Trama y Fondo
VI Congreso Internacional de Analisis Textual

 

“El tiempo”. Un relato geopolítico

     
 

Javier González Solas
Universidad Complutense de Madrid

 
     
 

En los depósitos de la literatura académica parece incrementarse recientemente una especie de ritual que exige identificar la investigación con datos, a poder ser cuantitativos, o al menos metodológicamente evaluables de manera llamada “objetiva”. Se prescribe huir de todo matiz evaluativo. Parece seguirse así cierta interpretación de la ciencia próxima a la “razón práctica”, interpretación por otra parte considerable como auténticamente “moderna” en cuanto adscrita a métodos de tipo racionalista, cuando no mecanicista.  Sin embargo la aparente despreocupación de esta postura por la problematización de los principios y de los fines, parecería también adscribirla al espacio de lo postmoderno, dada su frecuente fragmentariedad y su también aparente escepticismo hacia cualquier forma de totalización.

El discurso que aquí se propone no deja de ser un relato,  y por tanto, tiene también cierta pretensión totalizadora que lo adscribiría a la galaxia “moderna”. Sin embargo no presupone que la ciencia no tenga que ver con posturas ante el mundo. Hay elecciones que son previas a la práctica tanto científica como política. La solidaridad, por ejemplo, no se deduce de ningún análisis sobre la sociedad sino que presupone cualquiera de ellos, pues procede de un sentimiento y de una consciencia de pertenencia a una especia y a su destino. La consciencia de ser humano es anterior a los modos de gestión. Las posturas son, por tanto, elecciones, pero eso no quiere decir que sean subjetivas en el sentido de no científicas, sino que simplemente son anteriores a la ciencia. Pueden además estar basadas en la referencia, confrontación o establecimiento de coherencias entre otras ideas ya establecidas, dando lugar a un pensamiento que, precisamente por no poder ser total, es elegido. En este sentido este texto podría ser calificado, pues, como un texto o relato conspiratorio.

La posición adoptada es la de la aceptación de que la humanidad actual sigue dividida entre ostentadores del poder y domesticados (Sloterdijk: 2000), con una amplia franja específica para los integrados o entregados. La propuesta del saber puede colaborar al statu quo o establecer procedimientos para el cambio de la situación, lo que basaría una postura utópica no dirigista sino de decisión en un espacio público reconstruido. Las normas para este parque humano no pueden ser impuestas desde un relato doctrinario sino desde la incógnita que genera un diálogo consciente pero sin prejuicios ni predeterminaciones. Algo realmente difícil que es lo que le da el carácter utópico. Considerar distanciadamente las características de la situación, sus mecanismos, es simplemente destapar las posibilidades de cambio.

Habrá que admitir, por tanto, la objeción de parcialidad para todo el conjunto de propuestas acerca de la lectura del tiempo(1) como relato. No precisamente en el sentido de opción o de partido tomado, ya justificado anteriormente, sino en el sentido de que parecería que se intenta una teoría general a partir de un elemento empírico particular, e incluso anodino, para el tipo de cuestiones que se quieren abordar. Nuevamente habrá que advertir de que se trata de un tipo de análisis formal extensible a otros objetos materiales, propósito que nada impide sea continuado y completado.

De acuerdo con lo anterior, se pretende ensayar el paso desde un análisis de lo cotidiano (Heller: 1993) hacia niveles de abstracción superiores, por lo que ese análisis sobre un síntoma se tornaría en ejemplo de una manera de interpretar la realidad y los sistemas de organización social. Sin embargo no serán los datos, sino la combinación y relación entre ideas lo que predominará, con un acercamiento más hermenéutico que matemático. Después de todo se trata de un juego, un divertimento en el que se constatan hechos de la realidad contemplados desde una mirada irónica. Hechos de ningún modo novedosos. Sin embargo lo cotidiano, que, a fuerza de serlo,  parecería no merecer más atención que la que se otorga a lo dado por hecho establecido, es decir lo “normal” y “natural”, podría ocultar un peligroso potencial ideológico, pues “fantaseamos los acontecimientos cotidianos en términos de deseos utópicos”, lo que puede llegar a constituir un “inconsciente geopolítico”, un relato sin emisor perceptible (Jameson: 1995, 24), e, incluso, una “sociedad sin relato” (García Canclini: 2010), a partir de una “realidad-realidad” de la que se supone que no “se dice” nada.

 
     
  Grandes y pequeños relatos  
     
 

Los grandes relatos parecen haber tenido, pese a su supuesta derogación, un predicamento positivo, cuya ausencia evocaría la soledad ante la evacuación del sentido. El mismo término relato está marcado bien por una carga semántica de modalización positiva (para quienes buscan tal sentido), bien negativa (para quienes piensan que la ausencia de sentido es la única forma de humanismo). Siendo obligada la cita de Lyotard  (Lyotard: 1979) como quien —en un “informe sobre el saber”: conviene no olvidarlo— describió la quiebra de los grandes relatos, conviene también conservar su afirmación de que “la narración es la forma por excelencia del saber”. Sin embargo la imposibilidad del no-relato, equivalente a la imposibilidad del no-sentido como réplica a la angustia, hace rebrotar nuevos relatos, no ya totalizadores, sino manejables, para pequeñas epopeyas parciales. Por eso, cierta invasión de estos microrrelatos parecería corresponder no a una recuperación del sentido moderno, exterior y heterónomo, sino a ideologías que sustituyen o taponan el acceso al supuestamente auténtico “sentido” posmoderno, gestionado desde la persona de manera supuestamente autónoma (aunque escéptica por imposible).  Estos microrrelatos, a veces casi imperceptibles por no ser grandilocuentes, pueden enmascarar ideologías, entendidas tanto en el sentido clásico de alienación, como en el semiótico de naturalización, cuando obedecen a poderes constituidos que, al igual que las ideologías y que los relatos, también han adoptado diversas formas, alejadas de las clásicas. Postfordismo, globalización, personalización o red pueden ser algunas referencias para estas nuevas instancias a las que quizás correspondan esos nuevos microrrelatos.

