EDITORIAL DEL NUMERO 9: El espíritu de la colmena.
Una finta notable del pensamiento nacionalista es la que conduce,
contra toda lógica, a la conclusión de que todos el que se opone a sus proyectos
es, también él, necesariamente, nacionalista. Sólo que, eso sí, nacionalista
de una nación enemiga.
El argumento se desarrolla así: nosotros (los nacionalistas)
somos, obviamente, nacionalistas, pues defendemos nuestra nación, su esencial
soberanía, su vocación de independencia. Y los otros, los que no están de acuerdo
con nosotros, aunque se digan no nacionalistas, porque se oponen a nuestra nación,
porque no respetan su esencial soberanía, porque rechazan su vocación de independencia,
se alinean en eso con la nación enemiga y son por ello mismo, objetivamente,
también nacionalistas. Y enemigos.
Tal es la asombrosa manera con la que, antes de comenzar,
concluye necesariamente el debate sobre el nacionalismo para el nacionalista:
todos los polemistas seremos, inevitablemente, nacionalistas, lo queramos o
no, lo sepamos o no. De manera que la condición de no nacionalista solo podrá
reservarse, entonces, a los que huyen de toda polémica, silban, miran hacia
otro lado, no saben nada, a nada se oponen, la cosa no va con ellos...
Pero si alguien polemiza, si osa discutir al nacionalista,
de inmediato recibe la calificación irreversible: el también es nacionalista,
solo que de la nación otra, la enemiga.
Lo sorprendente de esta finta no es, precisamente,
su brillantez -no encierra, después de todo, otra cosa que el mecanismo proyectivo
típico de la paranoia- pero sí, desde luego, la extensión de su calado. Muy
especialmente entre la izquierda española, que en esto se muestra del todo cautiva
de la dialéctica nacionalista: convencida de que oponerse al nacionalismo vasco,
catalán o gallego supone necesariamente contraer el estigma del nacionalismo
españolista, opta finalmente, para evitarlo, por callar, conceder, contemporizar.
Y termina así por entregarse a la dialéctica nacionalista
que reduce todo conflicto al enfrentamiento entre las naciones buenas -oprimidas-
a las malas -y opresoras. O dicho en otros términos: conduce a que el discurso
nacionalista alcance una hegemonía ideológica absoluta.
¿Cuándo recobrará nuestra izquierda la memoria? ¿Cuándo
recordará que el suyo fue siempre un proyecto universalista? ¿Cuándo volverá
a tomar conciencia de que su causa es la de los hombres -todos- y no la de las
naciones -que se excluyen entre sí hasta la guerra, que siempre proclaman un
victimismo irredento que desemboca tarde o temprano en tentaciones expansionistas?
¿Cuándo descubrirá de que la bandera de la independencia
conduce a la negación más extrema de todos sus ideales, pues no encierra después
de todo otra cosa que la negación de toda dependencia, de todo lazo común y
de toda deuda?