poco en dos libros de dos diferentes autores: uno nacido en Alejandría pero arraigado en México y uno mexicano; el primero es Fabio Morábito, poeta y narrador de las letras mexicana; el segundo es Enrique Serna: guionista, ensayista y narrador; ambos, además de cultivar la reflexión teórica sobre el acto de la escritura en la escritura, exploran distintas aristas temáticas y formales.

 
     
  Atisbos sobre la obra de Fabio Morábito  
     
 

En la escritura de Fabio Morábito, la metaliteratura realiza distintos recorridos y adopta distintas formas para llegar a la reflexión literaria. La cotidianidad o el quiebre de ésta parece ser el pivote preferido de la voz narrativa: un día de paseo a un parque de diversiones, la lectura de una revista para el llenado de un crucigrama, la corrección de un manuscrito, una cena de empleados con un prominente hombre de negocios, el desencuentro de una pareja a causa de las obligaciones laborales, la suspensión de un duelo entre caballeros a falta de buena armadura, la desmitificación de los héroes de la cultura clásica en boca de un testigo interesado por transformar en habitación el caballo de Troya, son actividades de muy diversa índole que Morábito consigue despojar de cualquier conjetura de afectación y las presenta simples, pero enmarcadas por una fina línea irónica que da relieve al juego lúdico que lleva consigo el lenguaje literario.

En la escritura de Fabio Morábito todo acontece entre objetos habituales y escenarios propios a la realización del trabajo, la convivencia entre amigos o el ensimismamiento de la soledad; pero esta nitidez aparente de lo inmediato no es sino la apertura de la sospecha de que otra versión de lo real está por incorporarse a la vida de los personajes para, de paso, instalar al lector en otra realidad que ya, aunque se insista, no es la de la vida común, la que se vive día a día. La certeza de una y otra dimensiones de lo real se rompe y en esta ruptura tiene lugar una hendidura; es, efecto, una grieta; una grieta que por lo abrupto de su aparición hace posible el juego de la creación; allí se recupera el asombro de la sorpresa; allí se juega a que la escritura tiene las claves para entender la realidad. En la obra de Morábito la realidad no es más insólita que la escritura y ésta no es menos real que la realidad de la que se ocupa.

El año 2006 la editorial Tusques publica de Morábito Grieta de Fatiga, un volumen de quinde cuentos, cuyas narraciones transcurren en el espacio de la cotidianidad y desde allí generan, casi de manera imperceptible, el deseo por romper con esa realidad tan inmediata, tan cercana, la realidad ordinaria. Los finales sorpresivos de las narraciones resultan ser una interpretación de las huellas, de los indicios o de las marcas de esa “grieta de fatiga”, las cuales fueron desatendidas en el momento de su aparición, pero que vistas en conjunto, en retrospectiva, son la falla que da cuenta de las falsas especulaciones y juicios que un personaje hace de otro. Es la perspectiva casi lírica del narrador la que nos permite advertir estas fallas, estas grietas de fatiga en el aparente continuo de la cotidianidad; es la ligereza de lo cotidiano la que ciega toda posibilidad de advertir la fragilidad de las verdades y de las certezas con que deseamos explicar el propio mundo de lo cotidiano. 

A esta realidad de lo inmediato se suma, como parte de ella, insisto, la escritura: es esta la realidad de la mayoría de los personajes que habitan los cuentos de Grita de fatiga. Voy a circunscribir mi comentarios este aspecto: a la presencia de la escritura, ya sea en pleno ejercicio creativo, ya sea como distracción o incluso como interpretación, como reveladora de la realidad en que se hallan los personajes y por la cual son sorprendidos, y que los hace sentirse burlados por su propia ingenuidad  o, al menos,  falta de malicia ante las huellas de ciertas fallas que por no ser atendidas a tiempo terminan lanzándolos a una grieta, que no es más que la representación metafórica de caer en la realidad del otro. De este talante son “El valor de roncar”, “Las correcciones, “Los crucigramas”, “La cigala” y “los búlgaros”; cuentos en los cuales se desmonta la certeza del aquí y del ahora, es decir, donde se desmorona la cotidianidad y se edifica la realidad de la escritura al tiempo que la escritura da sentido a la cotidianidad. El elemento lúdico, por supuesto, no está ausente y Fabio Morábito lo sabe aprovechar para dar un final siempre desconcertarte, inesperado a sus cuentos. Comento primero “El valor de roncar” y enseguida “Los búlgaros”.

