Trama y Fondo
VI Congreso Internacional de Analisis Textual

 

Contar que no hay nada que contar. El gran relato europeo y el nihilismo de comienzos

del siglo XX. Una lectura de El hombre sin atributos de Robert Musil

     
 

Alejandro Martínez Rodríguez
Universidad de Zaragoza

 
     
 

“Temo -decía Blanchot- (…) que a la obra de Robert Musil no se le dé un voto de confianza. Temo también lo contrario: que sea más comentada que leída, porque ofrece a los críticos, a causa de su inusual propósito, sus cualidades contradictorias, las dificultades de su realización, la profundidad de su fracaso, todo lo que les atare, tan  próxima  al  comentario  que  en  ocasiones  parece  haber  sido comentada antes que escrita y poder ser criticada en lugar de ser leída” (1).

 
     
  Tres consideraciones preliminares  
     
 

1. Mi interés no está tanto en la obra de Musil como en la coyuntura decadentista que le rodea, esto es, en el mundo cultural de entreguerras, la relación entre la decadencia y las formas literarias, la relación de esos autores con la herencia del siglo XIX, etc. En esa encrucijada, la obra de Musil es paradigmática y casi un ejemplo hiperbólico, como veremos, de las circunstancias que rodearon la obra de Döblin, de Broch, de Joseph Roth, de von Doderer, de Rezzori, de Bánffy, de Marai, de Karl Kraus, del primer Hermann Hesse, del primer Thomas Mann, etc. (2) Por tanto, no es tanto Musil ni tanto su libro como lo que éste significa a modo de ejemplo hiperbólico.

2. No me interesa tanto el libro de Musil, El hombre sin atributos, entendido como un producto final, como un objeto acabado sino su proyecto, la demarcación de su propósito. Esto es, no me interesa tanto valorar el resultado final, la frustración o el logro de esos dos volúmenes, como sí la génesis y la definición del proyecto, o dicho de otro modo, el fundamento estético de donde arranca su propuesta. En este sentido, no pretendo un comentario pormenorizado de la trama que urde Musil en sus dos volúmenes. Porque no habría tiempo aquí para ello, y además porque semejante tarea requeriría mucho tiempo y en cierto modo ya la ha acometido con gran solvencia Massimo Cacciari, en un texto titulado “Paraíso y naufragio” (3).

3. De ahí que, en tercer lugar, deba advertir que esta comunicación no gira tanto en torno a los capítulos que componen El hombre sin atributos como al proyecto mismo de esta obra, motivo por el que acudo con frecuencia a los ensayos y a los diarios de Musil, donde se encuentra de hecho todo el material que justifica y fundamenta su proyecto (4).

 
     
1. Literatura y fin de siglo  
     
 

Desde finales del siglo XIX la literatura moderna asistió a un descrédito creciente, marcado   por  la   desafección  hacia   las   narraciones  totales,  aquellas   grandes  novelas decimonónicas donde todo tenía lugar y todo encontraba verbo. Las obras de Tolstoi o Proust fueron dejando paso al tono todavía épico pero ya desafecto de algunos de sus epígonos, como Thomas Mann o Hermann Broch. Ellos, y otros contemporáneos como Kafka, Joseph Roth o Stefan Zweig, hicieron suya la tarea de narrar un mundo que se agotaba (5). La tarea, en suma, de producir  relatos  de  un  adiós,  épicas  plagadas  de  aporías  y  rupturas.  La  gran  novela decimonónica dio así paso a un relato nihilista, presidido por una misma paradoja, la de asumir como propia la tarea de contar que no hay nada que contar. Todos los autores citados contaron así un mismo “cuento”. Un cuento que es un adiós. Ni la pura nostalgia, ni la lágrima fácil. Ni la mirada utópica que quema el tiempo como si fuesen cartuchos de munición, ni la mirada afligida que se lamenta por lo que fue y quedó atrás.