 
     
  Las funciones del relato  
     
 

El relato es un artificio acerca del cual se ha llamado la atención en nuestros días, sobre todo por su supuesta ausencia. Su éxito parece provenir de haber sido considerado como un indicador de las posturas mantenidas en la llamada crisis de lo moderno. Lo moderno ha sido identificado con lo racional, con lo totalizador y con el sentido proveniente de una metafísica que fundaba toda dirección y permitía la evaluación de cualquier procedimiento o propósito. Si bien esta conceptualización de lo moderno no deja de tener algunos de los síntomas que se le recriminan, las categorías moderno-postmoderno son útiles y operativas para abordar alguno de los hechos que ocurren en este supuesto cruce. El relato, como se ha dicho, se ha constituido como un elemento definidor de los dos tipos de pensamiento o de dos etapas del mismo. El relato sería típico de lo moderno, y ausente o imposible en lo postmoderno. Sin embargo no siempre puede mantenerse esta afirmación de manera simple. El relato más bien puede tener varias funciones, y si en un momento ha podido ser totalizador, legitimador del pasado y rector del futuro, puede que ahora sea igualmente existente y válido, aunque con aspecto aparentemente más modesto, pero quizás igualmente totalizador. Con funciones menos religiosas y más profanas, como corresponde a la evolución de una sociedad a otra. Anticipando el desarrollo siguiente, digamos que en un caso se supone una función positiva para la sociedad, y en otro caso se supone una función neutra, técnica, pero en ambos casos puede ser igualmente ideológica. La ideología de los primeros relatos ha sido detectada a través de aproximaciones como la antimetafísica de Heidegger (Heidegger: 1927), la dialéctica negativa de Adorno (Horkheimer: 1994), o la deconstrucción de Derrida (Derrida: 1978), entre otras. La ideología subyacente a la segunda, a un estado de fragmentación y secularidad postmoderno, podría residir en la aceptación de la técnica como nueva metafísica, como adhesión a procesos que, aunque artificiales, logran tener el estatuto de lo natural, de lo indiscutible. La ocultación y la impersonalidad burocrática intensifican estos procesos que, en formulación altamente “valorativa”, han llegado a ser tachados de «abominaciones» (Jameson: 1995, 23).

Como ya se ha advertido, el relato del tiempo en la televisión ha sido tomado sólo como un ejemplo, entre muchos posibles, para detectar esta situación. El relato da sentido y totaliza una experiencia, pero no del tiempo mismo, sino de procesos de identidad logrados a través de la naturalización de lo constituido, más que de la atención al constituyente: el tiempo físico será la mediación de una identidad sociopolítica.

 
     
  Relato y sentido  
     
 

Como es sabido (Greimas: 1973, Genette: 1982), el relato es una funcionalización de elementos que tiene el tiempo como elemento casi apriorístico. Narrar, contar, son términos que expresan un progreso temporal entre dos términos. Estos términos son en realidad el objeto de toda filosofía, puesto que encierran tanto la diferenciación entre sujeto y objeto, como las diversas controversias sobre la identidad o la relación entre ambos. Si esta cuestión de la identidad es la planteada en el mundo moderno como fundamental, y en el postmoderno como provisional, tal circunstancia no impide que la transacción entre el sujeto y el objeto siga vigente, más allá de la oportuna o insuficiente definición de ambos. La consciencia de esta situación dará lugar a relatos de nuevo cuño, que no deciden en sí mismos su cualidad o modalidad alética o ética.
 
El origen del sentido es una narración entre sujeto y objeto, que puede tener como tema incluso la propia definición-diferenciación, o bien cualquier proceso en que el sujeto perciba una situación semejante. En el fondo es la incompletud del sujeto, su horizonte de caducidad, el que marca el sentido de la narración, sea para un sujeto premoderno o moderno (caducidad incluida en un plan superior, religioso-trascendente, o profano/utópico-inmanente). Toda narración fuera del sujeto no es sino un espejo de su búsqueda de sentido, una representación o teatralización de su búsqueda.

Los grandes relatos corresponden a la situación moderna. Los microrelatos a la postmoderna. Pero no sólo por su fragmentación o modestia, sino por su aparente desaparición. La estética de la desaparición (Virilio: 1980) ha venido mediada por la técnica, y ha generado relatos de ficción y virtualidad. Pero la técnica también ha facilitado relatos mediadores en los que desaparece el propósito, simplemente del mismo modo en que en la etapa moderna se escamoteaba un sentido por otro, se ocultaba un interés, o simplemente se inducía una apreciación de sí mismo y de la realidad no explicitada, naturalizada. Incluso los relatos servían para ocultar proyectos de domesticación (Vásquez: 2008).

El relato siempre representa la búsqueda de una carencia, y en cualquier relato nos relatamos nosotros, cobrando así sentido. Vernos incluidos en un relato es dotarnos de sentido. Las formas de relato detectadas en el cuerpo empírico analizado surten de un conjunto de sentidos adoptables como diversos recursos de identidad.

 
     
  ¿Relatar el tiempo?  
     
 

El proceso de desencantamiento, paralelo a la pérdida de los relatos, parece tener hoy un reflujo en forma de auratización de los entornos más inverosímiles y supuestamente profanos. La narración del tiempo en la televisión puede ser un ejemplo de ello. Se despliega como un lugar en el que parece manifestarse una manera de entender el espacio público muy distante de la moderna. Sin embargo no conecta con la desasistencia epistemológica postmoderna, sino con ciertos grados de irracionalidad y vuelta al mito. La manifestación de ese espacio público obedece a un modelo de participación social espectacularizada, emocional y fragmentaria, a la vez que mantiene una coherencia narrativa que puede vehiculizar una forma de pseudoparticipación, y por tanto, de pseudopolítica. 

El tiempo en televisión es relatado como naturaleza particularizada, no aceptada sino deseada, objeto de deseo “customizado”. En esta economía del deseo lo natural ya no es lo otro, el objeto, sino una imagen del yo. El mundo natural es semiotizado, pero los interpretantes del sentido son mediatizados —por lo demás como en todas las situaciones del lenguaje— y suministrados por el “narrador intermediario”, que en este caso es la televisión y sus figurativizaciones (escenarios, secuencias, locutores, hombre/mujer, vestimentas, gestos, etc.).

El repaso de los diversos elementos de este relato sólo pretende llevar desde la posible extrañeza ante la vinculación entre la narración del tiempo meteorológico y formas de participación política, a la constatación de su valor ejemplificatorio y sintomático. Ejemplificaciones similares pueden ser encontrarse en diversos espacios como la comunicación, la organización empresarial, el consumo, etc..

Aunque hasta ahora se ha hablado de “un” relato del tiempo en televisión, en realidad se pueden detectar varios relatos, o al menos varias interpretaciones o formas de lectura, todas ellas superponibles y convergentes.

 
     
  Primer relato: tecnológico (Homo faber)  
     
 

El relato tecnológico tiene como ascendiente aquella metafísica tecnológica citada. Se configura como telón de fondo de una dóxa correspondiente a un sistema de racionalización de corte occidental. El tiempo no sólo es la verdad, lo inapelable, porque es natural, sino porque se supone que la mediación tecnológica le da validez científica.