Gloria, esposa de Humberto y madre de dos niñas, está decidida a recuperar su interés por la escritura y para el efecto decide pasar un  fin de semana de cada mes en la habitación de un modesto hotel para escribir. Escribir para ella se acompaña de un rito: colocar su laptop en el centro del escritorio, oscurecer la habitación cerrando las cortinas con el propósito de trabajar en la penumbra de la media luz de una lámpara. Los intentos por escribir una buena historia son varios y todos la dejan con una enorme desazón: ella misma reconoce que no había historia sino apenas páginas escritas. Mientras la hebra de la narración se aparece, distrae el paso de esta espera en llamadas por teléfono; llena de fastidio decide bajar nuevamente al pequeño bar del hotel, pero antes de lograrlo se encuentra con Miguel, compañero de la Universidad que publicó por la misma época en que ella lo hizo, una novelita. Ambos buscan recuperar aquella escritura y piensan que sólo pueden hacerlo alejándose de la rutina en que los ha atrapado la cotidianidad.

 El cuento está contado por un narrador extradiegético que focaliza la historia en el personaje de Gloria; de Miguel sólo sabemos lo que ella le deja saber al narrador. A pesar de la mezcla de desconfianza y curiosidad que hay de ella hacia él, Gloria termina por confesarle que no ha podido escribir nada y en una actitud crítica sobre un capítulo que él decide leerle, asegura que

 
     
 

el verdadero escritor escribía con palabras robadas; que escribir era como saquear, pues sólo las palabras robadas son reales. No sabía muy bien lo que quería decir con eso, pero le complació que Miguel escribiera al margen de una hoja: ‘robarse las palabras’ y, al ver que cómo el otro pendía de sus labios, fue todavía más lejos: la creación, dijo, es un mito; todo es préstamo, es más rapiña, y el escritor es una bestia carroñera. (1)  

 
     
 

La idea de compartir lo que han escrito o pensado escribir en esos retiros en el Beverly termina por convertirlos en amantes; los fines de semana, cada vez menos espaciados, se convirtieron en un ir y venir de una habitación a otra hasta que Gloria decide dormir toda la noche con Miguel, quien fracasó en su intento por evadir la propuesta argumentando que roncaba. Gloria aseguro no importarle pues tenía la intuición de que Miguel le ocultaba algo y estaba resuelta a descubrirlo. “Él, cuando a la mañana siguiente fue a verla a su habitación, notó el cambio. Te lo advertí, era mejor que cada uno durmiera en su cuarto, le dijo. Dios, no sé cómo Marta puede aguantarte, le dijo ella. Se ha acostumbrado, dijo él. Yo no podría, repuso ella (2). Los comentario hirientes se hicieron cadena; él regreso a su habitación y llamó a su esposa; Gloria pegó, como siempre, su oído a la pared y ésta vez sí consiguió escuchar con claridad la conversación. Temió perder esos encuentros que era la forma de mantener viva la esperanza de escribir: “Comprendió cuán a fondo dependía de aquellos encuentros para conservar la ilusión de que aún podía escribir y cuánto necesitaba el ritual de sacar la laptop de su estuche, cerrar las cortinas y encender la lámpara del escritorio”(3). Pero junto a este temor, su intuición se transformó en certeza: el ronquido no fue sino una estrategia para despistarla. “Miguel la había engañado. Había fingido roncar para empujarla fuera de su habitación y quitarle las ganas de pasar otra noche con él. Y entendió el motivo… Su amigo, después de que cada uno se retiraba a su habitación, encendía su laptop y mientras ella dormía o luchaba por dormir, él, al otro lado del muro, disimuladamente, avanzaba en su libro”(4). Gloria comprendió que la seducción en la que cayó tuvo como móvil neutralizarla como escritora, el propósito fue robarle sus palabras, de modo que sin avanzar más allá de su dos paginitas, ella también “estaba volviendo a escribir” (5).
           