La citada generación de autores marca de hecho, en primer lugar, el fin de la gran narrativa como experiencia, como vivencia dilatada en el tiempo, como vida condensada en lenguaje. El fin, en suma, del relato entendido como vida hecha texto. El gran relato europeo del siglo XIX había hecho suya la vocación homérica, llevándola a su apogeo y a su hipérbole. En sus propuestas había una identificación creciente entre la voz narrativa, la acción referida y el punto de vista del lector. La generación de autores que nos ocupa subraya que ese modelo estaba llamado a agotarse. Y es que sus textos marcan, en segundo lugar, el fin progresivo de la concepción del autor como un Dios, como un factotum, como una figura omnisciente que todo lo sabe acerca de la narración. Los textos de Broch, de Musil y compañía demuestran que el autor lo sigue sabiendo todo,  pero  no le sirve de nada. No existe un encaje entre la profusión realista de detalles acerca de la acción  narrativa y el logro comunicativo de la experiencia  descriptiva.  Se  diagnostica  así,  en  tercer  lugar,  el  ocaso  progresivo  de  la voluntad  narrativa entendida como un mero “contar”, la inoperancia creciente,  dicho con otras palabras, de la voz narrativa al modo decimonónico. La generación de autores que nos ocupa no pretende, de hecho, contar una historia o construir una narración. Su tarea es más bien la de un  geógrafo consagrado a delimitar un espacio, a señalar un territorio donde convergen una experiencia radical y un lenguaje insuficiente. Una generación de autores, en suma, que no se limita a “contar qué” sino que se determina a confirmar que “ya no es posible contar qué”, sino su ausencia.

De este triple acabamiento, aquí meramente descriptivo y convencional, dio cuenta en su día Elias  Canetti, cuando en algunas páginas autobiográficas glosaba la génesis de su magno proyecto de una “comedia humana de la locura”, diciendo así: “Un día se me ocurrió -decía Canetti- que el mundo ya no podía ser recreado como en las novelas de antes, es decir, desde la perspectiva única del escritor; el mundo se  hallaba  desintegrado, y solo si uno se atrevía a mostrarlo en su disolución era posible ofrecer de él alguna imagen verosímil. Esto no significaba, sin embargo, que hubiera que escribir un libro caótico en el que  nada  fuera inteligible; por el contrario, habría que inventar, con una consecuencia extrema, individuos, igualmente hiperbólicos -como los que, en definitiva, integraban el mundo-, y yuxtaponerlos en medio de su disparidad” (6). Canetti daba cuenta, con estas palabras, de la caducidad de un paradigma narrativo. Mejor dicho: del ánimo que estaba detrás, como fundamento, de cierto paradigma narrativo. Frente a la sensación habida ante los grandes relatos de Tolstoi o de Proust, por señalar dos casos dispares pero que  participan de ese mismo paradigma, ante la sensación, decía, que cundía en el lector, de estar ante un autor que de hecho hace las veces de padre, de alter ego de Dios, Canetti, y con él la generación de autores a la que Musil perteneció, subrayaba la necesidad de dar voz a una ausencia, de suministrar verbo a un ocaso. La novela moderna ya no sería más ese tránsito formativo (recordemos los rasgos de la Bildungsroman) donde todo estaba previsto de antemano, donde había una mímesis creciente entre la narración y la vivencia del  lector. A partir de ahora el autor no lo sabría todo de sus criaturas. Tampoco suministraría de antemano el marco heurístico con el que abrir y cerrar el gozne de su relato. El gran relato decimonónico se había  propuesto recrear un mundo. La generación de Musil necesito recrear una orfandad. En cierto sentido, a esto se refería Adorno cuando indicaba que “quien ya no tiene ninguna patria, halla en el escribir su lugar de residencia” (7). No podemos perder de vista el marco histórico que promovió los textos de Roth, Döblin, Broch y Musil, entre tantos. El ocaso del  Imperio Austro-húngaro fue algo más que un episodio histórico digno de referirse en los anales de la historia europea. Su ocaso fue de hecho la desaparición, como a media luz, de toda una cosmovisión, de una  comprensión del mundo que, lejos de desaparecer, habría de pervivir como un caleidoscopio crepuscular, como telón de fondo para que los citados autores exploraran las tensiones entre su experiencia y el lenguaje y las formas narrativas heredadas al cierre del siglo XIX (8).