El tiempo, cuyo relato nuclear, o grado cero, se situaría de manera convencional en los meros datos —obviamente nunca existen los “meros” datos—, es figurativizado y retorizado en un segundo tiempo y espacio, proceso en el cual adquiere forma concreta y adaptada al público. Supone por lo tanto la creación de un público, un contrato con los lectores. En realidad toda retorización es una relatización, y cada retorización es una forma concreta de relato. Además el análisis de la forma actualizada se puede situar en un proceso histórico de constitución de esa forma. Y es sabido cómo la retórica, en cuanto forma superficial desinteresada de la ontología metafísica, penetra en aspectos tan mediados por el paridigma “científico” como la misma ciencia en sí, o la economía. Baste observar, por ejemplo, las narraciones impuestas por los nuevos museos y centros de “interpretación”, desde la arquitectura espectacular a la parquetematización. O la información radiofónica de la Bolsa, en la que la monotonía y univocidad de las cifras se enuncia a través de un nutrido conjunto de sinécdoques, metonimias o sinónimos — nunca unívocos—. que modalizan claramente lo que se supondría una información referencial, técnica. Se trata de una metaforización epistemológica, en particular en su variante estructural y orientacional (Lakoff: 1986).

Pero entre todos los ejemplos posibles parece que resulta más notoria la carga retórica e historificable en la narración del tiempo meteorológico.

De entre los datos descriptivos siguientes, tres líneas fundamentales aportarán la base para la relatización geopolítica del tiempo: el contenido general y la secuencia del mismo, el particular episodio del tiempo por regiones autonómicas, y la puesta en escena.

En primer lugar parece que la audiencia del programa del tiempo es tan fiel como la de los programas estrella: alrededor de un 57% lo ve a diario, porcentaje que se eleva al 76% en los mayores de 30 años y que la razón principal de la adicción es la información, que en los mayores de 30 años llega al 86%, porcentajes que, por otro lado, se corresponden con los de adicción a la cadena TVE (Sánchez Calero: 2005, 76 ss.).

Por otro lado el tiempo televisado aparece como una conjunto de datos que se han ido incrementando al paso que las tecnologías predictivas se han ido perfeccionando. Tomando a Tve como referencia(2), se ha pasado de los 3 minutos en la era de Mariano Medina (1956), a los 8 de José Antonio Maldonado (1986), hasta llegar a los  a los 10-12 minutos desde 2008, con Mónica López. El patrón actual tiene el siguiente formato,  observado en los primeros meses del 2010 (minutaje aproximado):

 
     
 
1. Mapa de España: temperatura, gráfica comparativa años, anticiclones, temperatura por ciudades…   3’ 30’’
2. Imágenes Meteosat: España y Europa, isobaras, y fotogramas de satélite… 2’
3. Regiones: meteoros, vientos, temperaturas… 4’ 30’’
4. Previsiones: mapas próximos días 1’ 10’
5. Fotos testimoniales 1’
 
     
 

Otro dato a retener es el hecho de que en el caso de los tres presentadores del tiempo citados, todos son meteorólogos titulados y proceden del ya transformado Instituto Nacional de Meteorología .

El carácter tecnológico del primer relato es también abonado por el repaso de las diversas instancias de las que la información meteorológica ha dependido. La información meteorológica ha estado encomendada en España al Instituto Nacional de Meteorología, creado en 1979 y ubicado en el Ministerio de Transportes y Comunicaciones, tras haber dependido  del Ministerio de Fomento, del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes y del Ministerio del Aire. Como puede observarse, la razón técnica se adapta tanto a fines logísticos como culturales. Desde hace un par de años se ha transformado en empresa pública con el nombre de Agencia Española de Meteorología.

En cuanto a la apariencia plástica de las presentaciones se ha pasado de los mapas con cartón y tiza de Mariano Medina, en los que se explicitaba un saber personal y didáctico, a un despliegue visual que exhibe un variado material de estadísticas, fotogramas de satélite, gráficos, pictogramas, secuencias fotográficas, geografías nacionales y europeas…

La información del tiempo es considerada dentro de un género denominado ya “periodismo de servicio” (Esteve, en Sánchez: 2005), donde sólo parece tenerse en cuenta el carácter instrumental, y por el que se supone atender a unos intereses concretos del público, entre los que considerar los intereses políticos parecería un despropósito, mientras, como se verá, pueden quedar “atendidos” de una manera casi tan eficaz como imperceptible. La información se proporciona bajo la cobertura de la CPCT (Comunicación Pública sobre Ciencia y Tecnología).

El progreso tecnológico ha ido tomando carácter de verdad elemental, no teñida por las voluntades. Su categoría ha ido evolucionando desde la probabilidad, e incluso desde la verosimilitud, hacia la veridicción. El proceso culminará cuando este proceso de tipo verticalista-descendente se complete con el ascendente, mediante la aportación de “pruebas” por parte del público, con el plus de verdad que una imagen fotográfica aporta sobre miles de palabras. Lo tecnológico aparece (se cuenta) como neutro: ningún resto para la hermenéutica de la sospecha (Ferraris: 1988).

 
     
  Segundo relato: modal (Homo turisticus)  
     
 

Sobre la base del relato tecnológico, que actúa como legitimatorio, se instalan otras categorías de discursos, equiparables a otros tantos relatos.

El discurso modal se instala mediante la funcionalización  del conjunto de los datos y su orientación a un resultado valorativo final: el buen tiempo y el mal tiempo. El esquema es el mismo moralizador de los libros infantiles de antaño: el buen niño y en mal niño, desarrollado en una serie de situaciones sobre las que pesaba una u otra sanción. La atribución al tiempo de características del comportamiento moral es ya una traslación desde la información hacia el juicio y la atribución de responsabilidades. Una traslación que será aclarada en un posterior relato astrológico.

Pero el origen del juicio positivo o negativo sufre una mediación económica antes de llegar a su estadio mítico. El buen o mal tiempo es juzgado con respecto a la posibilidad o no de realizar una actividad. En muchos casos se trata de actividades profesionales, con vinculación directa al tiempo, como podrían ser los casos de la pesca, la agricultura o la construcción. Pero existe una actividad que merece ser destacada por motivos especiales: la actividad turística. Dado el carácter estructural y la tipología de esta actividad en el conjunto de la economía española, los agentes de este sector tienen motivos para hablar de buen o mal tiempo de una manera particular. Aún más: los sujetos fruidores de la actividad turística, constituidos en consumidores del buen tiempo, marcan casi definitivamente el carácter de la valoración del mismo. Pero finalmente, estas valoraciones se transforman en prácticas cotidianas. Por un lado es fácil constatar cómo los mediadores de la información se hallan por lo general comprometidos con estos supuestos (lo cual marca frecuentemente el carácter también valorativo de aquel periodismo de servicio público al que se aludía anteriormente), y son los que públicamente confirman la naturalidad del juicio sobre el buen o mal tiempo. Por otro lado, para una gran parte de la población, el tiempo se ve apreciado desde unas prácticas, por lo general, de tipo conservador, tradicional, pequeñoburgués, y, finalmente turístico, en cuanto que el tiempo “bueno” es el único deseable porque es el que permite “salir”, pasear, viajar… actividades propias de una sociedad del ocio que se hace antonomástica en los fines de semana. El buen tiempo es uno de los referentes más importantes del homo turisticus, preludio del homo inmobilis, para el que el buen tiempo pasa a ser el estadio natural y mítico del tiempo.

