Trama y Fondo
VI Congreso Internacional de Analisis Textual

 

Necesidad y riesgo de la ficción:
aproximación a la poética de Antonio Muñoz Molina

     
 

Esther Navío Castellano
Universidad Complutense de Madrid

 
     
 

La reflexión sobre las relaciones entre ficción y vida articula el pensamiento poético de Antonio Muñoz Molina y ha modelado en buena parte su trayectoria como escritor. El deslumbramiento juvenil por los paraísos irreales de la ficción y sus resortes dejó paso, tras sus tres primeras novelas, a una cierta reserva ante una ficción regida por mecanismos demasiado previsibles y que suplanta la vida en vez de iluminarla. En los últimos años, según él mismo ha declarado, ha logrado reconciliarse con la ficción, pero sobre premisas ligeramente distintas de las iniciales. Sin embargo, del estudio de su obra se desprende que su postura ante el papel de la ficción en la vida y viceversa ha estado siempre marcada por la tensión del debate. El objetivo de estas líneas es mostrar por qué considera el autor que la ficción es necesaria, qué riesgos advierte en ella, y cómo se ha reflejado este dilema en su obra.

 
     
1. Necesidad de la ficción  
     
 

En «En defensa de la novela de quiosco», Chesterton reivindica apasionadamente la literatura popular y de folletín: «Presumiblemente, este tipo de obras las ha habido siempre y debe haberlas. Aspiran tanto a ser buena literatura como pueda aspirar a ser oratoria elegante la conversación diaria de sus lectores o a ser arquitectura sublime las casas de huéspedes y las casas de vecindad. Pero la gente debe conversar, debe tener casas, y debe tener historias. La simple necesidad de algún tipo de mundo ideal en el que las personas ficticias desempeñen sin estorbo un papel es infinitamente más vieja y más profunda que las reglas del arte serio, y mucho más importante. [...] La literatura y la ficción son dos cosas completamente diferentes. La literatura es un lujo, la ficción una necesidad» (Chesterton: 2005, 95-96).

Esta última afirmación ha presidido en diversas ocasiones las reflexiones de Antonio Muñoz Molina sobre su oficio (1); también se nos impone como punto de partida ahora. Para el escritor, la ficción es un instinto que antecede a la literatura y la motiva; su «médula más antigua» consiste en una elemental e imprescindible tarea: «alguien cuenta algo y alguien lo escucha» (Muñoz Molina: 2008c, 20). En ocasiones, ha reformulado esta idea de forma más lapidaria: «La mayor parte de las personas no leen ni escriben, pero salvo unos pocos imbéciles definitivos casi nadie carece del instinto de saber y de las ganas de contar» (Muñoz Molina: 2008c, 21). Y este fértil intercambio no es patrimonio exclusivo de la letra impresa ni de los aficionados a ella: «No era sólo en los libros donde adquiría uno el gusto y el vicio de la ficción. Los libros eran pocos y caros, y uno apenas sabía entonces que en ellos podían contenerse las mejores historias. La ficción estaba en los cuentos y en las conversaciones de los mayores, en los tebeos [...], en las películas y en la radio» (Muñoz Molina: 2002c, 186).

El gusto de escuchar historias durante la infancia (en casa, en el cine, en la radio, en la calle) despierta el apetito de inventarlas y contarlas, de modo que la necesidad de la ficción está en la base de su poética y de su vocación literaria: «Insisto en la necesidad de la ficción: antes de escribir libros yo me inventaba otras vidas. Se las contaba a mis amigos: para añadirles dignidad les decía que las había leído en un libro» (Muñoz Molina: 1996b, 15) (2).

Siguiendo las ricas comparaciones de Chesterton, es fácil constatar que existe alguna diferencia entre acogerse a una mansión y guarecerse en una covacha, y que no hay razón para que el aficionado a la ficción no apetezca también del lujo de la literatura. Por eso Muñoz Molina no duda en matizar la máxima del genial inglés añadiendo que, si la literatura es un lujo, «es un lujo de primera necesidad» (Muñoz Molina: 1994b, 57): «Un libro verdadero –porque también hay libros impostores– es algo tan material y necesario como una barra de pan o un jarro de agua» (Muñoz Molina: 1994b, 52).

