Trama y Fondo
VI Congreso Internacional de Analisis Textual

 

 

La construcción del relato de la melancolía en el imaginario cultural  
     
 

Adolfo Berenstein

 
     
 

Tres circunstancias han contribuido al desarrollo de un proyecto que comprometió mi trabajo de investigación durante más de dos años, y que ahora deseo compartir con todos vosotros en este encuentro organizado por Trama y Fondo.

El primero de ellos, es estrictamente personal. Atravesaba una etapa en mi vida en la que me hallaba muchas veces enfrentado con las sombras de una dificultad que me impedía sobrepasar el discurso establecido en la comunidad psicoanalítica, y seguir avanzando, con mis propios medios e instrumentos, hacia territorios desconocidos.

La melancolía casi desaparecida en el lenguaje de los trabajos teóricos y de los coloquios clínicos se presentaba en ese momento como un verdadero desafío. Poco o nada sabía de ella porque desde hacía tiempo dormía en las fronteras mismas del psicoanálisis olvidada como un vestigio del pasado.

Un hecho fortuito despertó mi interés por el tema, y fue éste, el segundo gran impulso que me acercó al estudio de la melancolía.

Hace años atrás tuve la oportunidad de visitar en el Grand Palais de París una exposición dedicada a las melancolías que me puso en contacto con un texto de compilación de escritos filosóficos, literarios y médicos, a cargo de Yves Hersant. Tal era la riqueza y la pluralidad de contenidos allí expuestos, y la extensión de las referencias que atravesaban prácticamente todas las épocas del pensamiento humano, que no tuve otra respuesta que rendirme fascinado ante el descubrimiento.

El tercer motivo, quizá el más importante, fue el malestar que padecía en mi consulta. Desde hacía tiempo, escuchaba en el léxico de muchos colegas el modo impropio con el que se referían a ciertos cuadros sintomáticos, otorgándoles el carácter de una depresión. Este diagnóstico era la carta de presentación de muchas personas que concurrían a las visitas, generalmente acompañadas de un cargamento de fármacos, especialmente antidepresivos y ansiolíticos.

Desde hace décadas, y de una manera cada vez más pronunciada, los avatares de la vida anímica, las vicisitudes por la que atraviesa cualquier sujeto, son tratadas como si fueran verdaderas patologías. Por supuesto, la que alcanza un lugar privilegiado a partir de determinada edad es la depresión, un modo habitual de designar la tristeza o el dolor que provoca cualquier sentimiento de pérdida. Pero lo más grave de todo, es la presencia dominante y subyacente de un discurso médico-biológico que sutura la posible interrogación, valida desde todo punto de vista, abierta a la búsqueda y el hallazgo del valor simbólico que tiene cualquier síntoma o padecimiento en la historia de una persona.

Desde hace décadas han desaparecido del registro de la propiedad intelectual de los diagnósticos oficiales dictados por la psiquiatría americana, sin dejar ningún rastro, la histeria y la melancolía. Dos formaciones psíquicas que han designado desde siempre el lugar del deseo en la vida humana. Por eso es hoy legítimo preguntarse si el abandono de la melancolía y su sustitución por la depresión está justificado en todos los casos, o se trata de una verdadera torsión o distorsión del lenguaje.

Para dar una respuesta, aunque sea fragmentaria, a este interrogante dirigí mi mirada hacia el pensamiento griego de la Antigüedad y el Renacimiento, acompañado de innumerables textos de consulta. Lo que transmito en este artículo será sólo una breve síntesis de esa exploración bibliográfica, un esbozo de las líneas fundamentales que compusieron en el transcurso de la historia la maqueta del imaginario cultural de la melancolía.