En este estadio el relato canónico tiene como sujeto el homo turisticus, cuyo objeto de deseo es el buen tiempo, que en seguida pasa a ser un actor de segundo grado, teatralizado, cuyo antagonista es el mal tiempo, que a su vez deriva también hacia a otro actor más personalizado, pero también delegado: el hombre del tiempo, que acierta o yerra. En este proceso el tiempo llega a abstraerse en un cuento lejano a la vida real, priorizando la referencia al habitante urbano, con actividad semanal-finsemanal, con la urbe como síntesis de racionalidad (otro subsujeto de fondo), representada fundamentalmente en la movilidad individual del automovilista (otra racionalización técnica). Conjunto de racionalizaciones tantas veces irracionales, pero establecidas como única racionalidad frente a los asaltos de la naturaleza. El tiempo narrado ha tecnificado su información, pero a la vez ha generado un sistema de conjuros mágicos, simbólicos, personalizados, ya que como naturaleza no es dominable. La bondad del tiempo es determinada por su acomodación a un bienestar convencional, y por tanto discutible, pero que aparece como absoluto. Frente a él el tiempo se porta bien o mal. Como es sabido, esta polaridad es uno de los ejes fundamentales de la narración.
De modo que tenemos un sujeto, con el sol perpetuo como objeto de deseo (figurativizado como el fin de semana), con adyuvantes y contendientes (figurativizados como altas y bajas presiones), con consejero-destinador (el hombre del tiempo, poseedor de la verdad tecnológica), en el eje semiótico del turismo (figurativizado como país del sol y de la economía turística).

Aunque en fase de evolución, aún quedan elementos que hacen entender la prevalencia de la tierra sobre el mar. Para los de tierra no hay tiempo del mar. La tierra es el lugar del turismo, el mar (mayoritariamente aún) lo es sólo de trabajo, de comercio o de guerra. Salir de casa no es salir al mar. Y es en tierra donde están los jubilados y las clases pasivas, la floreciente reserva  del turismo o del paseo (aun cuando, en España, la mayor parte de la población está en el litoral). La tierra, por su lado, ha evolucionado hacia objeto del geoturismo: ya no hay agricultores sino finsemanistas.

 
     
  Tercer relato: espectacular (Homo otiosus)  
     
 

La espectacularización es una superfigurativización, que, más allá de las funciones clásicas del lenguaje, ha inaugurado otra nueva función (la séptima, en relación con las de Jakobson) de corte metalingüístico, y que considera el lenguaje como una actuación (no sólo un acto). Cuando esta actuación es la consciencia de las reglas de la dramatización del lenguaje (caracteres de los interlocutores, ritual de intervenciones, convenciones de la representatividad, etc.), se trata de una descripción. Cuando estas convenciones se transforman en nucleares, hasta hacer desaparecer la función referencial a la realidad, se trata de una perversión. Es la postura del primer Debord (Debord: 2000). En el momento en que el pesimismo ante esta situación se transforma en nihilismo (una forma de la metafísica), nos encontramos con el segundo Debord (Debord: 1990). A la ficción ideológica y al poder mafioso expuestos en estas dos posturas — ambas de carácter moderno—, se  ha opuesto la postura postmoderna del enigma, en principio ausente de valoración, perpleja o escéptica ante la complejidad (Perniola: 2006). La espectacularización sería la prescripción de la función espectacular como criterio de conocimiento de la realidad, lo que daría como resultado una realidad espectacularizada. La realidad es el espectáculo de sí misma. Esta situación sería apocalíptica para el moderno y simplemente constatativa para el postmoderno. Sin embargo habrá que ir algo más allá, e indagar si esta constatación es una situación de simple imposibilidad epistemológica, de humildad cognitiva, de suspensión de la totalización, o, por el contrario, oculta una nueva simulación: la de que la formalización espectacular “es” realmente la realidad.

La acepción vulgar del término espectáculo no se aleja de lo que en el fondo opera: una ficción o una sustitución. Volviendo al tiempo como relato, la manera de contar el tiempo parece establecer que aquella naturaleza, e incluso aquella tecnología originarias, no eran sino un plano de contenido alterado por una concreta expresión espectacular. El tiempo es ya un espectáculo casi en directo, un “reality blanco”. La dramatización abarca varios actos, desde la entrada (planteamiento), a la descripción secuencializada (nudo), y al pronóstico, positivo o negativo (desenlace). El tiempo interpela, no sólo a quienes dependen de él (en su quehacer profesional o en su “bienestar turístico”), sino a todo el mundo, espectador de un rito en el que se representa repetidamente, un acontecimiento de género técnico, pero en el que se escenifica a la vez la lucha por la verdad (“—¡Acertó!”) y contra el mal (tiempo). Los elementos del espectáculo en su aspecto de producto televisivo final residen tanto en los escenarios,  infografismos y animaciones, como en los presentadores, su sexo, su vestimenta, sus gestos…

Recurriendo de nuevo a su evolución histórica, no sólo se encuentra un incremento de elementos procedentes de una tecnología más depurada, sino la estética y la dramaturgia de cualquier programa de entretenimiento. El propósito parecería ser el de atraer oyentes por medio de la seducción escópica, y es curioso que, entre quienes ven el programa simplemente por costumbre, sean los jóvenes los que duplican ampliamente el porcentaje de adictos, frente a los mayores de 30 años (Sánchez Calero, op. cit. 78). Baste comparar, de nuevo, los medios artesanales y la gestualidad comedida de los primeros tiempos con el despliegue expresivo y altamente implicativo de los últimos.

 
     
   
     
 

Es probable que el tamaño mural de los mapas y gráficos invite a una gestualidad más desplegada en el espacio, pero entre la simple indicación señalizadora y el movimiento totalmente sometido a la amplitud de la imagen explicada hay una gama de gestos —desde la posible desimplicación a la total implicación del presentador—, que escenifican la correlativa e inducida implicación del espectador. Es curioso que, aunque todos podemos ser sorprendidos en algún gesto un tanto raro extraído de una secuencia de movimientos, al observar algunos fotogramas privados de audio, sea difícil imaginar qué tipo de noticia meteorológica pueda dar lugar a esos gestos de temor, de seguridad, de peligro, con caídas de ojos y crispaciones de manos… más fácilmente encajables en un relato verdaderamente intrigante y dramático.