Ahora bien, ¿qué aporta esta literatura necesaria como el agua y como el pan? En primer lugar, entretenimiento. Ha de llenar placenteramente el tiempo a ella consagrado, suspender provisionalmente las coordenadas del aquí y del ahora y transportar sutilmente al lector al interior del libro, o según el apropiado término acuñado por Ortega y Gasset, ‘apueblarlo’ (3). Así lo ha señalado Muñoz Molina en diversas ocasiones: «La literatura, en cualquiera de sus modalidades, tiene siempre, quiero subrayarlo, un efecto de evasión, término que me gusta más que escapada o huida: la huida puede estar llena de angustia y peligro, pero la evasión es un acto sinuoso, un deslizarse sin ser advertido entre los barrotes o las obligaciones inmediatas de la realidad. [...] la mejor literatura de evasión no es la más barata y previsible, sino la que encontramos en los libros mejores, o aquella que despierta o alienta lo más valioso de nosotros mismos. Pero incluso con los libros de categoría suprema, En busca del tiempo perdido o la Divina Comedia o la Ilíada, lo que hacemos leyéndolos es entretenernos y evadirnos, aunque se trate de un entretenimiento y de una evasión que requieren un máximo de agudeza intelectual, [...]» (Muñoz Molina: 2000b, 9-10).

En segundo lugar, esta literatura esencial ha de aportar conocimiento. Este cometido refleja, según el autor, la naturaleza paradójica de la ficción, pues le pedimos que nos permita huir de las cosas tal como son y, a la vez, que nos explique las cosas tal como son (Muñoz Molina: 2008e, 3). Ahora bien, la tensión entre estos dos términos no es contradictoria, pues el placer es fuente de conocimiento y el conocimiento es fuente de placer. Como los mitos para los pueblos y los juegos para los niños, la imaginación ofrece vías de exploración alternativas a la razón y la observación, pero que permiten igualmente aprehender la realidad: «La literatura [...] es una consecuencia del instinto de la imaginación, [...]. De mayores nuestra imaginación se mueve con tanta torpeza como nuestra mano izquierda, y ya no sabemos recordar que hubo un tiempo en que el juego y la fábula eran en nosotros no una manera desmañada de huir de la realidad [...], sino la forma soberana del conocimiento» (Muñoz Molina: 1994b, 52-53).
«Ellos, los libros, nos agrandan la vida», dice Muñoz Molina (1994c, 66). La literatura amplía nuestra memoria y nuestra imaginación con circunstancias, pormenores y gentes con los que no podremos coincidir más que en la prodigiosa intersección del relato, hayan existido o no fuera de él. Pero, además, afila nuestra inteligencia, aguza nuestros ojos y afina nuestra sensibilidad. Ortega lo sintetizó en un relámpago: «Yo leo para aumentar mi corazón» (1969, 41). La literatura no sólo enseña otras realidades, sino que enseña a apreciarlas, en un proceso de doble dirección: una que invita a la exploración del mundo exterior, y otra que conduce a la introspección: la literatura es «un tesoro infinito de sensaciones, de experiencias y vidas [...]. Es una ventana y también un espejo» (Muñoz Molina: 1994b, 56-57).

Asimismo, la literatura aporta conocimiento en la medida en que contribuye a aclarar un doble y peligroso malentendido: la inercia que lleva a considerar que los demás nos resultan absolutamente ajenos y la desidia que toma a los demás como copias aproximadas nuestras (Muñoz Molina: 1996a, 88). En ambos casos se alcanzan conclusiones erróneas: no nos incumben, no tenemos nada que aprender de ellos. En ambos casos se pierde la valiosa lección que aporta la literatura: que todos los demás son nuestros semejantes; que todos tienen una historia inasequible a la estadística. La literatura ilumina la individualidad irreductible de cada uno, y el vínculo de hermanamiento con los otros. El narrador al enfrentarse al papel y el lector al acoger su escrito parten de esa doble evidencia, que nutre la literatura y la ética: «El ámbito de la literatura es el de la totalidad de la experiencia humana, porque esa totalidad puede encontrarse mirando dentro de cada uno de nosotros, y ejerciendo a la vez ese cambio de perspectiva sin el cual no puede existir la novela (ni la sociedad civil, dicho sea de paso): el ponerse en el lugar del otro [...]», afirma Muñoz Molina (Fajardo: 1999, 267).