Algo similar sucede en “Los búlgaros”, él es el investigador del Archivo General de la Nación y escritor de cuentos; ella, su esposa Elisabeth, es una suerte de guía de turistas que atiende a delegaciones de búlgaros, provenientes de Sofía: los instala en el hotel, hace los recorridos con ellos y está pendiente de cuanto pudiera ofrecérseles. El fin de semana en que los búlgaros llegaban al aeropuerto sale publicado un de sus cuentos en la revista La Bisagra, una de las mejores revistas literarias del país. Las ocupaciones de su esposa parecen empujarlo a buscar en su amigo Rubén los comentarios para su cuento, pero éste no lo hace porque está consternado por la muerte  de Uranga. El fin de semana transcurre lento para el personaje protagonista, lo envuelve una extraña sensación de celos por Elisabeth a causa de que ésta se viste, se maquilla y perfuma delante de él pero sin dejarse tocar porque el tiempo para atender a los búlgaros se le viene siempre encima; celos también de que Rubén haya postergado el comentario de su cuento a causa de la muerte de Uranga,  joven poeta  a quien no tenía en gran estima y en consecuencia imaginaba que Rubén tampoco.

 
     
 

Sonó el teléfono. Era Elisabeth, quien hablaba para decirle que no lo esperara a comer, porque comería con los búlgaros. Él notó algo quejumbroso en su voz, le preguntó que tenía. Ella le dijo que el jefe de la delegación búlgara había leído un cuento suyo publicado en La Bisagra.
–No me dijiste que los búlgaros hablan español.
–No lo hablan, pero lo pueden leer con un poco de trabajo. ¿Por qué no me dijiste nada?¡Levo hablándome de tu cuento y yo ahí, como una tarada, sin saber qué decir!
Era la primera vez que pronunciaba el nombre del búlgaro.
–Se me olvidó. No has hecho más que correr de un lado a otro y apenas paras en casa.
–No lo hago para divertirme.
–Y que le pareció a Levo?
–¿Tu cuento?
 –Sí.
–Le gustó [...]
–Dile que me da gusto que le haya gustado mi cuento.
–Parezco recadera –dijo ella–. Antes no publicabas nada si no me lo leías.
[…]
–Lo decidí de golpe, ese cuento me obsesionaba necesitaba sacármelo de encima(6).

 
     
 

Su curiosidad por saber a pie juntillas qué hacía su mujer con los búlgaros era igual de grande a su ansiedad por conocer la opinión que a Rubén le merecía su más reciente cuento; intuía una especie de deslealtad, de traición que juzgó conveniente no expresar, la paciencia era la mejor de sus cualidades. ¿Qué descubriría primero, cómo podría tener la certeza de alguna de estas dos posibles circunstancias? 

La realidad se revela nuevamente en la escritura. Aparece en escena Sara, esposa de Rubén, quien inesperadamente le confiesa a nuestro personaje haber tenido un affaire con Uranga. Como Rubén no está en casa, Sara aprovecha para pedirle al investigador que lo acompañe al departamento del difunto para recuperar unos libros de Rubén que, a escondidas, prestaba al joven poeta. En realidad se trataba del número de la revista La Bisagra donde aparecía el cuento en espera de ser comentado. Todo era confusión hasta que hallaron las revistas y advirtieron que estaban subrayadas. El escritor sintió un vuelco terrible en el estómago cundo miró la cantidad de marcas, que a manera de enmiendas y correcciones estaban hechas con pluma a su cuento publicado. Pensó que habría sido obra de Uranga, pero Sara lo hizo desistir de tal apreciación; él descartaba que fuera Rubén, pero una segunda mirada, más detenida, le hizo tener  la certeza de lo que había ocurrido: eran los trazos de dos personas distintas, como si una quisiera demostrarle a otra la inconsistencia de un estilo:

 
     
 