 
     
   
     
 

Por estos procedimientos la apreciación de “el tiempo” puede ser desplazada desde la elemental utilidad práctica hacia el juicio de “gusto”, por el que el espectador puede quedar prendado de la gracia de los pictogramas, planos o volumétricos, por el indicador de la lluvia, estático o dinámico (—¡más “realista”!), o por el poderío de una cadena frente a otras, representado por la creación de un plató poderoso y específico para el tiempo, con estilemas semejantes a los de las varietés.

 
     
   
     
 

La espectacularización con coartada tecnológica se advierte también en la exhaustividad, en la acumulación neobarroca de datos, no sólo perceptuales sino temáticos, cual episodios de un tiempo total, con pasado, presente y futuro: cifras temperaturas, vientos y precipitaciones; internacionales, regionales, nacionales, autonómicos; de la víspera o días anteriores, datos del día actual y de los días siguientes… Por esta vía la información del tiempo se disoció y autonomizó de la información general, y, establecida como un espacio técnico, aséptico, “blanco”, pudo ser patrocinable por entidades comerciales, sin que lo considerado estrictamente informativo (aunque “político”, según la interpretación expuesta), indicase ninguna servidumbre con respecto al mercado. Teniendo en cuenta que desde 1986 (próximo a su entrada en cotización en Bolsa), hasta el reciente apagón publicitario en el “ente público”, el inicio y el final del espacio informativo estaban enmarcados de manera exclusiva por la publicidad de Repsol, el modelo espectacular está completo. Una entidad comercial tiene la galantería de ofrecernos este espacio tan deseable. Por un lado se hace imaginar la posibilidad de que esta información no existiría sin patrocinio: sin Repsol nos quedaríamos sin tiempo. Por otro lado se sugiere la posibilidad de que todo sea patrocinable y “publicitariable” (¿incluido el “telediario”?), y por lo tanto contingente con relación al interés común. Todo un modelo de sociedad civil bajo la hegemonía de un tipo de mercado.

 
     
  Cuarto relato: político (Homo micropoliticus)  
     
 

Aunque los relatos anteriores son, sin duda, políticos, en cuanto indican o predisponen a una forma de entender las relaciones sociales y la integración en una comunidad, hay en el relato del tiempo televisado dos elementos específicos y sorprendentes por lo prescindibles o redundantes con respecto a los datos “científicos”. Son: la información del tiempo por divisiones administrativas y la aportación de documentos fotográficos por parte del público. 

 
     
  Fronteras del tiempo  
     
 

La información sobre tiempo por autonomías, caso de suponerse necesaria, sería fácilmente resoluble por medio de un zoom que acercase el mapa general. El tiempo “local” no existe, pues el tiempo es siempre el tiempo que hace en otro lugar, ya que se trata de un sistema en que cada fragmento es dependiente. Pero es chocante presenciar cómo el tiempo se convierte en “autonómico”, en tiempo propio, especial, diferenciado, curiosamente delimitado mediante la figura de “poner fronteras al tiempo”. Los iconos de los diversos meteoros no se permiten traspasar una fronteras dibujadas sobre el papel. En un imposible instante llueve a un lado de la frontera pero no al otro. Esta pormenorización y exclusivización del tiempo “marca” una percepción de un fenómeno natural como culturizado, más aún, como politizado. Oírse nombrar, con el nombre de la autonomía propia, aunque sea a propósito del tiempo, es un plus de afirmación de identidad, internalizada insensible y naturalmente. Estar ahí, en el mapa, no como territorio sino como formación política, en principio apartidista, pero telúrica, va a conectar con la posterior narración mítica-astrológica. Es fácil suponer que el comienzo de la sección “el tiempo por autonomías” suscite una atención extra por parte de los grupos concernidos, no justificable en su totalidad por una información pormenorizada, sino dedicada.

Como es sabido, la constitución y configuración de las regiones autonómicas españolas es reciente (de 1978 a 1992). Para la justificación de tales divisiones se ha recurrido a diversos factores. En casi todos los casos se han buscado razones históricas de diverso tipo, para fundar las divisiones en algo que trascienda la contingencia del tiempo presente. En un segundo paso legitimatorio el tiempo histórico puede ser empujado hacia el tiempo mítico, en un esfuerzo por encontrar “fuera del tiempo” las razones de una identidad. Las diferencias se buscan en el plano espacial, las identidades en el temporal. En el caso del tiempo esa presión de un proyecto político sobre las fronteras de lo natural, de lo que no necesita justificación, puede tomar la forma retórica (¿de manera intencionadamente proyectada?) de una perfecta metonimia, ya que la trasfusión de nombres supone una trasfusión de esencias, un ejemplo claro de la función pragmática del lenguaje. La narración superficial del tiempo se transforma en una metanarración ideológica. Algún comentarista político también ha advertido este fenómeno: “al afirmar una y otra vez la existencia imaginaria de Euskal Herria, en el lenguaje televisivo, partiendo de los mapas del tiempo, o en los descriptores de materias de estudio, se transmitía a los vascos el mensaje irredentista de una entidad política que nunca existió y cuya aceptación como tal legitima a ETA”(Elorza: 2009). Efectos que se han percibido también recientemente ante el planteamiento de remodelación de los sistemas de entidades de ahorro (El País: 2010).

Quizás un modelo pertinente para explicar este fenómeno sea el que se ha calificado como “invención de la tradición” (Hobsbawm: 2002). “El término «tradición inventada» se usa en sentido amplio, pero no impreciso. Incluye tanto las «tradiciones» realmente inventadas, construidas y formalmente instituidas, como aquellas que emergen de un modo difícil de investigar durante un período breve y mensurable, quizás unos pocos años, y se establecen con gran rapidez” (Ibid., 7).  Las tradiciones inventadas son de tres clases: establecen o simbolizan la cohesión social, establecen o legitiman instituciones y estatus, o socializan e inculcan creencias y sistemas de valores. La primera es la dominante, pero en el caso del tiempo autonómico pudieran integrarse las tres modalidades. El recurso a la tradición inventada suele ser más frecuente en períodos de rápida transformación social, que debilita los modelos sociales, y puede incluso indicar el fracaso en la creación de vínculos sociales por otros medios. Algo parecido expresa Maurice Olender con respecto a la cadena en que lo indoeuropeo se transforma en ario, lo ario en raza aria, y una raza encuentra en su tradición inventada la razón para destruir a otra (Olender:1989).