La literatura reúne en torno a sí una silenciosa hermandad de hombres y mujeres libres que, atravesando las barreras del espacio y del tiempo, recuerda y aprende que sus sueños, sus deseos y sus miedos han estremecido y estremecen a otras voces y a otros cuerpos: «La literatura es la gran memoria universal de los hombres, el archivo viviente de sus mejores rebeldías, de su desasosiego, de su instinto de felicidad y de razón, el testimonio amargo o exaltado pero casi siempre ejemplar de su rabia contra la mansedumbre y de su ironía frente a lo indiscutible» (Muñoz Molina: 2008d, 88-89) (4). No se trata de una voluntariosa declaración de amor a la literatura. Primo Levi, en Si esto es un hombre, consigna su esfuerzo por recordar un fragmento de la Divina Comedia ante un joven alsaciano que no conoce a Dante ni su lengua. Forcejeando contra su memoria, contra su francés, siente la urgencia de recobrar el canto de Ulises para su compañero del campo:

 
     
 

«Mira, atento Pikolo, abre los oídos y la mente, necesito que entiendas:
‘Considerad’, seguí, ‘vuestra ascendencia:
Para vida animal no habéis nacido,
sino para adquirir virtud y ciencia’,
Como si yo lo sintiese también por vez primera: como un toque de clarín, como la voz de Dios. Por un momento, he olvidado quién soy y dónde estoy» (Levi: 2003, 194-195).

 
     
 

Unos versos escritos siete siglos atrás sustraen provisionalmente a dos hombres del envilecimiento del Lager y les restituye el brillo de humanidad que su entorno se empeña en desmentir pero no ha logrado opacar. No cabe justificación mejor de la literatura (5).

 
     
2. Riesgo de la ficción  
     
 

Veíamos que la ficción es necesaria porque nos permite conocer el mundo y evadirnos de él. Ahí acechan también sus peligros. Su habilidad para multiplicarnos en otros puede ser una carta envenenada de dimisión vital. Antonio Muñoz Molina lo sabe: «Durante demasiado tiempo uno creyó que el arte, aunque se alimentara de vida, era superior a ella, y miró cuadros y frecuentó canciones y libros como un adicto que exige al opio la felicidad y le agradece los sueños de sus ojos cerrados. Vivir era presenciar de lejos las vidas de otros [...]. Hizo de la claudicación una especie de heroísmo [...]» (Muñoz Molina: 2008d, 25).

Aunque el escapismo implica una inevitable deformación óptica, de la capacidad de la ficción para enseñarnos el mundo se derivan, según ha señalado el autor, dos posibles riesgos: por un lado, la sugerencia de que puede saberse todo; por otro, la falsificación.

La ficción narrativa aporta orden al caos de la realidad, lo hace inteligible, pero quizá demasiado. Introduce un sentido con principio, nudo y desenlace. Nos acostumbra a querer siempre respuestas, explicaciones claras ante situaciones que, en la vida, a menudo, no las encuentran: «Nos gustan los misterios, pero sólo a condición de que acaben resolviéndose. Un misterio sin explicación nos desconcierta, nos indigna, como un atentado al orden natural de las cosas. [...] A finales del verano del año pasado nos inquietaba la posibilidad creciente de que el misterio de la desaparición de la pobre Madeleine McCann no llegara a resolverse nunca, y me temo que no por sentido de la justicia, sino más bien por impaciencia narrativa. Necesitamos historias para explicarnos el mundo, pero necesitamos más todavía que las historias sean completas [...]» (Muñoz Molina: 2008b, 18) (6).

El segundo riesgo procedente de la capacidad reveladora de la ficción es la falsificación. En diversas ocasiones Muñoz Molina ha criticado la tendencia del cine a trazar un aura de heroicidad en torno a la figura del criminal (7). No se trata de objeciones morales a la representación de situaciones violentas, sino a su adulteración. El autor entrevé una irresponsabilidad ética en la decisión de revestir de glamour o humor la mediocridad cobarde de un asesino o de un violador. En estos casos la ficción se traiciona a sí misma y miente.
En otras ocasiones, el recelo se dirige contra el desprestigio de los finales felices. Contra este sesgo se rebela en El jinete polaco, novela aparecida en el mismo año de publicación de «Sospecha de una trampa»: «¿A ningún novelista de los últimos dos siglos, salvo a Barbara Cartland y a Corín Tellado, se le ha ocurrido la modesta novedad argumental de que un hombre o una mujer sean poseídos por la temeridad del deseo y no sufran a continuación la vergüenza, la renuncia, la desesperación o el suicidio? [...] Mercenariamente, la literatura, que ha enunciado el lujo de la rebelión, cuenta y aplaude la caída: Ícaro derribado con sus alas de cera, Prometeo encadenado, [...] Anna y Emma incurriendo en la desesperación del suicidio, [...] Jay Gatsby muerto de un disparo absurdo. La literatura, tan prestigiosa, tan lúcida, al final se raja y se apunta a los más sórdidos lugares comunes [...]. Hay trampa, seguro que la hay» (Muñoz Molina: 2008d, 194-195).