El relato de la melancolía es una larga construcción sintagmática que tiene más de 2.500 años, tejido con el mimbre de diversos discursos que se anudan y se entrelazan. Allí están presentes los textos mitológicos, los tratados médicos, los ensayos filosóficos y las obras trágicas y literarias. Sófocles, Eurípides, Hipócrates, Galeno, Platón, Aristóteles, Demócrito, Ficino, Burton, Petrarca o Durero, sólo son algunos de los que contribuyeron con sus ideas y su creación a la magna obra de levantar los cimientos de este  edificio que, a pesar de su marginación actual, muestra una sólida estructura.
Es la letra de un corpus hecho con las marcas de múltiples elaboraciones teóricas lo que precipita en el imaginario de la cultura esa triste figura del melancólico. Su real existencia en el escenario humano no es otra cosa que la forma coagulada depositada por los discursos de cada época. Un imaginario colectivo que contiene en su propia textura una matriz de alto valor simbólico.

Para acceder a una plena comprensión del sentido que posee el término mélaina chole, la melancolía en los griegos, debemos realizar un rodeo, una breve excursión por la filosofía de la naturaleza de los presocráticos, el  hilozoísmo. Esta filosofía supone un lento y progresivo desplazamiento de las soluciones mitológicas en el pensamiento griego. Se trata de dar una explicación racional de los fenómenos naturales.

Fueron estos filósofos los que trazaron en lo real de la existencia los primeros surcos simbólicos que ordenaron el mundo, dibujaron las coordenadas de la naturaleza y el Cosmos, cuadricularon el espacio con paralelas y meridianos.

Cada uno de ellos tomó como principio de todas las cosas, el arché griego, un elemento que rige el conjunto de la vida del Universo. Para Tales, contenía el agua la causa del movimiento y el cambio; por sus raíces mitológicas, desde los egipcios y babilónicos, tenía naturaleza de vida o elemento animado: el alimento, la sangre y el semen son por naturaleza húmedos. Para Anaxímenes, el aire y el viento estaban dotados de vida; el alma en sus orígenes significaba “soplo de aire”; el aire y el aliento eran un principio vital del hombre; el aire anima al cuerpo, lo llena de vida, su falta necesariamente lo mata. Para Heráclito, el fuego salta y parpadea, su movimiento da vida.

Los filósofos de la naturaleza sostenían la existencia de cuatro elementos vitales: el agua, el fuego, la tierra y el aire, y de acuerdo a la posición doctrinaria de cada uno de las corrientes filosóficas dominantes el elemento considerado fundamental era elevado a la categoría de principio o arché. Junto a estos elementos, y combinándose en distinta proporción con ellos, existían cuatro cualidades materiales: lo frío, lo caliente, lo húmedo y lo seco. Con estos significantes mínimos y esenciales se construyó el sistema teórico de los humores y la matriz del discurso que ordenaba el Universo en cadenas de cuatro elementos.  

Cuatro son los humores: sangre, bilis amarilla, bilis negra (mélaina chole), y flema. En cada humor domina un elemento y dos cualidades, y cada uno de ellos adquiere un lugar preponderante en relación con una estación del año. Cuatro son las estaciones del año: primavera, verano, otoño e invierno; y además, se puede agregar que esta estructura cuaternaria de los humores del cuerpo humano no sólo está ligada a los elementos primarios, las cualidades y las estaciones, sino también a las edades de la vida, los momentos del día, los temperamentos psicológicos, los puntos cardinales, los vientos, los sabores y los colores.

 
     
 

 
     
 

Este esquema permitía interpretar los cambios y comportamientos orgánicos de cualquier sujeto en las diferentes etapas de la existencia, combinando los cuatro humores con las cuatro edades de la vida. De esta manera la juventud se caracterizaba por un predominio sanguíneo, en la madurez prevalecía la bilis amarilla, en el ocaso dominaba la bilis negra, y en la vejez influía la cantidad de flema.

