Trama y Fondo
VI Congreso Internacional de Analisis Textual

 

LA DIOSA QUE SE DESANGRA EN EL EDÉN. ANTICRISTO (Lars von Trier, 2009)

     

Aarón Rodríguez Serrano
Universidad Europea de Madrid

 

Quizá en esta ocasión sea necesario comenzar precisamente realizando un breve análisis textual de uno de los textos paralelos que acompañaron el lanzamiento de Anticristo. Me refiero a la siguiente fotografía promocional, especialmente realizada para la promoción de la película en prensa escrita:

 
 

Desde allí, el director (Lars von Trier) parece mirar fuera de cuadro, escrupulosamente vestido entre el duelo –su atuendo, rigurosamente negro, sugiere un cierto luto- y la fiesta –esa extraña pajarita que subraya su imagen y que parece remitir, de alguna manera, al punctum barthesiano . Junto a él, desplomado en el suelo, un cuervo muerto ha usurpado el lugar del animal familiar que solía guardar o representar a las figuras retratadas en la tradición pictórica del retrato. Resulta imposible, ante esta imagen, no recurrir a la que quizá sea otra de las fotografías promocionales más famosas de la historia del cine.

 
 

Algo podría haber precisamente ahí, entre esos dos textos, que nos ayude a clarificar lo que se esconde en el interior de Anticristo. Algo relacionado, por supuesto, con esa brutal reinterpretación de la figura hitchcockiana a la que Von Trier parece parodiar, o incluso subvertir, en el lanzamiento de su última película. Y es que ese segundo cuervo, ese cuervo desplomado –y que sin embargo,  como sabemos después de ver la película, se empeña constantemente en resucitar- parece indicar una pérdida, una ruptura, una quiebra todavía más radical en lo ya expuesto por Hitchcock:

 
 
 

Ninguna palabra, pues, frente a lo real. Ningún héroe capaz de introducirla y sustentarla. La debilidad y, en el límite, la ausencia de héroe (…) No hay duda sobre ello: no hay héroe. No hay hombre capaz de acompañar a la mujer en la senda de su goce.(1)

 

Ese podría ser, quizá, el tema mayor de Anticristo: la imposibilidad de un hombre para establecer una Palabra lo suficientemente sólida como para acompañar a la mujer en los meandros más oscuros de su goce mismo.

En cualquier caso, si el cuervo está situado precisamente ahí, a los pies del director, es sin duda porque se trata de uno de los elementos más importantes de la cinta. Después de todo, lo lógico en las fotografías promocionales suele ser retratar al director junto a sus estrellas, generando así una marca imaginaria que suele reportar mejores beneficios en taquilla: los responsables, unidos en ambiente festivo, se hermanan para garantizar la complicidad y la mutua satisfacción por los resultados de la cinta.(2)

Ahora bien, el cuervo es, sin duda, uno de los protagonistas principales de Anticristo. En primer lugar porque, como ya hemos dicho, es el único personaje de la cinta que, a pesar de ser aniquilado una y otra vez, se empeña en resucitar. Así, por ejemplo, en la escena en la que Dafoe le golpea compulsivamente con una piedra.

Del mismo modo, reaparece al final de la cinta para asistir como testigo de ese acto criminal que corona el relato. El cuervo, presencia que retorna en mitad de ese universo completamente dominado por el luto, nos invita también a reflexionar sobre lo que Slavoj Zizek acotó de la siguiente manera:

 

Si hay un fenómeno que merezca denominarse “fantasma fundamental de la cultura de masas contemporáneas” es ese fantasma del retorno del muerto vivo: el fantasma de una persona que no quiere estar muerta y retorna amenazante una y otra vez (…) El retorno de los muertos es signo de la perturbación del rito simbólico, del proceso de simbolización; los muertos retornan para cobrar alguna deuda simbólica impaga. (3)

 

El cuervo, incapaz de morir, forma parte de ese extraño trío de psicopómpos que se hace llamar Los tres mendigos y que puntean la catástrofe del matrimonio. Y no deja de ser llamativo que los otros dos animales escogidos para representar a esas tres fuerzas del delirio sean también dos animales habituales en el retrato pictórico: el zorro y el ciervo. Y de la misma manera que el cuervo, son subvertidos por la mirada del director: el primero se desgarra la piel a sí mismo mientras que el segundo porta el cadáver de una cría muerta. Parecería, por tanto, que esa naturaleza que acompañaba al hombre, que lo representaba en sus atributos simbólicos –fuerza, valor, lealtad…- se hubiera vuelto completamente loca. ¿Y no es esa una idea que parece comparecer constantemente en Anticristo? ¿No afirma la protagonista femenina: La naturaleza es la Iglesia de Satán?