Ahora bien, si la ficción, como el vino a Lázaro, enferma, también sana y da salud, pues sus mejores cultivadores nos recuerdan sus límites: «Si para algo sirve la ficción es para ponernos en guardia contra sus encantamientos. [...] Los libros mienten, desde luego, pero muestran casi con ingenuidad las leyes de su mentira y nos educan contra ella. [...] la ficción descubre de antemano sus normas y nos invita a permanecer a salvo de su posible maleficio» (Muñoz Molina: 2008d, 174-175).

Este dilema entre el entusiasmo por la ficción y la prudente cautela encuentra su mejor equilibrio en el Quijote. De esta obra y de su autor aprende Muñoz Molina la provechosa simbiosis de literatura y vida: «[Cervantes] Leía siempre, siempre miraba y escuchaba, [...], y su amor por las mentiras de los libros era indiscernible del que lo atraía hacia todos los pormenores de la realidad. Amaba las cosas por el simple hecho de verlas existir, pero no amaba menos lo que nunca había existido. [...] Nos enseñó al mismo tiempo a mirar y a desconfiar de la mirada, a dejarnos embeber por los libros y a prevenir la dulzura de su intoxicación: quien escribe, quien lee, está jugando, pero juega con fuego y corre peligro de abrasarse» (Muñoz Molina: 2008d, 76-77).

Este movimiento entre cabalgar a lomos de la ficción pero sin perder el estribo de la realidad atraviesa la trayectoria de Muñoz Molina. Los cambios de sensibilidad que pueden observarse en ella resultan de las distintas respuestas dadas a ese permanente debate entre cómo incorporar la ficción a la realidad y la realidad a la ficción.

 
     
3. Del recelo a la reconciliación  
     
 

Sabe Muñoz Molina de lo que habla cuando reflexiona sobre los efectos secundarios de la ficción. Tras la publicación de Beltenebros (1989), su tercera novela, el autor comienza a recelar de su deslumbramiento ante los edenes de la ficción: «La ficción era mi manera de estar en el mundo y también mi vía de escape. Sobre todo mi vía de escape. [...] Me hipnotizaban tanto las películas que me sentía perdido cada vez que salía del cine, [...]. Amaba las novelas sobre escritores que luchan con la escritura de una novela y las películas sobre directores de cine en crisis existencial, [...]. La realidad era monótona, desalentadora, tristemente predecible: en la ficción estaba todo lo que uno había soñado siempre y lo que no iba a lograr nunca. Se trata, desde luego, de la falacia de lo patético, del antiguo engaño romántico. Poco a poco me di cuenta de que me encontraba, como escritor, en un callejón sin salida, y de que después de tres novelas no parecía quedarme nada más que decir. En cuanto a mi pasión por los libros y por las películas, empecé a notar un cambio gradual en mis gustos» (Muñoz Molina: 2006, s. p.).

De esta paulatina transformación dan detallada cuenta sus artículos. En «Descrédito del cine» (1991) (8) expresa sus nuevas exigencias a las representaciones de la realidad, a las ajenas y a las suyas: «De pronto empiezan a aburrir las argucias más admiradas de Hitchcock, y la piel de sus heladas heroínas rubias se nos vuelve tan indiferente como el papel satinado de una revista de modas. Donde antes dilucidábamos sabidurías y misterios ahora sospechamos trampas mezquinas de tahúr. Y a uno se le ocurre que ya está bien de juzgar las películas según la lógica del cine, y las novelas, según la lógica de la literatura. [...] La estética es una coartada peligrosa: sólo el gran arte se mide victoriosamente con la lógica de la vida y del sentido común» (Muñoz Molina: 2008d, 180).