Las múltiples y posibles relaciones, así como los vínculos de asociación entre los distintos significantes de esta compleja estructura de categorías, crean una producción de ricas metáforas adoptadas por las lenguas en modismos y locuciones, en dichos y sentencias. De los griegos no sólo hemos heredado los fundamentos esenciales del pensamiento occidental, sino también un uso sabio de la lengua en la vida cotidiana. Todo eso que de un modo u otro participa de forma inconciente en nuestro decir y constituye esa compleja red de lo imaginario colectivo.
La melancolía en los textos hipocráticos tienen una significación amplia que va del humor patológico al humor sano, de la forma de ser o temperamento a la modalidad alterada y patológica de la conducta. El abanico de la melancolía se colorea así de matices y tonos, en una frontera sutil entre lo normal y lo enfermo.

Fue así como la melancolía comenzó a ser dibujada en el mundo griego con la tinta que desprendían las elaboraciones construidas en el campo de la filosofía, la medicina, la mitología y la tragedia. Se fue diseñando poco a poco el perfil fisonómico del melancólico, la geografía de su cuerpo, y las ondulaciones de sus movimientos con los trazos del tejido discursivo. Esta configuración inicial que adquirirá nuevos matices en la historia de la cultura occidental, encuentra en el hilozoísmo la teoría de los elementos y las cualidades; en la medicina hipocrática la doctrina de los humores; y en los relatos mitológicos y las narraciones trágicas el carácter del hombre excepcional.
Las palabras se van encontrando, se enlazan entre sí, forman cadenas, emiten resonancias y coagulan en el imaginario cultural.

El lenguaje construye el imaginario colectivo: el melancólico está teñido con el color de la bilis negra, la piel es morena y los ojos oscuros; cabizbajo, su mirada se dirige hacia la tierra, lleva en su sangre la sequedad y la frialdad de la muerte; es lúgubre, silencioso, vive aislado, en la fronteras de la sociedad; es, en definitiva, un ser de excepción.

El melancólico “se sale fuera de sí”, su locura se tiñe de éxtasis, de arrebato y trance. Estado singular que comparte con los filósofos, los adivinos, los héroes y los iniciados, es decir, con los hombres excepcionales. Se halla entre lo divino y lo humano.

Tres pilares sostienen el edificio de la melancolía en la historia de las ideas. Un texto en forma de relato epistolar adjudicado a Hipócrates: La risa de Demócrito. El diálogo de Platón: Fedro. La tesis de Aristóteles, conocida como el Problema XXX, 1, sobre la genialidad y la melancolía.

La tesis de Aristóteles por la sencillez y profundidad de su enunciado es la que ha dejado una fuerte herencia en nuestra cultura. Está formulada como una pregunta e invita a una reflexión sobre el papel de la melancolía en la vida humana: “¿Por qué razón todos aquellos que han sido hombres de excepción, bien en lo que respecta a la filosofía, o bien a la ciencia del Estado, la poesía o las artes, resultan claramente melancólicos?”.

Aristóteles vestía de este modo la figura del melancólico con el excelso ropaje de lo sublime. Una preponderancia cuantitativa y constitucional de la bilis negra hacía del hombre un melancólico por naturaleza, un ser normalmente anormal, afectado de un equilibrio inestable. Lo enfermizo podía ser lo más sublime y sano.

La disposición melancólica era esencial en los logros intelectuales, le permitía penetrar en la oscuridad y luchar contra las tinieblas para alcanzar una clarividencia ante lo inseguro; y cuando finalmente abría una puerta a la desesperación, y dejaba atrás lo ya alcanzado, no hacía otra cosa que volver a la oscuridad. La melancolía se convertía así en una experiencia del espíritu que sólo encuentra el camino de la luz atravesando la oscuridad.
Esta posición de Aristóteles encontraba su réplica en la manía o el furor divino presente en la exposición del Fedro de Platón. El éxtasis del melancólico hallaba su contrapunto en ese estado de exaltación del alma hacia lo eterno e imperecedero.

Exaltarse es alcanzar en cualquier estado de ánimo, ya sea de alegría o de dolor, un grado de excitación o de pasión.
El hombre maníaco era extraordinario y genial por el dios que lo ha elevado en un sagrado “fuera de sí”, que lo ha exaltado hacia una perfecta simetría a un nivel más alto. La manía divina era una armonía con el Cosmos. El concepto mismo de manía conducía al mundo trascendental.