 
  LOS TRES MENDIGOS Y EL GOCE: PRÓLOGO  
 

 

 

Para entender la función que juegan los tres mendigos en la cinta tenemos que acercarnos necesariamente a esas dos escenas que se conectan de manera inquietante en el interior de la ficción: la del suicidio del hijo y la del asesinato de la mujer. Entre ambas se establece un inquietante juego de espejos que, sin embargo, parece conectar todo el relato en un único movimiento. En las dos escenas, dos cuerpos desnudos –el hombre y mujer- se enfrentan con el enigma mismo del goce. Un goce que, al ser del todo imposible, sólo acaba en la elocuencia misma del cádaver: el cuerpo destrozado del hijo, el cuerpo destrozado de la mujer. Y, entre ambos, un hombre confuso cuya función primordial –la de señalarse a sí mismo como héroe del relato, la de ofrecer una Palabra capaz de atravesar lo Real- ha fracasado de manera estrepitosa.

Y es que en el prólogo, de una manera sutil pero absolutamente efectiva, ya se encuentran presentados los tres mendigos, mediante dos advocaciones bien distintas. En primer lugar, en ese ingenuo juego infantil sobre el que los padres realizan el amor:

 
 
En segundo lugar, mediante las tres figuras que parecen guardar el umbral de esa ventana por la que el niño no tardará en arrojarse.
 
 
 

Pero, del mismo modo, un cuarto elemento se interpone entre el niño y su objetivo: ese libro que parece abrirse –darse a la mirada- de manera completamente incomprensible: no hay viento alguno que pueda hacer que sus páginas se deslicen, a no ser, por supuesto, el de la furia del acto sexual que tiene lugar en la habitación contigua. Una furia que, como ya veremos, anticipa el profundo proceso de descomposición y derrumbamiento que domina todo el universo de Anticristo. ¿Es el goce de la mujer, por lo tanto, el que hace que esas páginas se deslicen, o por el contrario, es la llamada de esa naturaleza asesina que se empeña en derrumbarse, arrasando todo lo que encuentra a su alrededor, la que parece desafiar lo que se encuentra escrito, ahí, en el libro, esto es, una Palabra? O, siguiendo al mismo texto, ¿no podríamos afirmar que existe una conexión entre ambas, entre esa mujer que goza y ese universo que se desmorona? En los siguientes epígrafes tendremos ocasión de ocuparnos de esta cuestión.

Por lo pronto, baste señalar que esos tres mendigos –bautizados con las palabras Desconsuelo, Angustia y Pena- parecen formar una barrera contra el avance de ese niño que actúa como un autómata ante la llamada homicida de la Naturaleza. Barrera inservible, en tanto acaba –como el libro, como todos los objetos de Anticristo- desplomándose en el vacío. Por montaje paralelo podemos ver cómo, en ese dramático momento, la madre goza.

 
 
 

Con lo que podríamos añadir: algo ha fallado en ese proceso que hubiera impedido que el niño se arrojara contra el vacío. Algo relacionado tanto con el goce de la mujer –en tanto su cuerpo incontrolable se encuentra ahí, situado sobre los dibujos que representan al cuervo, al zorro y al ciervo- y con esa Palabra que el padre no ha podido levantar. Resulta imposible no remitirnos a Lacan cuando afirmaba:

 

La palabra plena es la palabra que hace acto. Tras su emergencia uno de los sujetos ya no es el que era antes (…) Cada vez que un hombre habla a otro de modo auténtico y pleno hay, en el sentido propio del término, transferencia, transferencia simbólica: algo sucede que cambia la naturaleza de los dos seres que están presentes.(5)

 

Resulta obvio que los tres mendigos recogen, en su personificación imaginaria de los estados delirantes de los protagonistas, esa inutilidad de la palabra, esa vacuidad que les condena y que les conducirá al asesinato. Algo así parece confirmar la manera en la que la tesis doctoral de la protagonista se va descomponiendo en su escritura, evolucionando desde una supuesta Palabra académica hasta el trazo psicótico e inconexo de un manuscrito indescifrable.