Según Hobsbawm  las tradiciones inventadas son de tres clases: establecen o simbolizan la cohesión social, establecen o legitiman instituciones y estatus, o socializan e inculcan creencias y sistemas de valores. La primera es la dominante, pero en el caso del tiempo autonómico pudieran integrarse las tres modalidades.

Se podría decir que estamos ante un adoctrinamiento “débil”, procedente de un relato no totalizador y aparentemente sin sujeto, pero que interviene en la construcción de la realidad desde parámetros inaugurados por el “giro lingüístico” y continuados por el “giro fisiológico” (Perniola: op. cit., 231).

 
     
  Participación  
     
 

Como complemento, más individualizado aún, de esta narración del tiempo, tras la particularización regional se encuentra la particularización local: los televidentes envían fotografías de un suceso puntual y desde un lugar geográfico concreto (como un punto GPS: otro estándar paradigmático de la nueva comunidad postmoderna de individuos aislados-unidos por la red tecnológica). Las fotografías enviadas no tienen más características comunes que la de no requerir más exigencia que la testimonial: no hay anécdota, ni escenografía, ni preparación profotográfica, ni tratamiento tecno-retórico, ni pretensión científica o artística. Por eso quizás queden más claras sus funciones: de testimonio (como se verá después), de participación social genérica y de participación mediática (los segundos de gloria televisiva que, al fin, podrán ser la verdadera forma de participación política).

El relato del tiempo propio como reflejo y refuerzo del estatuto autonómico —relato, por tanto, de carácter político—, se complementa así por la oferta de una forma de participación en una comunidad convencional abstracta. Se trata de una fórmula bastante extendida en otros procesos de mediación tecnológico-informativa, y que tiene, de nuevo, un marcado carácter postmoderno, de post-relatos. Una fórmula que, por otra parte constituye ya un estándar, una ritualización obligada para cualquier tipo de contenido, probablemente procedente de la invasiva función apelativa de la publicidad (—“Y tú…?). La oferta de participación parece más bien una receta de autoayuda para quienes siempre se han visto excluidos o no se han atrevido a penetrar en el campo de la política, considerado hostil, extraño o especializado. La citada oferta funcionaría como una prótesis que no sólo crearía rasgos de personalidad e identidad ciudadana prêt-à-porter, sino que simularía una participación política mediática de acceso inmediato, un simulacro de una verdadera “sociedad del acceso”. Una falsa concepción de la democracia, trastocada en democracia populista-consumista. Los ejemplos siguientes, que ni siquiera han precisado ser escogidos y seleccionados, pueden dar idea de la extensión del modelo de apelación política, tanto en medios de comunicación públicos como privados:

 
     
 

— ¿Cree Ud. que el Tribunal Constitucional es lento en su estudio del Estatut?
— ¿Qué piensa de la aportación de España a la deuda griega?
— ¿Ha generado el Gobierno una crisis institucional al no renovar el Tribunal Constitucional?
— ¿Cuándo cree Ud. que el paro nos dará un respiro? ¿dentro de un año, dos o tres? (tras anunciar las cifras del paro)
—¿Cree que Zapatero y Rajoy llegarán a acuerdos puntuales? (encuentro Zapatero- Rajoy, 5 mayo 2010)
— Ud. ¿a quién votaría? (elecciones inglesas 6 mayo 2010)
— ¿Cree que sindicatos y patronal llegarán a un acuerdo?
— ¿Hasta dónde cree que llegará España en la final? ¿hasta octavos? ¿hasta cuartos?…
— ¿Es el ciclismo una patraña de niñatos?
— etc.

 
     
 

Suscitar la reflexión del público puede ser encomiable, pero estas interrogaciones obre lo divino y lo humano suelen ser además complementadas, de manera claramente osada, con la aportación porcentualizada de los resultados conseguidos. Un claro ejemplo de formación de la opinión publica que prescinde de cualquier definición medianamente seria de este concepto. Una consecuencia inmediata podría ser el que, si cualquiera puede responder a cualquier tipo de pregunta y ser así contabilizado como ciudadano, participante en la gestión de lo público con su opinión, no hay ninguna necesidad ni de estudiosos ni de políticos para decir lo que todos pueden decir. Pero toda esta secuencia de hechos y sugerencias no es sino una fotografía de la llamada condición postmoderna, en cuanto que ningún relato puede ser una totalización, en que todo fragmento puede significar la unidad, en que el pensamiento débil (no totalizador) (Vattimo: 1988), no es el pensamiento cauto sino el descarado.

De manera semejante a la tipología de los ejemplos anteriores, se podría hablar del extendido procedimiento de las “centrales de llamadas”, que parecen representar un nuevo escalón en la burocratización racionalista-capitalista weberiana, una nueva jaula —esta vez aparentemente de goma—, en la que rebota toda posibilidad de contacto real. El muro establecido por la previsión de preguntas o respuestas posibles excluye de la comunicación cualquier sistema de diálogo o de argumentación racional, y remite la actuación y la participación mecánica a las elecciones sobre los productos, los servicios, la mercancía —es decir, el consumo—, desalentando, al parecer, otros tipos de imaginación política. El consumo es la nueva política participativa. El público es segmentado por la diversificación de la oferta: la narración ha evacuado al sujeto, concebido a la medida del objeto.

No es casual que estas formas de participación estén en sintonía con otros procesos de personalización e individualización coherentes con la lógica cultural del capitalismo tardío (Jameson: 1984). No es que no deban existir formas de participación política postmodernas, es decir, adecuadas a unas condiciones geoestratégicas y sociales que evidentemente han cambiado (lo cual no les garantiza una legitimación automática), sino que las propuestas entran más bien en el orden del simulacro, si no del cinismo social. Se puede admitir que las referencias que daban significado colectivo a los ciudadanos están en proceso de desencantamiento (los grandes relatos), y que las fuentes colectivas que daban significado a la sociedad se han agotado y el individuo busca, de forma independiente, una identidad en la nueva sociedad (Beck: 1998). Sin embargo no se encuentra en los ejemplos antes citados, y menos aún en la formulación participativa del relato del tiempo televisado, ninguna esperanza de una praxis interventiva en la sociedad. Se evidencia más bien un narcisismo desmovilizador. Quizás sea precisamente una imposibilidad de imaginar o representar el futuro, de que una serie de datos dispersos lleguen a constituir un relato, una totalización, una representación, que —¿o a causa de?— es ofrecida por una narración heterónoma del tipo de las que se vienen advirtiendo en el relato del tiempo.“Puede que esto se deba a alguna debilidad de nuestra imaginación. He llegado a pensar que la palabra postmoderno debería reservarse para pensamientos de este tipo” (Jameson: 2000, 11). Bajo el imperio de lo libidinal se promueve  “una hiperindividualidad que descentra efectivamente el antiguo sujeto individual por vía del hiperconsumo individual” (Ibid., 40), hasta el punto de que “es el aislamiento del sentido individual  lo que se convierte en el síntoma fundamental de la alienación postmoderna” (Ibid., 169), situación que se hace merecedora de un duro juicio: “el espacio al que se supone que se ha retirado  una colectividad postpolítica […] es un espacio de necedad, y está extremadamente colonizado por el consumo, sus códigos y sus lenguajes” (Ibid., 64).