El jinete polaco (1991) es reflejo y resultado de este cambio de sensibilidad. Una grata puerta de salida a ese «callejón» al que la tendencia metaficcional y culturalista de sus primeras novelas lo habían conducido. No obstante, hay que atender a este cambio con cierta flexibilidad, pues la tensión realidad / ficción está presente en todas estas obras. Sí que hay una nueva actitud y una reordenación de prioridades vitales y estéticas: la ficción no debe sojuzgar ni socavar la realidad; la ficción ha de mostrar la realidad con la máxima precisión y el mínimo artificio. Ahora bien, ni en las tres primeras novelas hay rendición incondicional a la ficción, ni en la cuarta se procede a su destierro.

Es cierto que Beatus Ille, El invierno en Lisboa y Beltenebros son más deliberadamente literarias que El jinete polaco. Su estructura, ambientes y personajes son deudores de géneros bien consolidados como la novela policiaca clásica o de enigma, la novela criminal de aventuras y la novela de espías, respectivamente. En los tres casos, el autor quería contar una historia que le tocaba y el recurso al género no era más que un medio de dar forma a esos materiales. Asimismo, en sus tres primeras novelas, los fervorosos guiños literarios y artísticos van de la mano de una severa advertencia contra los riesgos de la ficción. Hagamos un breve repaso.

Minaya, el protagonista de Beatus Ille, guiado por su deseo de saber y su amor a las novelas, interpreta en clave de novela policiaca las pistas que milagrosamente salen a su encuentro. Las dimensiones del engaño del que es víctima sólo son comparables a las de su desengaño: ha querido leer la realidad como si fuera un libro y se ha equivocado (9). El invierno en Lisboa narra la discontinua relación de Lucrecia y Biralbo. Sus imaginaciones están tan teñidas por los amores sublimes del cine, que no saben apreciar ni gozar su mutua presencia. En Beltenebros, el infalible ejecutor Darman necesita media vida para sacudirse la máscara y la coartada del espionaje y aprender dolorosamente que no se puede dimitir de la realidad sin pagar un precio.

Tras su tercera novela los inconvenientes del recurso al género superan las ventajas que ofrecen para el autor. Se ve impelido a buscar una voz propia, una forma que se mida con la fluidez de la vida y no con la pauta de los géneros. El luminoso resultado de esta búsqueda es El jinete polaco. No obstante, la ficción no desaparece porque se trata de una novela –con hondas raíces históricas y autobiográficas, pero novela al fin–, y porque, en última instancia la ficción forma parte de la vida. Esta idea conforma también uno de los pilares de su poética: la dialéctica entre memoria e imaginación. Esta reflexión, presente ya en su primera novela, muestra los caminos de ida y vuelta entre realidad y ficción: ni el recuerdo está exento de imaginación, ni la invención prescinde del recuerdo. No obstante, se observan importantes diferencias entre las tres primeras novelas y la cuarta, en cuanto a preferencias literarias, temas y modos de contar. Hay, sobre todo, un cambio en su aproximación a la ficción: «Cada cierto tiempo me sucede que pierdo el gusto por la ficción. [...] Alimentarse únicamente de historias inventadas, aunque éstas sean magníficas, produce en la inteligencia algo parecido a la avitaminosis. [...] Provisionalmente estragado de lo literario de la literatura, tiendo ahora a encontrarla donde es menos obvia, en una biografía, en un libro de historia o en la narración de un viaje, en un diario o una memoria personal [...]» (Muñoz Molina: 1994a, 38).
El gusto por la literatura de no ficción como lectura invita a Antonio Muñoz Molina a abordar este terreno también desde la escritura. En 1995 publica Ardor guerrero, una memoria estrictamente autobiográfica. El desafío de esta obra consistía en contar una experiencia real, su año de servicio militar en San Sebastián, sin apoyarse en modelos preestablecidos. En la conferencia «Los límites de la ficción», el autor comentó que tuvo la tentación de articular la narración en torno a la muerte violenta e inesperada de un sargento, y cómo descartó la posibilidad de servirse de esa estructura: «Luego, me di cuenta de que había una profunda razón moral para no hacer una novela, y es la siguiente: el libro trataba básicamente de cómo las personas, cualquiera de nosotros, sometidos a situaciones de dominación jerárquica abusiva, tendemos a ponernos de parte del opresor [...]. Eso es una verdad terrible. [...] Y me di cuenta de que si hacía una novela se podía perder el punto principal de esta historia y es que yo también –yo, el narrador– soy la prueba de que esa degradación moral es posible» (Muñoz Molina: 2008e, 7).