 
 
 
 

Y, de la misma manera que el cuerpo de la mujer se apoyaba durante el acto sexual en el dibujo de los tres mendigos, su tesis reposa apoyada sobre un mapa de las estrellas en el que una constelación imposible aparece representada junto al mismo nombre. El hombre, por supuesto, intenta comprender esa palabra psicótica, escapándosele así el evidente paralelismo entre los dos símbolos colocados en el mismo lugar: el goce y el horror, lo oculto e incontrolable en su naturaleza femenina.

 
  EDÉN  
 

 

 

El cuarto capítulo de la cinta aparece convenientemente titulado “Los tres mendigos”, como si en él pudiera comprenderse al fin cuál es exactamente el papel que juegan en la cinta. Es la propia protagonista la que nos da la clave al afirmar que “cuando llegan los tres mendigos, alguien debe morir”. Se trata, por supuesto, de la primacía de esa naturaleza incontrolable y homicida de la que somos testigos durante toda la cinta. Las tres figuras fantasmales, sacerdotes de esa blasfema Iglesia presidida por Satanás, son los heraldos de la locura incontrolable que lleva a los personajes a la tragedia. De hecho, el comienzo del fragmento remite directamente a ese “fantasma fundamental de la cultura de masas” zizekeano del que hablábamos al principio: la mujer intentando desenterrar al marido, arrancarle de los brazos de esa Madre Naturaleza brutal que amenazaba con fagocitarlo. Se trata, por supuesto, de un acto engañoso: si desentierra a su marido no es para salvarle, sino antes bien, para poder matarlo después cuando “lleguen los tres mendigos”, esto es, cuando esa Naturaleza incontrolable así se lo exija. El carácter de la víctima sufre una sutil pero fundamental modificación: abandona el terreno de lo que podríamos considerar la víctima de un crimen sexual para convertirse en sacrificio, en pharmakos. Se trata, al fin y al cabo, de una víctima propiciatoria que debe ser inmolada en el altar de esa Diosa Naturaleza que parece haber invadido el Edén, el territorio que estaba destinado a la curación, a la Palabra.

El intento de asesinato del marido traspasa así los umbrales de la locura para instituirse como un acto siniestramente sagrado:

 
 

El sacrificio que (…) es un levantamiento de la prohibición de dar muerte, es muy al contrario, el acto religioso por excelencia (…) La víctima muere y entonces los asistentes participan de un elemento que esa muerte les revela. Este elemento podemos llamarlo, con los historiadores de las religiones, lo sagrado. Lo sagrado es justamente la continuidad del ser revelada a quienes prestan atención, en un rito solemne, a la muerte de un ser discontinuo. Hay, como consecuencia de la muerte violenta, una ruptura de la discontinuidad de un ser; lo que subsiste y que, en el silencio que cae, experimentan los espíritus ansiosos, es la continuidad del ser.(6)

 

 

La muerte del marido sólo puede darse, por lo tanto, en las condiciones propicias que lo convierten en un chivo expiatorio competente, capaz de enarbolar su discontinuidad ante la violencia femenina.

De ahí también que von Trier se sienta obligado a reescribir el prólogo en el final del relato para que podamos comprender el comienzo de esa locura, el momento mismo en el que la madre, en pleno estallido sexual, contempló impertérrita cómo su hijo se desplomaba hacia el vacío.

 

 
 

La relectura de esta escena modifica también el devenir mismo del relato. Lo que antes había llegado hasta nosotros como una simple concatenación de desafortunadas casualidades sometidas al azar mismo que podía leerse tanto como una invitación a la teodicea (¿qué clase de Dios permanece silencioso ante un acontecimiento tan desgarrador como la muerte de un niño?), ahora sólo puede ser interpretado en términos de responsabilidad o de sacrificio. Responsabilidad, en tanto la madre tiene que guardar silencio ante el horror allí donde no hay una Palabra posible que se pueda pronunciar, siendo así arrinconada contra el abismo de su goce. Sacrificio, en tanto ese niño muestra la discontinuidad de la que hablaba Bataille en su forma más salvaje: la pérdida de una vida en la que todo es pura potencialidad, en la que todas las posibilidades se agotan bruscamente en unas décimas de segundo. El fascinante uso de la cámara lenta parece subrayar esa sensación laxa y pegajosa del tiempo, un tiempo sin Palabra posible, estilizado hasta la náusea y hermoso en su abrasiva puesta en escena del horror y de lo real. Ese goce –sin Palabra- siniestro al que la mujer se entrega sólo puede tener un trasfondo siniestro, en el que parecen resonar las palabras del Presidente Schreber:

 

Es mi deber ofrecer a Dios este goce; y si, haciéndolo así, me cae en suerte algo de placer sensual, me siento justificado para aceptarlo.(7)

 

Así pues, el Hombre, bajo la sombra de la presencia de los Tres Mendigos, es reconocido como el sacrificio último en el corazón del Edén. Llega el momento, por lo tanto, de preguntarse por qué Lars von Trier decide que sea esa precisamente la etiqueta que corona el territorio del horror. Y, probablemente, sólo conseguiremos encontrar respuestas satisfactorias en conexión con el propio título de la cinta. Como bien señala Reyes Mate siguiendo a Carl Schmitt: “el final es el caos (llegada del Anticristo)”(8), entendiendo como tal el momento de la farsa, del engaño, de la mentira. Algo similar puede leerse en la Biblia, cuando al hablar de la llegada del Anticristo, se afirma:

 

 “La venida de este hombre inicuo, en razón de la actividad de Satanás, irá acompañada de toda una suerte de prodigios, de señales, y de portentos engañosos, y de todas las seducciones propias de la maldad para aquellos que están abocados a la perdición por no haber aceptado el amor de la verdad que los habría salvado” (2 Tesalonicenses 2, 9-11).

 

La naturaleza del Anticristo, sin duda, se entronca más en el concepto de la inversión de la Ley que en la de su transgresión. La propia historia del cristianismo ha sido rica en ejemplos de herejías de un cierto sabor anticrístico, como por ejemplo la protagonizada en 1534 por el holandés John de Leyden, que tras ser coronado rey de la ciudad alemana de Münsten, puso en marcha una nueva sociedad compuesta principalmente por la puesta en escena pública de sacrificios humanos masivos, la celebración de misas negras o la abolición del trabajo, la monogamia y la propiedad privada. Sus teorías fueron hábilmente rescatadas del olvido por Greil Marcus al estudiar la evolución del concepto “Anticristo” a lo largo de la Historia, señalando ese destino constante que atraviesa el concepto sus constantes modificaciones de la cultura popular, del citado Leyden a los Sex Pistols.(9)

Von Trier, por su parte, presenta en su particular relectura del Anticristo una inversión que encuentra su mayor baza en la presentación siniestra de ese Edén, esa tierra prometida en la que los sujetos, en lugar de curarse, son exterminados. Del mismo modo, en lugar de “hacer germinar del suelo toda clase de árboles agradables a la vista y apetitosos para comer, el árbol de la vida, en medio del jardín, y el árbol de la ciencia del bien y del mal” (Gn 2,9), el director plantea una naturaleza completamente enferma, compuesta por árboles que se desploman entre horribles crujidos y bellotas que mueren generando una lluvia interminable de cadáveres vegetales que impiden conciliar el sueño a los protagonistas. Su Edén es un tierra enferma, una tierra en la que nada puede ser sostenido. Mucho más dramático, por supuesto, es su particular acercamiento al árbol de la vida, convertido ahora, literalmente, en árbol de la muerte.

 

Así, cuando el hombre se siente incapaz de infundir un goce extremo en la mujer (un goce violento, siniestro, un goce que se fusiona con la violencia y la agresión sobre su cuerpo), somos invitados a contemplar cómo ella se masturba desesperadamente a los pies del árbol seco que corona el Edén. No tarda mucho en desencadenarse el horror, la violencia del hombre que golpea el cuerpo de la mujer, la referencia a esa inversión de la Ley –en la cita a una serie de brujas que, en alianza con esa misma Madre Naturaleza, podían provocar tormentas de granizo a voluntad- y, por último, la descripción de una escena sexual que parece coronar, precisamente, en un violento movimiento de cámara que parece luchar por introducirse en la cabeza del hombre.  
     
     
     
 

Cuando la cámara retrocede, tras una modificación del sonido que parece remitir a ese interior del hombre que participa en un ejercicio de goce siniestro, nos encontramos con la prueba definitiva de la inversión que von Trier realiza en el Edén: una multitud de cadáveres que asoman, fláccidos y confusos, entre las raíces del árbol.