Quizás se puede afinar aún más en la exploración del significado de la participación ofrecida desde un programa televisivo tan aparentemente inocente como el del tiempo. No se trata de sacar punta donde no es posible, cuando hay otros campos y prácticas más apropiadas para hablar de la participación política: pero ya se avisó de que se trata sólo de un ejemplo más de una situación sintomática y extendida, si bien este caso puede resultar provechoso por lo chocante e inesperado. Y es que la categoría de la fragmentación postmoderna se manifiesta aquí de una manera paradigmática a la vez que poco citada. No sólo se advierte la fragmentación en el sentido de la dispersión opinatoria y de la difícil articulación en acciones prácticas, sino que el mero hecho de la aportación individual, personalizada, por el carácter participativo que se le da, evoca de manera metonímica una participación política (la participación política se simula como mera participación) que en el campo del tiempo parece no pertinente. El caso es que toda participación puede ser sentida como participación ciudadana —lo cual sólo como juego de palabras (no de lenguaje) podría ser admitido—, y eso es precisamente lo que puede generar un tipo de fragmentación cognitiva que puede enlazar con el nihilismo político, ampliamente rentable para quienes prefieren esta pseudoparticipación a la participación clásica. Defender las partes frente al todo quizás sea convertir las partes en el todo, pues si se rechaza el esencialismo de la totalización (Laclau- Mouffe: 1985), nada garantiza que los grupos, instituciones o agentes dispersos sean coherentes dentro de cada uno de los grupos, a menos que se afirmen de nuevo relaciones esencialistas (Jameson; 2000, 162). La no totalización puede llegar a ser también un tipo de relato totalizador, una red de la que se ignora (o se oculta) la araña constructora y controladora: una ideología.

Por otro lado se podría decir que la aportación documental del público sería expresión de una práctica correspondiente a una espectacularización política. El modelo de política espectacular genera o requiere participaciones del mismo tipo, es decir, aparentes y sustitutivas. Es una participación a-clasal (sin clases), populista, una ficción del acceso a la participación en la pólis.

Resumiendo: la narración del tiempo sería un primer relato que parece explicarse a sí mismo, pero que quizás se inserta en un metarrelato: el de la participación política. Y al menos en dos niveles: el de las fronteras del tiempo, que genera identidad política territorial, y el de la participación individual, que genera identidad política individual.
Ninguna de los dos se efectúan como totalizaciones conscientes de un proyecto- sociedad sino como adhesiones, pues no hay ningún procedimiento de apropiación consciente. La lógica totalización procedente de la educación y la apropiación cultural viene aquí sustituida, a través de una atomización de gusto postmoderno, por una totalización de facto, que revertirá, tanto en el eventual momento de la proclamación como en el de la gestión, como premisa “naturalmente” aceptada. De nuevo: la naturalización es el mecanismo de la ideología (Barthes: 1957).

 
     
   
     
  Cuarto relato: mitológico-despolitizador (Homo immobilis). La naturaleza como política última  
     
 

La continuidad entre los diversos relatos puede desembocar en un metarrelato por elevación, un relato más abstracto e indefinido, que quizás indique por un lado determinantes de una cultura concreta como es la de corte occidental, y por otro condiciones de la situación geopolítica actual. 

Como ya se ha señalado, las fotos mostradas en el programa televisivo del tiempo suelen ser banales, sin pretensiones profesionales, expresión de emociones individuales, de aprendizaje estético, o simples extensiones que las prótesis de la tecnología digital (cámaras de bolsillo, teléfonos móviles) han puesto al alcance del gran público. Pero precisamente por estas características pueden aparecer como manifestación, no sólo de formulaciones de participación práctica, sino de rasgos culturales tales como el valor veridictivo, el realismo occidental, o, por fin, la proyección del tiempo como modelo utópico. 

Las fotos parecen aportar un remate a la ciencia meteorológica y a las utilidades tecnológicas, y funcionan como sanción definitiva: —“Todo lo que me dicen es cierto, yo lo he visto y esta es la prueba”. El valor de prueba de una fotografía no procede sólo de su carácter de residuo del tiempo, de rastro del contacto de lo natural con lo artificial (Barthes: 1980), sino también como un método de acceder a la verdad: una veridicción por la imagen. El tópico de que una imagen vale más que mil palabras es precisamente tópico porque no se aclara ni qué tipo de imagen ni qué tipo de palabra, probablemente porque para una forma concreta de acceso a la realidad no sean necesarias tales precisiones, lo cual también permite imaginar acerca de qué tipo de realidad podemos estar hablando. Pero sobre todo afirma la potencia de lo que se ve, de lo visible como verdad. Esta identificación precisaría de una deconstrucción desde las teorías semióticas, antropológicas o gnoseológicas que afirman que el acceso a la realidad es siempre a través de códigos establecidos socialmente. Es decir, que la semejanza entre una imagen y su referente convencional es siempre un código (Goodman: 1968, 23) (dejamos de lado el caso extremo en que la fotografía no es la imagen de un objeto real sino de otra imagen, un simulacro). La suposición de identidad entre lo visto y lo real es, por lo tanto, una formación ideológica, y los procedimientos de superficie, manifestados en la narración del tiempo analizada, serían una confirmación y perpetuación subrepticias de este estado de consciencia frente a lo real.