En este punto debo reconocer que probablemente sea un error tomar en su conjunto, como formando un todo uniforme y homogéneo, las producciones novelísticas del siglo XIX. Pero lo cierto es que esa herencia, que hoy percibimos con un sinfín de matices y apostillas en materia de teoría literaria, aparecían como un legado generacional y compacto a ojos de los autores del primer tercio del siglo XX. La voz narrativa de un Tolstoi, como la de un Balzac, como la de un Zola, como la de un Dostoievksy, era la voz narrativa de un autor que, casi como un ventrílocuo, daba vida a un personaje, a un sujeto en clave moderna. No es extraño, entonces,  que  cuando  el  sujeto  moderno  se  vio  en  cuestión,  entendido  como  clave trascendental de  una época, se viera asimismo en entredicho la voz narrativa que le estaba asociada. De ahí que quepa pensar  la producción narrativa de Musil y los autores de su generación como una respuesta al imperativo epocal de un nihilismo que era algo más que un halo  poético  finisecular.  El  nihilismo  marcaba,  en  el  primer  tercio   del  siglo  XX,  la desaparición de un mundo, de una época,de un fundamento. Ya no era posible reeditar la lógica  que  articulaba  la  voz  narrativa  típicamente  moderna,  porque  sus  condiciones  de posibilidad de habían diluido.

Esta sugerida sustitución de un paradigma narrativo por otro al calor del escenario nihilista del  cambio de siglo, del mundo de entreguerras, etc., puede ilustrarse trayendo a colación lo que Deleuze expuso con su  teoría de la imagen-movimiento y la imagen-tiempo (9). Deleuze, haciendo pie en la fractura habida en el seno del discurso cinematográfico a resultas de  la  Segunda  Guerra  Mundial,  rehabilitó  las  categorías  de  Bergson  para  plantear  la sustitución de  un  discurso cinematográfico entendido como imagen-movimiento por otro entendido como imagen-tiempo. En  el primer caso el cine repetía estructuras de sugerencia directa, buscando respuestas igualmente directas en el espectador. La secuencia narrativa de este  paradigma  cinematográfico  era  continua:  se  trataba  de  contar   una  historia  con planteamiento,  nudo  y  desenlace.  Con  el  giro  cinematográfico  que  la  experiencia  de  la Segunda Guerra Mundial habría impuesto, el discurso narrativo del cine, entendía Deleuze, se habría  liberado  de  las  convenciones  formales  del  argumento,  entendido  aquí  como  una arquitectura  de  secuencias.  El  cine,  comprendido  ahora  como  imagen-tiempo,  avanzaba rompiendo, precisamente, con las convenciones  de la continuidad espacio-temporal de la narratividad clásica. La imagen cinematográfica, desprovista del movimiento uniforme de sus secuencias, se convertía así en una experiencia arrojada al tiempo de la  relación  entre el espectador y el film.