–No te dijo Uranga por qué no le gustaban mis cuentos? –le preguntó a Sara
Ella hizo un gesto vago:
–Una vez dijo que eras un poco fácil.
–¿Fácil? ¿Eso dijo? ¿Qué yo era fácil?
–Y gótico –Agregó Sara.
Una racha fría le entumió el vientre y lo obligó a levantarse. Regresó a la ventana.  (7)

 
     
 

El problema era que él se tenía a sí mismo como un escritor difícil y gótico era el adjetivo que Rubén había empleado para salvar el compromiso de hablar del cuento cuando su autor insistía en saber si le había gustado. La certeza de que Rubén y Uranga subrayaron el cuento puso al descubierto que la infidelidad de Sara no era secreto para su esposo y reveló, también que Rubén y Uranga despreciaban los cuentos del esposo de Elisabeth.  Sara no quería dar por hecho que su esposo sabía que lo traicionaba con Uranga, pero al autor del cuento fue tan contundente como incisivo. Sara de desquebrajo por unos instantes y enseguida comprendió que fue utilizada como recadera entre su esposo y su amante, quien no era más que un admirador de Rubén.

 
     
 

–Se ve que a Rubén no le importaba que te acostaras con otro, sobre todo si ese otro lo admiraba a él –dijo.
–¿Rubén de lo dijo? –preguntó Sara, mirándole de cerca la boca, y él adivinó las palpitaciones de su corazón.
–No, pero lo sé. Tarde o temprano hay que darle su parte a los búlgaros.
–Cuáles búlgaros? –dijo ella.
–Olvídalo –dijo él, y empego a besarla (8).

 
     
 

Para enfrentar la doble traición de que se sentía objeto, el autor del cuento encontró como salida el desquite de un pago igual: traicionó a través de un mismo objeto a su mujer y a su amigo. Sara fue como ese cuento que escribió y que su mujer y su amigo comentaron con otras personas antes que con él.  Nuevamente la posesión del cuerpo de una mujer ajena se asocia la escritura creativa. 
           
No podría asegurarse que los cuentos de Morábito se sumen a esa “narrativa de la escritura” que al estilo de la nueva novela de los años sesenta floreció en varios países de América Latina, no es su intención quebrantar la lógica de la sintaxis a cuenta de la búsqueda de una escritura surcada desde su autodisolución. Aunque el tema de la posibilidad de la escritura está arraigado en Grieta de fatiga, la propuesta de Morábito mira hacia otros horizontes con características muy distintas a aquéllas que tenemos por conocidas de ese fenómeno de la escritura tematizada. Aquí la escritura  tiene un guiño sobre sí misma, pero no para pensarse a sí misma como imposible, sino para igualarla al azahar de la vida; en esta vertiente fresca del siglo xxi, lo que se persigue es la recuperación del extrañamiento que hace posible la escritura al tiempo que se vuelve persistente la idea de que la escritura crea tantas situaciones insólitas como la vida misma. Las certezas se desvanecen; en su lugar aparece una línea frágil que hace posible la vida tanto como la escritura; sólo en la escritura las intuiciones se vuelven certezas.

Un asomo a la escritura de Enrique Serna
Empezaré por mencionar una peculiaridad de la narrativa no histórica de Enrique Serna y cuyo valor se ve intensificado, en gran medida, por la configuración espacio-temporal de lo que podríamos llamar una “zona de confianza” a la que el lector no sólo puede incorporarse con cierta facilidad, sino a la cual, además, reconoce como propia. Se trata de la recreación de un mundo que hace constantes apelaciones al lector, quien tendrá que esforzarse por esquivar la cercanía entre su realidad y la configurada por la escritura a fin de tomar distancia crítica. Me refiero a la insistencia de Serna por  reconstruir una realidad identificable para el lector como si el referente aducido existiera tal cual lo dibuja la trama; es decir, las narraciones no históricas de Serna, colocan al lector de frente a su contemporaneidad; lo colocan en un espejo deformante en el que los personajes grotescos se desplazan con una gran desfachatez, pero que tiene como filtro un mecanismo irónico o paródico que logra neutralizar, por decirlo de algún modo, la carga de violencia que lleva implícita la configuración decadente y la visión mordaz que Serna imprime a sus personajes y las situaciones de sus fabulaciones.