En Ardor guerrero la ficción se filtra exclusivamente por las vías que le abre la realidad. Como ha señalado Antonio Lara (2009, 222), el sueño y la memoria asociativa permiten a Muñoz Molina dar cabida a lo imprevisto y lo improbable sin traicionar su pacto de veracidad.

En este rápido recorrido por la trayectoria del autor, Sefarad (2001), aun siendo una novela, mantiene y profundiza esa reserva ante la ficción. Las objeciones contra la invención alcanzan al ámbito de la ética y se incorporan al discurso del narrador: «Apenas hay detalles, y da pereza inventarlos, falsificarlos, profanar con la usurpación de un relato lo que fue parte dolorosa y real de la experiencia de alguien. Quién eres tú para contar una vida que no es tuya» (Muñoz Molina: 2001b, 179).

En una conferencia pronunciada en 2008, Muñoz Molina sintetizaba la clave de esta evolución: «Para mi sorpresa, la realidad se me presentaba como más rica y conmovedora que cualquier ficción inventada por otros o por mí mismo. A los veinte y a los treinta años mi héroe había sido Borges. A los cuarenta empezó a serlo Primo Levi» (Muñoz Molina: 2006, s. p.). Ahora, cabría añadir, lo es Vassili Grossman. Su crítica de Vida y destino contiene, en miniatura, una revisión de su propia evolución como escritor y un manifiesto de su concepción actual de la novela: «La amplitud y la complejidad de Vida y destino se miden con las del mundo real [...]. Dice la verdad a la manera de Primo Levi o Evgenia Ginzburg, [...], pero también la dice a la manera de Tolstoi y de Joyce, lo cual sucede muy raramente en un solo escritor, en un solo libro. [...]  Como cronista, su relato tiene que detenerse a este lado de la antesala última del infierno: como novelista, acompaña a los personajes que ingresan en la cámara de gas y cuenta desde el interior su agonía y su muerte. Por eso Vida y destino no sólo es una grandísima novela, sino una prueba de las posibilidades máximas de la ficción. Una novela puede contar cualquier cosa, pero hay un paso más allá en el que nos acercamos a algo mucho más serio, lo que sólo puede ser contado en una novela» (Muñoz Molina: 2007a, 58-59).

Si en el año 2008 Muñoz Molina señalaba que siempre se había movido entre el impulso de contar usando la ficción y de prescindir de ella (Muñoz Molina: 2008e, 4), el descubrimiento de Vida y destino lo reconcilia de nuevo con la ficción, aunque sobre premisas levemente distintas: como último recurso para contar lo que no puede contarse de otra forma.
Finalmente, la indagación sobre el papel de los relatos en la evolución cognitiva del ser humano como especie y como individuo ha añadido un nuevo ángulo a la reflexión de Muñoz Molina sobre la ficción. Las referencias a artículos de divulgación sobre este tema (10), o a monografías sobre la raigambre de los mecanismos narrativos y de la ficción en la psique humana (11) reflejan un interés renovado, una razón más para la reconciliación.
Pero sólo una. La más rotunda, y a la vez la más huidiza, como el instinto de calmar el hambre o espantar el frío, no necesita coartadas ni defensas: nos basta presenciar su hechizo cada vez que abrimos un libro, o escuchamos el murmullo de una voz que inicia un relato.

 
     
  Notas  
     
 

(1) Ver por ejemplo «Novela de una novela» (Muñoz Molina: 1996b, 15) o «La disciplina de la imaginación» (Muñoz Molina: 1994b, 57). No podemos abordar en este artículo las necesarias distinciones entre ficción, narración y literatura.

(2) No es la única ocasión en que ha destacado esta circunstancia. A este respecto, pueden verse las entrevistas con Marie-Lise Gazarian (1991, 219) y Javier Escudero (1994, 277).