Pues bien, mutatis mutandis, en cierto sentido, este planteamiento guarda una analogía fundamental con la cesura del discurso narrativo que intento aquí ilustrar, tomando el caso de Musil como ejemplo paradigmático. Y es que frente a las citadas narrativas alla Tolstoi, Musil nos ofrece un relato donde no ocurre nada. Una construcción que se erige, desde su paradójico inmovilismo, como un aldabonazo frente a un narrar que tan sólo yuxtapone, que acumula en busca del punto de vista total. El hombre sin atributos es así una muestra paradigmática de la plasmación literaria de la encrucijada nihilista que embriagó una a una a las diferentes esferas de las reflexividad a comienzos del siglo XX. Frente a la acción perfectamente conectada y coherente, lineal, creciente, casi fílmica que encontramos en las grandes muestras del relato decimonónico, el proyecto de Musil, a pesar de su apariencia, bien podría decirse que carece de arquitectura. Los trece años de maduración del proyecto y el carácter inconcluso del texto han hecho correr ríos de tinta. Sin embargo, el carácter inacabado del texto, entiendo, no debe verse como un signo de mediocridad sino como un síntoma de la magnitud de su empresa: lo sencillo es contar algo definido, claro, con atributos. Un personaje o una historia precisas, con planteamiento, nudo y desenlace, al modo acostumbrado. Pero el reto, que Musil asume, radica en contar un vacío, en dar voz a un silencio. En este sentido, salvando las distancias, en su caso sucede lo mismo que con el Ulises de Joyce: una arquitectura hiperbólica que carece de núcleo, donde el protagonista no es Leopold Bloom, sino el propio lenguaje. Pues bien, en el caso de Musil, sus centenares de páginas no son otra cosa que un inmenso rodeo a un centro ausente, para lo cual el hombre sin atributos, Ulrich, no es sino un pretexto.

 
     
2. Literatura moderna y nihilismo: contar que no hay nada que contar  
     
 

Como ya había indicado, de todos estos ocasos del paradigma narrativo decimonónico citados hasta aquí es un ejemplo manifiesto la obra de Musil El hombre sin atributos. Tanto las  vicisitudes  que  rodearon  su  redacción  como  la  naturaleza  misma  de  su  experiencia narrativa dan cuenta de todos esos periclitados  signos de la narratividad moderna. En este sentido, podría decirse que El hombre sin atributos es el ejemplo paradigmático de la idea de “el último relato”. De hecho, el relato de Musiles el último gran relato. Un último relato que asume como propia la tarea de contar que ya no queda nada que contar, como dijimos al comienzo.

En cierto sentido la propuesta de Musil es un caso hipertrofiado del conjunto de producciones  textuales que participaron de la tensión entre experiencia y lenguaje, en el sentido en el que Hoffmansthal o Wittgenstein lo pusieron de manifiesto. En coherencia con esto, el aliento finisecular que impregnó las  narrativas centroeuropeas del primer tercio del siglo XX no puede comprenderse sin situar en su centro la cuestión del fin del sujeto, reverso de la consabida “muerte de Dios”. Ambas defunciones, tan poéticas como  trascendentales, marcaban de hecho algo más relevante: el advenimiento progresivo de un tipo de experiencia que  desbordaba el lenguaje heredado, el conjunto de marcos narrativos donde ya no tenía cabida.  La  tensión  entre  experiencia  y lenguaje  significaba  de  hecho  la  incapacidad  del paradigma épico de los grandes relatos decimonónicos para dar cuenta de un desvanecimiento, de un ocaso que impregnaba la voz de toda una generación de narradores. Los límites de lo decible, tal y como Wittgenstein lo expusiera, señalaban más bien,  en materia narrativa, la asimetría creciente entre el lenguaje y la realidad de la que pretendía dar cuenta. Las nuevas experiencias reclamaban nuevas formas lingüísticas con las que expresarse. Poco a poco, se diría, las condiciones de la narración se convirtieron en el contenido mismo de lo narrado. Y es que cuando el mundo excede al sujeto, la narración a su vez excede al autor, y este se ve forzado a reinventar los medios literarios para dar cabida a su voz narrativa.

 
     
3. Estética de la desaparición  
     
 

La tarea descrita hasta aquí bien podría entenderse como la traducción literaria del código filosófico propio del nihilismo, aquí transmutado pues en código estético. En este sentido,  El  hombre  sin  atributos  sería  así  un  gran  relato  nihilista.  No  nihilista  por  sus convicciones,  por  su  posición   deliberadamente  escogida,  tampoco  por  los  rasgos  que componen a su personaje principal, sino nihilista  por su encrucijada, por sus evidencias. Nihilista, en suma, no por militancia, sino por vivencia. Como ya  dijimos, El hombre sin atributos  es el  gran relato dedicado a contar que ya no hay nada que contar. Una  obra consagrada por entero a certificar el fin de un lenguaje capaz de dar cuenta de unas formas determinadas de la experiencia. El fin, precisamente, del lenguaje de la narratividad moderna, que halló su máxima expresión en los grandes relatos decimonónicos.