A este interés del autor por conformar una realidad concreta  e identificable para el lector, se le van sumando otros fenómenos que enriquecen y facilitan el reconocimiento, por parte del lector, de una cultura urbana bombardeada por los medios de comunicación; habría que sumar, de entrada, la presencia del humor crudo que se inclina por el tratamiento de temas controvertidos, la inversión de valores con la intención de romper disfraces o desenmascarar a una sociedad que se transforma y se diversifica a contracorriente con un marcado desencanto o, también, el registro de otros discursos como el televisivo, el periodístico y el cinematográfico. Por ejemplo, en Señorita México (2000), la referencia a un concurso organizado por una televisora de canales abiertos es ya el primer gancho que nos alcanza, pues lejos de encontrarnos con un embajadora de la belleza y las buenas costumbres, nos topamos con una prostituta, una fichera que resulta ser un ángel recubierto de un aura de inocencia que no se da cuenta de nada. En Uno soñaba que era rey (1989), no hay posibilidad de recriminación para con el Tunas, un niño chemo, dado que sus acciones son consecuencia de su condición y de su circunstancia; lo contrario sucede con Valladares, el personaje rico que aparenta ante los demás generosidad y buena voluntad, pero a quien el lector reconoce como culpable de sus actos por el sólo hecho de tener conciencia de ellos, y aún más, por no asumirlos refugiándose tras su fachada de impecable caballero. En El miedo a los animales (1995), la comunidad literaria es comparada con la banda criminal de los altos mandos de la policía judicial, superándola a veces en cuanto a hechos criminales y de corrupción se refiere; esta mafia literaria –a la cual Serna se halla por muchas vías asociado— resulta  ser, dice el autor, tan peligrosa y destructiva como las mafias del gobierno.

Cuando aparece Amores de segunda mano (1991), los lectores de Serna,  reconocen no solamente a un excelente cuentista  que domina las estrategias de ficción propias a la fabulación autorreflexiva, que sabe dialogar con los discursos sociales más diversos, artísticos o no, sino además reconocen a un autor que maneja con maestría una compleja hibridación de géneros y modalidades discursivas que ponen de relieve una excelente historia; el saber entrar una historia y saber contarla es, a fin de cuentas, lo que más se apetece de la narrativa de Serna.

Con este libro, coincide la crítica, estamos a un tiempo frente a Cuentos de segunda mano con narradores y formas discursivas de primera. Aquí, como el las narraciones anteriores, se trata de relatos que suceden en un espacio urbano y en una época que podemos reconocer como cercana. El lenguaje popular, los personajes de bajo linaje o poca monta, desvalidos, intelectuales, pequeño burgueses, travestis no hacen más que sostener un diálogo entre sí y formar un continuum que se refugia  y se cierra sobre sí mismo. Sin embargo, los giros en la narración son tantos y afectan a múltiples niveles que cuando el lector cree que se ha tocado el hilo central de la urdimbre, hay un cambio de tuerca que desborda la certeza poniendo al descubierto otra faceta de los personajes o de las situaciones en que están inmersos. El cruce de estos dos planos sorprenden gratamente al lector: el primero dirige la anécdota; el segundo, la invierte por medio de una visión crítica se proyecta hacia fuera del texto, a un contexto que acaba involucrando al lector en la obra como cómplice o testigo.

En general, podría  decirse que las narraciones de Serna están habitadas por personajes transgresores e intensos que van haciéndose un temple a fuerza de enfrentar situaciones y/o circunstancias poco conservadoras. Se exige de ellos determinación y sensibilidad al mismo tiempo; se trata de sujetos interesados en la lectura, en el cine o, simplemente, de actores de la vida que se saben con la capacidad de manejar un disfraz como medio para alcanzar aquello que desean. El arte literario, visual o plástico está puesto en riesgo por necesidad, por ignorancia, por prejuicios, por insensibilidad, en fin  por falta de entrega de aquéllos que  no lo han experimentado en sus entrañas.