(3)  Es decir, «aislar al lector de su horizonte real y aprisionarlo en un pequeño horizonte hermético e imaginario que es el ámbito interior de la novela» (Ortega y Gasset: 1975, 187). Ortega se refiere sólo a la novela, pero, atendiendo a las reflexiones de Muñoz Molina, este efecto es perfectamente extensible a cualquier manifestación literaria, sea de ficción o no. Para el jiennense literatura «es todo aquello que se lee por gusto y por curiosidad, y que deja un provecho gozoso, [...]. Tan literatura es una buena crónica internacional del periódico como el guión de una película o como un relato preciso y veraz de algún hecho histórico» (Muñoz Molina: 2000b, 8-9).

(4)  La consideración de la literatura como reino de la libertad aparece también en otros artículos de esa misma serie, como «Novelas sin épica» (Muñoz Molina: 2008d, 93-95) o «Sospecha de una trampa»  (Muñoz Molina: 2008d, 192-195). No ha dejado de considerarlo así (v. «Libertad de la novela», Babelia / El País, 4 jul. 2009, 8).

(5) Con toda razón, Muñoz Molina considera este pasaje como «epicentro moral de uno de los libros más importantes de este siglo» (2000b, 8). Redactadas estas líneas, cayó en nuestras manos una conferencia de Antoine Compagnon, que selecciona este mismo fragmento y se pregunta: «¿hay homenaje más bello a la literatura que el de Primo Levi, en Si esto es un hombre, recitando el poema de Ulises y contando la Divina Comedia a su compañero de Auschwitz?» (Compagnon: 2008, 52). No nos parece coincidencia, sino evidencia.

(6)  Plantea una cuestión similar en dos artículos de Las apariencias (2008d): «Desconocidos» (41-43) y «Manchas de sombra» (149-152).

(7)  Son representativos «Relato de una violación» (El País, 10 nov. 1993, 30), «Fotogramas del miedo» (El País, 24 abr. 1992, 37), «El resplandor del forajido» (Muñoz Molina: 2002c, 81-83) o, más recientemente, «Pasados interactivos» (Babelia / El País, 10 oct. 2009, 7).

(8)  Significativamente, este artículo apareció publicado con el más neutro título de «Memoria del cine» (El País, 1 abr. 1991, 11). El cambio trasluce esa nueva aproximación del autor a la ficción.

(9)  Diez años después de su publicación, el autor se dio cuenta de que había más realidad en su primera novela de la que él mismo había querido poner (Muñoz Molina: 1996c, 20).

(10)  Por ejemplo, en la conferencia «Los límites de la ficción» aludió indirectamente a una contribución aparecida en la revista Scientific American. Probablemente se trata del artículo de Jeremy Hsu: «The Secrets of Storytelling: Why We Love a Good Yarn. Our love for telling tales reveals the workings of the mind» (2008).

(11) Nos referimos a las obras de Brian Boyd, On the Origin of Stories. Evolution, Cognition and Fiction y de Christopher Booker, The Seven Basic Plots. Why We Tell Stories. Ambas obras han sido comentadas por Muñoz Molina en los artículos «Cerca del origen» (Babelia / El País, 13 jun. 2009, 7) y «Cuento del regreso» (Babelia / El País, 30 ago. 2008, 9).

 
     
  Bibliografía  
     
 

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---. (2008b): «Deseo de saber», Muy interesante, 331, 18.
---. (2008c): «La realidad de la ficción», Pura alegría, Alfaguara, Madrid, 19-76. Recoge la serie de conferencias dictada por el autor en Madrid en enero de 1991.
---. (2008d): Las apariencias, Alfaguara, Madrid. Recoge artículos publicados entre 1988 y 1991.
---. (2008e): Los límites de la ficción. Conferencia pronunciada del 3 de diciembre de 2008 en la Biblioteca Histórica Marqués de Valdecilla (Madrid). Transcripción disponible en <http://www.ucm.es/info/fgu/descargas/forocomplutense/conf_amunozmolina_031208.pdf>. Último acceso: 26 oct. 2010.
---. (2009a): «Cerca del origen», Babelia / El País, 13 jun., 7.
---. (2009b): «Libertad de la novela», Babelia / El País, 4 jul., 8.
---. (2009c): «Pasados interactivos», Babelia / El País, 10 oct., 7.
Ortega y Gasset, J. (1969): «Ideas sobre Pío Baroja», El espectador, Salvat, Madrid, 33-66.
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