Paul Virilio, en uno de sus trabajos más logrados y polémicos, forjaba la idea de una “estética de la  desaparición” para referirse al tipo de experiencia estética instalada con el desarrollo del cine y la fotografía (10). El tono pesimista que preside el discurso de Virilio arraiga en la progresiva sustitución de los vínculos corporales por los vínculos cibernéticos en nuestra relación con el arte. Compartamos o no su diagnóstico y  sus  pronósticos, la expresión de Virilio nos ayuda aquí a nombrar el giro narrativo que se observa con el texto de Musil y la obra de sus contemporáneos. La ya citada desaparición del Imperio Austro-húngaro, entendida como  una orfandad, como la pérdida de un sustrato narrativo inmutable, impulsó a una generación de  autores a habilitar su exilio, tanto real  como figurado, como un ejercicio literario imperativo. Su tarea desde entonces no sería ya más la de narrar episodios donde la acción, los personajes y la voz narrativa  coadyuvaran en un mismo destino. La divergencia radical que impone la tarea de dar voz al desierto, a la ausencia, obligó a trastocar el encaje preciso entre estos tres ejes. De ahí que no encontremos brújula alguna con la que situar, en la obra de Musil, la pretensión narrativa como delimitando un objeto y una pretensión claras. Su texto es un ejercicio estratégico que se afana por rodear un centro ausente, hasta nombrarlo. El carácter inacabado del texto de Musil da cuenta así, como ya sugerimos, de la imposibilidad de tal proyecto, más que de las frustraciones personales de su autor.

Como ya indicara, paradójicamente, la experiencia radical de esta generación arrancó de hecho en la pérdida de contacto con el mundo. Esa experiencia se transmuto en la idea de un autor vuelto del revés sobre su tarea, como habitando el exilio de la palabra para dar voz al desierto que rodeaba su travesía. Esa vocación narrativa por habitar el exilio, por nombrar la ausencia, lejos de constituir un absurdo se tradujo en la  evidencia de una necesidad: la necesidad, generacional, de contar que no había nada que contar. Es más: contar que ya no existía aquello de lo que contar algo; o que ya no se podía contar lo mismo sobre ese algo. Se trataba ahora de dar un nombre al desierto. En este sentido, la tan reiterada crisis del relato, dicha con semejante generalidad, no habría sido tal crisis, sino un replanteamiento radical. Y es que hay algo inmutable en el seno de la voz narrativa, sea cual sea su forma, sea cual sea su contenido, sean cuales sean sus circunstancias: comunicar un acontecimiento o un estado de cosas, incluso una ausencia, incluso un vacío.

Con esta comunicación hemos intentado mostrar, precisamente, la consistencia de ese paradójico relato consagrado a la enigmática tarea de contar que ya no hay nada que contar. Pero esta comunicación no pretendía tan sólo certificar la situación de la obra de Musil en la citada encrucijada de la literatura nihilista  de  comienzos del siglo XX. La comunicación quería manifestar también que tiene sentido reivindicar el relato, reivindicar la voz narrativa, la vocación del cuento, la intención del poeta homérico. Aunque sea para contar que ya no queda nada que contar, aunque sea, pues, para dar voz al desierto, cabe reivindicar hoy todavía la necesidad del relato.