Lo que en Platón era el fruto del influjo de una divinidad, en Aristóteles constituía un estado desencadenado por la naturaleza de la bilis negra. Aristóteles aparta de este modo al melancólico de las influencias divinas y da una explicación terrenal de la genialidad.

La locura o frenesí en Platón, esa manera de exaltarse, ese éxtasis del melancólico en Aristóteles, es también entusiasmo; y el entusiasmo es soplo, inspiración; y la inspiración es un modo de concebir, de crear formas nuevas en el universo humano. Manía, melancolía, exaltación, éxtasis, entusiasmo, inspiración y creación forman entonces una cadena metonímica que envuelve al espíritu de los hombres geniales.

 
     
 

El melancólico vive en la frontera como el loco y el héroe, es un ser de extremos. Se comporta como un loco, pero no está loco, y es justamente esta situación límite lo que le proporciona un saber enfermizo, extremo, que puede conducirlo a un verdadero desfallecimiento del deseo.

La idea aristotélica del melancólico dotado de virtudes excepcionales que lo convierte en un hombre genial pasa al olvido en la Edad Media.

Los misterios de la Antigüedad que pertenecían sólo a los elegidos (melancólicos, adivinos, filósofos e iniciados), pasaron a ser misterios paganos combatidos por el cristianismo.

La melancolía ya no conduce a la comprensión de las raíces profundas de la existencia humana como pretendía Aristóteles, ahora, en la Edad Media, se convierte en una fuente de pensamientos erróneos. La existencia ya no es un misterio indescifrable como lo era en el mundo griego, sino un orden transparente garantizado por Dios. Los que no aceptan este único principio caen en las tinieblas y son abandonados en la soledad.

Pensar más allá de ese Dios omnipotente es una inutilidad y una herejía, y el melancólico se ve afectado de pensamientos inútiles. Para escapar de la opresión el melancólico se aísla, su deseo de libertad termina siendo una enfermedad; es un hereje que acaba enfermo por pensar demasiado. La erudición y el esfuerzo intelectual son considerados causa de melancolía.

La melancolía también fue vista como un vicio que abría el camino a la “acedia”, hermana o madre de la “tristitia”. Al aislarse y encerrarse en sí mismo se convirtió en un perezoso. La despreocupación, el desinterés o la indiferencia adquirieron entonces el sentido de la pereza, uno de los siete pecados capitales. La acedia fue, en la Edad Media, el síntoma inequívoco del alejamiento del dogma de Dios, del rechazo de la gracia divina.

La pereza se representa en los grabados de la época bajo la forma de una hilandera dormida con su huso en la mano como aparece en una de las ilustraciones de La nave de los necios, realizada en el taller de Durero. La mujer melancólica no hace nada con su huso porque dormita en su tranquila pereza.

   
     
 

Sin embargo, una revolución inesperada se produce en la Edad Media de enormes repercusiones culturales: el pensamiento de la época se impregna de ideas astrológicas.
La Astrología pule la concepción monolítica de la melancolía entendida, en esa etapa histórica, como un síntoma de la ausencia de la gracia divina y la convierte en un bien común: puede afectar a cualquiera. Se abre así el camino para destronar a Dios como causa del mal.

Las sombras que envuelven a la melancolía en la Edad Media dan paso al planeta Saturno iluminado por los textos neoplatónicos de Marsilio Ficino, en el siglo XV. La coartada del planeta Saturno rescata al hombre del poder ejercido por Dios y le otorga la facultad de obrar por su propia determinación.

 
     
 

La oscura figura de la melancolía labrada en la Edad Media, identificada con la locura y la enfermedad mental, marcada por el aislamiento y la soledad, y apartada de la gracia de Dios, se hace trizas con la explicación astrológica. La doctrina de Ficino otorga a los hombres por la acción de Saturno el talento divino que Aristóteles le atribuye al melancólico. El influjo de Saturno es responsable tanto del abatimiento como del carácter de excepción. Saturno genera melancolía, pero puede curarla.