Pero el origen del valor veridictivo se ha elaborado previamente mediante la asignación de grados de iconicidad a los grados de veridicción. Pese a que Occidente es tenido como el lugar en que la racionalización y la abstracción han llevado al florecimiento de unas técnicas que posibilitan una forma de manipulación de la realidad, la prioridad dada a la imagen aparece como una contradicción. Pero ya es sabido qué sólo en un nivel mitológico conviven las contradicciones que no se sabe resolver en un plano real. En Occidente el criterio de realismo se ha formado mediante la adscripción de técnicas de producción de semejanza a niveles de acercamiento a lo real, estimado lo real como “lo visto”. Por lo tanto se ha adscrito mayor valor de veridicción a lo más parecido, y lo más parecido es lo que una sociedad ha determinado como parecido. Para el mundo occidental la visión mediada tecnológicamente se ha considerado más próxima a la realidad (catalejos, microscopios, radares, escáneres…), teniendo en cuenta que todo este itinerario discursivo es circular: los métodos de conocimiento de la realidad se adecuan a ella cuando lo que se persigue es “una” concreta realidad. Esa carrera de lo visual-semejante ha culminado en el “directo televisivo” como emblema de la verdad. Por el camino han quedado sucesivamente el blanco-negro, el color, lo estático, lo secuencial diferido. En el directo televisivo confluyen el espacio y el tiempo “reales”, sin advertir que se trata también de una construcción ficticia, de un relato al que hemos adjudicado valor de verdad. Más aún, de una imagen que se ha convertido en la forma final de la reificación mercantil (de hecho ya superada por el “directo celular” o por el “directo GPS”, éstos aún aparentemente no mediados por una estructura comunicativa o de poder convencional). La fotografía (por ahora, mientras llegan —o se permiten—, esas otras aportaciones en directo, que probablemente no serían sino reality’s) resulta un medio adecuado a la narración del tiempo para añadirle un valor de verdad, que, al fin, es una creencia.

En un paso analíticamente posterior, estas convenciones podrían fundamentar actitudes, no sólo acerca de la verdad del relato de superficie (el relato televisado del tiempo), sino acerca de la verdad “natural”. El modelo de tal verdad sería la meteorológica: desimplicada, a-subjetiva, absoluta. Y el “fotógrafo participativo” participa en el mantenimiento de esta verdad, se compromete con que esta verdad permanezca como modelo, en una especie de colaboración salvadora, heroica. De la verdad astronómica pasamos a la verdad astrológico-mítica, inmóvil. No sólo por los aspectos ostensibles de querer permanecer siempre en el “buen tiempo” turístico-ocioso, sino por sus parentescos con una situación pre-societaria, en que la construcción social no sería sino un derivado de la naturaleza. La transformación del tiempo en instante inmóvil, presente, tiene cierta relación con lo escatológico, lo eterno, enunciado como objeto de deseo: el buen tiempo perpetuo. Tiempo que también ha logrado su visualización tecnológico-metafórica con el time-machine, a partir del sistema OS 10.5.8: bajo la metáfora del recuperar, del poseer el tiempo como presente, como un ojo de dios, el tiempo informático se hace kitsch divino.

En el fondo del cuento existe un acuerdo sabio: el cuento es para contarlo siempre igual, sin cambiar nada: es la magia de lo eterno. “Llenar la Nada. El gigantesco auge del deporte, singularmente del fútbol, procede de un estado de hastío, de nihilismo; es como la sustitución de todo designio por una expectativa recurrente, rotatoria, sin fin: lo siempre nuevo siempre igual garantizado” (Ferlosio: 2010). Observación claramente aplicable al presente análisis del tiempo. 

A pesar de todas las variantes formales, todos los días se cuenta el tiempo (como la situación del tráfico, o de la Bolsa…). Lo cotidiano mismo es ya un relato, no una realidad. Pero ese cotidiano es el que alberga la ideología (González Solas: 2008). Desde ese cotidiano mitificado como perenne se proporciona la seguridad de su perpetua relatización, de que siempre habrá un cuento que contar, más allá de las vicisitudes socioeconómicopolíticas, que son superestructuras ya desafectadas. Escrito en el tiempo, en lo cotidiano-permanente, como es los astros (Adorno:1986), lo que nos parece comprensible y accesible se establece como el lugar del ciudadano, su espacio público “natural”, mientras, de manera paralela, las grandes “manos invisibles” (e incomprensibles, quizás por no explicadas) manejan capitales, consumos, colonialismos, persuasiones y guerras. Quizás se confía (o no) en que alguien o algo tan (supuestamente) sólido y estable como la naturaleza sideral, se ocupará del orden y estabilidad social (Augé: 1998).

Bajo una cierta deriva hacia el sex appeal de lo inorgánico (Perniola: 1994) parecería que nos atrae más inspeccionar o contemplar los signos que construir una comunidad. Que lo que no implica pasiones se establece como patrón para estructuras implicativas pero que ya no nos implican. Que el tiempo televisado es un remanso de pasiones, incluida la pasión por la verdad, que se ha transformado en espectáculo. Pero el tiempo, como la naturaleza, no son verdad, simplemente son. Por eso el mecanismo de la participación fotográfica ni siquiera llega a tener valor de certificación: en una filigrana de simulación cognitiva, hacer parecer que se emite un juicio es eludir el objeto último de juicio, que sólo puede ser la sociedad.

Tras la identificación de las referencias políticas encontradas en la narración del tiempo televisado (afirmación de identidades autonómicas y oferta de modelo participativo) se podría decir que, finalmente, el nihilismo anteriormente aludido se eleva a la categoría de despolitización, es decir invalidación de la política como acción humana necesaria. El declive del hombre público (Sennett: 2002) parece derivar de la consideración de un sujeto ceñido a la psicología más que a la sociología, al yo más que a la sociedad. al narcisismo más que a la política.

 
     
  Conclusión  
     
 

Es posible que todo el trayecto anterior pueda ser contemplado desde otras perspectivas analíticas (discurso, connotación, interpretación…), pero tiene consistencia desde el punto de vista del relato: siempre existe un sujeto, un objeto de deseo y un mecanismo, estratificado o multietápico, que los une. Esta exposición se ha tejido como un discurso, explicitado y basado por los relatos, pero hoy, con frecuencia y como en el caso del tiempo, los relatos ocultan los discursos (Barthes: 1966).

El relato total podría sintetizarse así: un esquema, no exclusivo del campo semántico analizado, en que la tecnología ofrece un sustrato para un tipo de verdad buscada que es de tipo natural,  que se establece como modelo y que desplaza narraciones en que el sujeto se vea implicado no sólo como constructor de relatos sino como coejecutor del recorrido hacia un objeto de deseo compartido en una sociedad sin relato preestablecido. 
Lo postmoderno se ha manifestado paradójicamente como un nuevo relato que ha integrado lo geo-económico-político en una síntesis natural, una nueva totalización.
Y sus relatos aparecen como menos omnicomprehensivos, menos épicos, más profanos.

 
     
  Notas  
     
 

(1) Hay que advertir que aquí se entenderá el término “tiempo” no como la sucesión de acontecimientos o la percepción del acontecer, sino como climatología, lo que en algunos idiomas es fácilmente diferenciable: por ejemplo, weather frente a time).

(2) Parte de la información aquí aportada procede de una entrevista mantenida en 2010 con Ángel Rivera, portavoz de la AEMET.

 
     
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