 
     
  Notas  
     
 

(1) Blanchot, M. (2005): “Musil”, El libro por venir, trad. C. de Peretti y E. Velasco, Trotta, Madrid, p. 166

(2) Sobre esta constelaciones de autores, sus afinidades y complicidades, véase García Alonso, R. (1995): Ensayos sobre literatura filosófica: G. Simmel, R. Musil, R. M. Rilke, K. Kraus, W. Benjamin y J. Roth, Siglo XXI, Madrid; y también Reich-Ranicki, M. (2003): Siete precursores. Escritores del siglo XX: Arthur Schnitzler, Thomas Mann, Alfred Döblin, Robert Musil, Franz Kafka, Kurt Tucholsky, Bertol Brecht, trad. J. L. Gil, Galaxia Gutemberg / Círculo de Lectores, Barcelona.

(3) Cacciari, M. (2005): Paraíso y naufragio. Musil y El hombre sin atributos, Abada, Madrid

(4) La edición referencial en castellano de El hombre sin atributos, en dos volúmenes, es la que debemos a Pedro Madrigal, siguiendo la establecida por Adolf Frisé en 1978, y a la excelente traducción de José M. Sáenz (Seix Barral, Barcelona, 2004). Sus Diarios están también disponibles en castellano, en dos volúmenes, editados en formato de bolsillo (Random House Mondadori, Barcelona, 2004), de nuevo en edición de Adolf Frisé y con traducción de Elisa Renau, junto a un magnífico prólogo de Jacobo Muñoz. Asimismo, sus artículos y ensayos están recogidos en Musil. R. (1992): Ensayos y conferencias, trad. J. L. Arántegui, Visor, Madrid. Su Prosa temprana y obras póstumas publicadas en vida han sido objeto de una cuidada edición a cargo de Claudia Cabrera, en la editorial Sexto Piso (México/Madrid, 2007). Se recogen allí Las tribulaciones del estudiante Törless, Tres Mujeres, Uniones y Obras póstumas publicadas en vida. Recientemente se editado también Los exaltados (México, editorial Sexto Piso, 2007), la única obra de teatro escrita por Musil. Por otro lado, un excelente trabajo biográfico en torno a Musil puede verse en De Angelis, E. (1982): Robert Musil. Biografia e profilo critico, Einaudi, Turín. Asimismo, la dimensión filosófica de los planteamientos de Musil en El hombre sin atributos puede verse Cometti, J-P. (2001): Musil philosophe, Seuil, París. Sobre la relación de Musil con la ciencia moderna y los planteamientos epistemológicos de la cultura decimonónica, véase Dhan-Gaida, L. (2007): Musil. Saber y ficción, trad. A. Falcón, Nueva Visión, Buenos Aires. Y finalmente, sobre los planteamientos estéticos que fundamentan la comprensión de la literatura en Musil, véase el magnífico trabajo de Madrigal, P. (1978): Robert Musil y la crisis del arte, Tecnos, Madrid

(5) Sobre la vinculación estrecha entre este clivaje político y su directo impacto en las manifestaciones literaturas, véase Fischer, E. (1984): Literatura y crisis de la civilización europea: Kraus, Musil, Kafka, trad. P. Madrigal, Icaria, Barcelona

(6) Canetti, E. (1994): “El primer libro: Auto de fe”, La conciencia de las palabras, trad. J. J. del Solar, Fondo de Cultura Económia, México, pp. 312-313

(7) Adorno, Th. W. (2004): Minima moralia. Reflexiones desde la vida dañada. Obra Completa, 4, trad. J. Chamorro, Akal, Madrid, p. 91

(8) El eclipse de dicho Imperio y las transformaciones del mundo cultural vinculado a él, se repasan con profusión en la clásica monografía de Johnson, W. M. (2009): El genio astrohúngaro. Historia social e intelectual (1848-1938),  trad. Coletes, A. et alii, KRK ediciones, Oviedo. Por otro lado, ese magnífico marco cultural sobrevenido en torno a la Viena fin de siglo es objeto de una reconstrucción fascinante en Casals, J. (2003): Afinidades vienesas, Anagrama, Barcelona

(9) Deleuze, G. (2003): La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1, Paidós, Barcelona, y Deleuze, G. (2004): La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2, Paidós, Barcelona

(10) Virilio, P. (2003): Estética de la desaparición, Anagrama, Barcelona

 
     
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