Los melancólicos en la Edad Media son enfermos mentales anónimos mientras que en el Renacimiento son un ejemplo por su empeño de construir un mundo propio sin ataduras de ningún tipo. Deseoso de una independencia absoluta pierde los puntos de referencia, ya no es Dios su orientación. En esa búsqueda infinita se encuentra otra vez solo y frágil. Desgarrado entre los extremos de la autoafirmación y de la duda, cavila y se desespera; está abocado al fracaso.

La melancolía de Ficino no es una enfermedad, pero tampoco es salud; el melancólico se comporta como un loco, pero no está loco. Su personalidad es ambivalente: loca y sensata, eufórica y abatida, Es un ser anormalmente normal.

La Antigüedad amarró su concepción de la melancolía en la filosofía, la tragedia y la mitología; la Edad Media en la teología; la Edad Moderna a partir del Renacimiento en la estética, y por primera vez en la historia de la humanidad la melancolía se convierte en tema y principio formal del arte. En el Renacimiento y la Edad Moderna la melancolía enmarca, con su aspiración de libertad, los límites del arte: reivindicación de una autonomía ilimitada junto al impulso de una creatividad individual. El artista se sale de las ataduras del mundo para crear un mundo nuevo.

De esta experiencia nos queda el testimonio del grabado de Durero, Melencolia I, deudor de las ideas de Ficino. Es la melancolía en estado puro, es la recreación más auténtica que se ha realizado sobre el imaginario cultural de una época. Su obra trata de revelar la oscura fuente del genio creador, más allá del aparente contraste entre la salud y la enfermedad.

   
     
 

La mejilla apoyada en el puño cerrado representa una actitud de dolor, concentración y fatiga. Se halla la figura ante un problema que no puede ni resolver ni desechar. No es un loco confuso, sino un ser creador empeñado en un trabajo intelectual. La mirada quiere atrapar el reino de lo invisible donde habitan los ideales supremos de la belleza infinita. La bilis tiñe de negro el rostro ensombrecido que expresa una triste atmósfera de desasosiego. Es la hora del crepúsculo. La figura central parece ser una mujer con alas  que no hace nada con los instrumentos de la mano y de la mente; es la inactividad melancólica, la pereza. Cavila triste, es el crepúsculo de un pensamiento que no puede arrojar sus ideas a las sombras, ni sacarlas a la luz.

Un último e íntimo detalle parece encerrar en su interior la misteriosa figura del grabado de Durero, realizado en el año 1517. Es el rostro de Bárbara Durero, la madre, el que vemos aparecer en la figura alada como una siniestra sombra que retorna. Es ella la que vuelve y envuelve a Durero con su expresión de tristeza tal como fue retratada poco antes de morir, en el año 1514. Desde las entrañas mismas de la obra emerge lo más profundo de la Melencolia I, el fantasma de la Madre y la Muerte, la soledad y el exilio del creador.

Debo concluir esta intervención con la sensación de un profundo malestar que aún me provoca la noción de depresión cuando se coloca en el lugar de la melancolía para nombrar ese estado de dolor y tristeza, de oscuridad y aislamiento. El predominio y la difusión abusiva de la depresión que observamos en la cultura de nuestra época no es más que la contrapartida del destierro que sufre la melancolía. Subrayemos que esta cuestión no es un problema meramente formal, como ya se ha visto, sino de gran calado teórico.

Quizás una de las hipótesis posibles de esta torsión encuentre su explicación en el fracaso de las ideas que sostuvieron durante siglos la presencia de una subjetividad en el relato de la melancolía. Esta tendencia se fortaleció con la presencia de un nuevo Dios omnipotente que domina la escena psíquica en esta Edad Media Posmoderna, y que no es otro, que el dogma de un discurso privilegiado por la química neurobiológica que ha desalojado de la experiencia humana al sujeto del inconciente.

   
 

 

 
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