Basten estos trazos sobre la escritura de enrique Serna como cerco al asunto de esta comunicación. No es en dirección a un aparente realismo o a la problemática que encierra la novela urbana contemporánea hacia donde me interesa encausar estas reflexiones, sino más bien al modo en que, a partir de un trabajo con el lenguaje se consigue hilar elementos autobiográficos en beneficio de la obra; es decir, la lectura que busco sugerir de Fruta verde (2006) no persigue ni la enumeración ni el develamiento de elementos posiblemente relacionados o emanados de la vida de un hombre llamado Enrique Serna; me seduce más la idea de señalar algunos componentes sobre la constitución del sujeto-autor a través de la recuperación y diálogo creativo con su propia producción literaria; es decir, no niego la importancia de la presencia autobiográfica en Fruta verde, pero no es por la vía de la constatación de datos vivenciales por donde intento explorar la novela; reconozco más bien, por ejemplo,  a un autor que se dispersa en los personajes y recoge en ellos los aspectos y las personas más entrañables de su vida para homenajearlos con una existencia literaria. En Fruta verde más que al Serna de la vida real, encontramos al Serna de Uno soñaba que era rey, de Amores de segunda mano (1991) y del Orgasmógrafo (2001), e incluso, a un aprendiz de escritor y aun escritor consolidado de novela histórica, pero con cierto fastidio de serlo y que como consecuencia de tal enfado, se propone dar un giro a su escritura recuperando y exponiendo la ingenuidad de aquél aprendiz de escritor.

Recordemos algunas de las primera líneas de la novela: “esa mañana [Paula Recillas, dice el narrador] trabajaba con redoblado fervor, enternecida y orgullosa de cada frase pasada en limpio, porque su hijo Germán, a quien había iniciado en la lectura desde muy pequeño, le estaba dictando su primer cuento, un cuento fantástico escrito en un arrebato de inspiración”(9). Y es que en la novela, Germán Lugo Recillas, escribe y publica su ópera prima atendiendo a la convocatoria de La Cantera, suplemento cultural del diario El Matutino. Se trata de “La cripta”, un relato que a decir del narrador “lograba crear una atmósfera de asfixia y mantenía el enigma hasta el último párrafo, cuando se descubría que los prisioneros de la cripta eran cerillos encerrados en una caja de cartón, con los que un niño pirómano había estado jugando hasta quemarse los dedos” (10).

Como en las novelas históricas o en las novelas urbanas de aire queer, en esta novela Serna teje un contexto social y un trasfondo histórico muy preciso: la década de los años setenta del siglo XX; aquí la ideología de los personajes se delinea mediante la descripción del recorrido de ciertas calles de la ciudad de México, por las lecturas literarias que están de moda o en el gusto de los adolescentes y adultos cercanos a ellos; en el tipo de música que eligen para bailar o charlar. De hecho el título de la novela proviene de un bolero de Luis Alcaraz:

 
     
 

Sabor de fruta verde
De fruta que se muerde
Y deja un agridulce de perversidad
Boca de manzana, boquita que reza,
Pero que si besa
Se vuelve mala mala…

 
     
 

Este bolero, uno de los preferidos por Paula, funciona como soporte del sentido de la novela. Por un lado, Mauro Llamas, un dramaturgo homosexual que se desempeña como publicista en la agencia donde Germán realiza su primer trabajo remunerado con el afán de irse independizando dado su ingreso a la Universidad, recurre a esta canción, de suyo romántica, para romper la resistencia de Germán a su seducción; pero es, también, la prueba del deseo reprimido de Paula hacia las caricias de Pável, amigo de la familia, adolescente como los hijos de ella.  Aquí la iniciación en la escritura de creación literaria, el ingreso a la vida económicamente productiva, la iniciación sexual gay y la apuesta por un desafío a los códigos éticos de la moral de la época vienen a ser el caldo de cultivo de una obra que pone al descubierto, insisto, no tanto la vida íntima de una hombre, sino la trayectoria literaria de un autor que ha sabido ponerse en obra para marcar un nuevo rumbo en su literatura.
           