 
     
       
     
 

El Edén, el territorio de esa diosa naturaleza, se sustenta sobre montones de cadáveres que asisten, como testigos incómodos, al ejercicio del goce siniestro. Debemos, por lo tanto, volver a Zizek, volver a pensar en todos esos muertos que parecen empeñados en retornar, convirtiendo en angustia el encuentro del hombre y la mujer.

 
     
  CRÓNICA DE UN MUNDO ENFERMO  
     
 

Y es que, en resumidas cuentas, lo que von Trier nos muestra con total claridad es que la inversión de la Ley, el reinado de esa Diosa Naturaleza/Satanás que culmina en el interior mismo de los sujetos, constituye un paso sólido y concreto hacia su propia autodestrucción. Los tres mendigos conforman, después de todo, una constelación que anuncia el final de cualquier esperanza, que requiere sacrificios en nombre de un goce obsceno.

 
     
       
     
 

Su posición desde lo alto –desde el Cosmos, el orden mismo del mundo y la morada generalmente destinada a los dioses- nos remite directamente a ese espacio desde el que se enuncia la Ley y que ha sido brutalmente suplantado por un orden homicida. El relato se reescribe de nuevo: los tres mendigos estaban ya allí mientras el niño caía, podían complacerse en su sacrificio, en la lógica delirante del desgarro. Modifican la Palabra –la tesis- hasta hacerla ilegible, incomprensible, huella misma del delirio. Acompañan, indestructibles, a ese Anticristo/Madre Naturaleza que se deleita en la enfermedad de los que moran en su Edén. Celebran, por lo tanto, el final de los tiempos.

El drama propuesto por von Trier resume con increíble precisión uno de los problemas mayores de la sociedad contemporánea: la imposibilidad de ofrecerle al otro una Palabra lo suficientemente sólida como para atarle en la cordura. Una Palabra que, nos parece lógico, sólo puede venir dada desde fuera del propio sujeto que la enuncia. Así, resulta desgarrador que el protagonista de Anticristo sea precisamente un profesional de la cordura (therapist en el original, mucho más apropiada que su traducción castellana por psiquiatra) que no puede ofrecerle a su pareja nada más que las migajas de un tratamiento un tanto absurdo fundamentado en role plays y otras técnicas de la psicología moderna, muy del gusto conductista. De manera irónica, antes de que la mujer experimente una curación casi milagrosa (curación irónica, ya que precede su fusión con la Naturaleza y su posterior ataque de locura), parece celebrar la caída del psicoanálisis al afirmar: “Los sueños no interesan a la psicología moderna. Freud está muerto, ¿verdad?”.

La declaración de la muerte de Freud implica, necesariamente, la negación de esa Palabra radical que se le escapa al protagonista, la imposibilidad de construirse en hombre, de enfrentarse al duelo y a la melancolía.

 
     
  NOTAS  
         

(1) GONZÁLEZ REQUENA, Jesús: La mujer, los Pájaros y las Palabras, p.17

(2) Ni siquiera Anticristo llegó a salvarse de esta costumbre promocional. En el segundo DVD de la edición española distribuida por Cameo se encuentra el pequeño documental “El caos reina en el festival de Cannes”, en el que podemos contemplar las correspondientes poses de Von Trier, Dafoe y Gainsbourg frente a los objetivos de la prensa.

(3) ZIZEK, Slavoj, Mirando al sesgo: Una introducción a Jacques Lacan a través de la cultura popular, Editorial Paidós, Buenos Aires, p. 47-48.

(4) LACAN, Jacques, El seminario I: Los escritos técnicos de Freud, Editorial Paidós, Buenos Aires, pps. 168-170.

(5) BATAILLE, Georges, El erotismo, Editorial Tusquets, Barcelona, 1997, pps. 86-88.

(6) Cit. En DELEUZE, Gilles y GUATTARI, Félix, El Anti Edipo, Capitalismo y esquizofrenia, Editorial Paidós, Barcelona, 1985, p. 25

(7) REYES MATE, La herencia del olvido, Editorial Errata Naturae, Madrid, 2008, p. 218.

(8) MARCUS, Greil, Rastros de carmín, una historia secreta del siglo XX, Anagrama, Barcelona, 1993, pps.101-105

 

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