Voy a detenerme un poco es los elementos que me animan a sostener la idea sobre la promesa de un nuevo rumbo en la escritura de Serna.
           
En Fruta verde el narrador cuida de proporcionarle a su lector las características que originan el ser de los personajes; se ocupa de su infancia, de mostrar cuál es la relación que tienen entre sí padres e hijos, hijos y hermanos, adultos y jóvenes haciendo énfasis en la fragilidad de todos ellos. Estos puntos flacos son tratados, por supuesto, con la más aguda ironía que le conocemos a Serna. Para quienes se adentraron en las novelas históricas ubicadas en el Siglo XIX o en la Colonia, aquí se percibe un regreso a mundos ya mostrados en las novelas anteriores: aquí volvemos al sarcasmo con que se habla del mundo literario de El miedo a los animales; el ingreso a la subjetividad de los personajes para ironizar sus acciones tal como sucede en Uno soñaba que era rey o en Amores de segunda mano; el falso recato moral y sexual desde el que se prefiere ocultar la realidad dan paso a un mirada crítica sobre la represión sexual tal como lo vimos en El orgasmógrafo. En resumen, diría yo que los hilos de estas narraciones se reúnen en Fruta verde para envolver a las tres figuras que, con sus prejuicios caídos, no tiene más remedio que observar el derrumbamiento  de los valores que tenían por bien habidos.
           
Una notable diferencia en la construcción de la voz narradora es parte de las virtudes de esta novela respecto a las primeras: el narrador interviene sólo para dirigir a los personajes, pero son ellos quienes enteran al lector de sus deseos, frustraciones, dudas o inconformidades. Cada uno de ellos tiene su propio confesionario: Paula lo hace frente a un retrato de su madre Manuela; Mauro tiene a sus amigos gays o las bugas para desahogar sus frustraciones y a Germán para tejer sueños; Germán, en cambio, tiene como confesionario las veinte partes en que se divide la novela más una coda que lleva por título “La ofrenda”. Se trata de una recapitulación en donde el lector, quien ha sido testigo de la crisis de los personajes, los observa asumiendo sus actos, sin preguntarse ya si son buenos o malos, como parte de su transformación.
           
La multiplicidad de tonos y puntos de vista narrativa desde donde se construye la novela posibilitan la convivencia de dos voces: una en tercera persona que, como dije, tiene por cometido configurar la historia de cada personaje y otra en primera persona, asumida por Paula en esos monólogos  de tono confesional o por Germán a través de sus diarios, pero sobre todo, a través de la novela que vamos leyendo. Una novela autobiográfica que, según Germán fue sugerida por Mauro pensando inmortalizar a la “leona herida” que es Paula y que Serna entrega a sus lectores una vez que ha sabido atender la máxima flaubertiana de que el arte supremo de la novela es desaparecer detrás de los personajes.

 
     
  Notas  
     
 

(1)Fabio Morábito, “El valor de roncar”, en Grieta de fatiga, Tusquets, México, 2006, p. 11.

(2) Ídem. p. 23.

(3) Ibid., p. 24

(4) Loc. cit.

(5) Ídem. p. 25.

(6) Fabio Morábito, “Los búlgaros”, en Op. cit., pp. 120-121.

(7) Ídem, p. 124-125.

(8) Ibid., p. 126-127.

(9) Enrique Serna, Fruta verde, Planeta, México, 2006

(10) Ídem, p. 11.

 
     
  Bibliografía  
     
 

Directa
Morábito, F. (2006) Grieta de Fatiga, Tusques, México.

Serna, E. (2006) Fruta verde, Planeta, México.

Indirecta
Gapar, C. (1996) Escritura y metaficción, La casa de Bello, Caracas.

Genette, G. (2005)  Figuras V, trad. Ariel Dilon, Siglo XXI, México.

Jitrik, N. (2001) Temas de teoría. El trabajo crítico y la crítica literaria, Fontamara, México.

Reis, C. y A. C. M. Lopes. (2002) Diccionario de narratología, Almar, Salamanca, 2002.

 
     
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